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Todas las plantas eran verdes —la clorofila, otro compuesto que según Hollus mostraba rastros de diseño inteligente, era el mejor compuesto químico para esa tarea sin que importase en qué mundos te encontrases—. Las cosas que servían como hojas eran perfectamente circulares y se apoyaban desde abajo por medio de un tal o central.

Y, en lugar de tener corteza sobre lo que fuese el equivalente a madera, los troncos estaban cubiertos por un material translúcido, similar al cristal que cubría los ojos de Hollus.

Hollus todavía era visible, de pie junto a mí. Pocos de los animales que podía ver tenían el mismo modelo corporal que él, aunque en aquellos que sí lo tenían, los ocho miembros no se diferenciaban: todos se usaban para la locomoción; ninguno para la manipulación. Pero la mayor parte de las formas de vida parecían tener cinco miembros, no ocho —presumiblemente eran los pentápodos ectotérmicos a los que Hollus se había referido—. Algunos de los pentápodos tenían patas enormemente largas, elevando los torsos a gran altura. Otros tenían miembros tan cortos que los torsos se arrastraban por el suelo. Vi, asombrado, cómo un pentápodo empleaba sus cinco patas para dejar inconsciente a un octópodo a patadas, luego hacía descender su torso, que aparentemente tenía una boca por debajo, sobre el cuerpo.

No volaba nada en el cielo azul, aunque vi pentápodos que llamé «parasoles» con membranas extendidas entre cada uno de sus cinco miembros. Se lanzaban como en paracaídas desde los árboles, capaces aparentemente de controlar el descenso acercando o separando los miembros; parecía que su propósito era aterrizar sobre las partes traseras de pentápodos u octópodos, matándolos con dientes ventrales venenosos.

Ninguno de los animales que vi tenía pedúnculos oculares como Hollus; me pregunté si habrían evolucionado posteriormente para permitir específicamente que un animal pudiese ver si un parasol aguardaba para arrojársele encima. Después de todo, la evolución era una carrera de armamentos.

—Es increíble —dije—. Un ecosistema totalmente extraterrestre.

Supongo que Hollus se divertía.

—Así es cómo me sentí yo cuando l egué aquí. Aunque había visto otros ecosistemas, no hay nada más asombroso que encontrarse con un conjunto nuevo de formas de vida, y ver cómo interaccionan. —Hizo una pausa—. Como he dicho, éste es mi mundo tal y como habría sido hace setenta millones de años. Cuando se produzca la próxima extinción, los pentápodos serán eliminados.

Observé cómo un pentápodo de tamaño medio atacaba a un octópodo ligeramente más pequeño. La sangre era tan roja como la sangre terrestre, y los gritos de la criatura moribunda, aunque tenían dos tonos, surgiendo alternativamente de bocas separadas, sonaban igualmente aterrados.

Parecía que no querer morir era otra constante universal.

7

Recuerdo llegar a casa el pasado octubre después de recibir el diagnóstico inicial del doctor Noguchi. Metí el coche en la entrada. Susan ya estaba en casa; en aquellos raros días en que llevaba el coche al trabajo, el primero que llegaba a casa encendía la luz del porche para que el otro supiese que ya había un coche en el garaje. Yo, por supuesto, lo había cogido para poder ir a la consulta de Noguchi, en Finch y Bayview, para mi cita.

Salí del coche. Las hojas muertas atravesaban la entrada y cubrían el césped. Fui hasta la puerta principal para entrar. Podía oír cómo del estéreo salía This Kiss de Faith Hill. Había llegado más tarde de lo habitual, y Susan estaba ocupada en la cocina —podía oír cómo las cacerolas entrechocaban—. Atravesé la entrada de parquet y subí el medio tramo de escalones hasta el salón; normalmente me detenía en el estudio para mirar el correo —si Susan l egaba primero a casa, ponía el correo sobre la librería baja justo al lado de la puerta del estudio—, pero ese día tenía demasiadas cosas en la cabeza.

Susan salió de la cocina y me dio un beso.

Pero me conocía bien —después de tantos años, ¿cómo podría no conocerme?

—¿Qué pasa?—dijo.

—¿Dónde está Ricky? —pregunté. A él también tendría que decírselo, pero sería más fácil decírselo primero a Susan.

—En casa de los Nguyen. —Los Nguyen vivían dos puertas más abajo; su hijo Bobby tenía la misma edad que Ricky—. ¿Qué pasa?

Yo seguía sosteniendo el pasamanos en lo alto de la escalera, todavía conmocionado por el diagnóstico. Le indiqué que se reuniese conmigo en el sofá.

—Sue —dije en cuanto me senté—. Hoy fui a ver al doctor Noguchi.

Ella me miraba a los ojos, intentando leer en ellos.

—¿Porqué?

—Esa tos mía. Fui la semana pasada y me hizo algunas pruebas. Me pidió que fuese hoy para discutir los resultados —me acerqué a el a—. No dije nada; me parecía rutina… no valía la pena mencionarlo.

Ella arqueó las cejas, mostrando preocupación en todo el rostro.

—¿Y?

Busqué sus manos, las cogí.

Le temblaban las manos. Tomé aliento con mis pulmones dañados.

—Tengo cáncer —dije—. Cáncer de pulmón.

Abrió los ojos como platos.

—Oh, Dios mío —dijo, estremeciéndose—. ¿Qué… qué tenemos que hacer ahora? — preguntó.

Me encogí ligeramente de hombros.

—Más pruebas. El diagnóstico se hizo con material sacado de mi esputo, pero querrán hacer biopsias y otras pruebas para determinar… determinar la extensión.

—¿Cómo? —dijo, con voz trémula.

—¿Cómo lo pillé? —me encogí de hombros—. Noguchi supone que se debe al polvo mineral que he inhalado durante todos estos años.

—Dios —dijo Susan, temblando—. Dios mío.

Donald Chen l evaba diez años en el Planetario McLaughlin antes de que lo cerrasen, pero al contrario que sus colegas, seguía teniendo empleo. Fue transferido internamente al departamento de programas educativos del RMO, pero el RMO no tenía instalaciones permanentes dedicadas a la astronomía, así que Don tenía poco que hacer —aunque la CBC ponía su rostro sonriente en la tele cada año coincidiendo con las Perseidas.

Todo el personal se refería a Chen como «el muerto que camina». Ya tenía un rostro terriblemente pálido —un riesgo laboral para un astrónomo— y parecía que sólo era cuestión de tiempo que también lo despidiesen del RMO.

Evidentemente, todo el personal del museo se sentía intrigado por la presencia de Hollus, pero Donald Chen se interesaba especialmente. Es más, era evidente que le molestaba que el alienígena hubiese venido buscando a un paleontólogo y no a un astrónomo. El despacho original de Chen había estado en el planetario; su nuevo despacho, en el Centro de Conservadores, era poco más que un ataúd vertical, pero buscaba excusas frecuentes para venir a visitarnos, y ya me había acostumbrado a que l amase a la puerta.

En esta ocasión, Hollus abrió la puerta por mí. Se había vuelto muy bueno con las puertas y se las arreglaba para manipular el pomo con una de sus patas, en lugar de tener que darse la vuelta para usar una mano. Sentado en una silla al lado de la puerta se encontraba Boxeador —el apodo de Al Brewster, un enorme guardia de seguridad del RMO al que le habían asignado a tiempo completo el departamento de paleobiología debido a las visitas de Hollus—. Y de pie junto a Boxeador estaba Donald Chen.

—¿Ni hao ma? —le dijo Hollus a Chen; yo había tenido la suerte de pertenecer dos décadas atrás al proyecto Dinosaurio de Canadá-China y había aprendido un mandarín pasable, así que no me importaba.

Hao —dijo Chen. Se metió en mi despacho y cerró la puerta mientras saludaba a Boxeador. Cambiando al inglés, dijo—. Hola, Caza vampiros.