—Ah —dije—. Lo mismo sucede en la Tierra. —Me mantuve en silencio durante un tiempo; evidentemente, había esperado que la respuesta fuese diferente. Oh, bien—. Hablando de ADN —dije al fin—. Me preguntaba si podría tener unas muestras del suyo. Si no es demasiado personal. Me gustaría que realizasen algunas pruebas.
Hollus alargó el brazo.
—Sírvase usted mismo.
Casi me lo tragué.
—Realmente no está aquí. No es más que una proyección.
Hollus bajó el brazo, y sus pedúnculos realizaron ese movimiento en S.
—Perdóneme mi sentido del humor. Pero, por supuesto, si quieren tener algo de ADN, no hay problema. Haré que el transbordador traiga algunas muestras.
—Gracias.
—Pero puedo decirles lo que van a encontrar. Descubrirán que mi existencia es tan improbable como la suya. El grado de complejidad de una forma de vida avanzada no puede haberse producido por casualidad.
Respiré profundamente. No quería discutir con el alienígena, pero, maldición, él era un científico. Debería actuar mejor. Hice girar la silla, encarándome con el ordenador montado sobre lo que había sido, cuando empecé a trabajar allí, el sitio de la máquina de escribir. Tengo uno de esos geniales teclados partidos de Microsoft; el museo se los tuvo que dar a quien los pidiese después de que la asociación del personal empezase a presentar quejas sobre posibles daños del síndrome carpiano.
Mi ordenador era un sistema Windows NT, pero abrí una ventana DOS y tecleé algunos comandos. Una aplicación se puso en marcha, y dibujó un tablero de ajedrez en la pantal a.
—Ése es un tablero de juego estándar humano —dije—. En él jugamos a dos juegos: ajedrez y damas.
Hollus juntó los ojos.
—He oído hablar del ajedrez; tengo entendido que su dominio se consideraba uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad… hasta que un ordenador pudo derrotar al humano más capaz. Los humanos tienen la tendencia a hacer que la definición de la inteligencia sea muy elusiva.
—Supongo que sí —dije—. Pero en todo caso, quiero hablar de algo más parecido a las damas —pulsé una tecla—. Aquí tiene una disposición aleatoria de piezas de juego —como un tercio de los sesenta y cuatro cuadrados criaron ocupantes circulares—. Ahora mire: cada cuadrado ocupado tiene ocho cuadrados vecinos, incluyendo las diagonales, ¿no?
Hollus volvió a juntar los ojos.
—Bien, considere tres reglas simples: un cuadrado dado permanecerá sin cambiar, u ocupado o vacío, si exactamente dos de sus vecinos están ocupados. Y si un cuadrado ocupado tiene tres vecinos ocupados, permanecerá ocupado. En todos los otros casos, el cuadrado se vacía si no lo está, y si está vacío, sigue vacío. ¿Comprende?
—Sí.
—Vale. Bien, ampliemos el tablero. En lugar de una matriz de ocho por ocho, usemos una de 400 por 300; en este monitor, eso permite que cada cuadrado esté representado por celdas de dos píxeles por dos píxeles. Mostraremos los cuadrados ocupados como celdas blancas y los vacíos como celdas negras.
Pulsé una tecla, y el tablero aparentemente retrocedió mientras se expandía simultáneamente en las cuatro esquinas de la pantalla.
A esa resolución, la rejilla desapareció, pero era evidente la disposición aleatoria de celdas encendidas y apagadas.
—Bien —dije—, apliquemos las tres reglas —pulsé la barra espaciadora y la disposición de puntos cambió—. Otra vez —dije, pulsé la barra espaciadora, y la disposición volvió a cambiar—. Una vez más —otra pulsación; otra reconfiguración de los puntos en la pantalla.
Hollus miró al monitor y luego a mí.
—¿Y?
—Esto —dije. Pulsé otra tecla, y el proceso se repitió a sí mismo automáticamente: aplica las tres reglas a cada celda del tablero, muestra la misma configuración, vuelve a aplicar las reglas, mostrar de nuevo la configuración revisada, y así sucesivamente.
Sólo pasaron unos segundos hasta la aparición del primer planeador.
—¿Ve ese grupo de cinco celdillas? —dije—. Lo llamamos un «planeador» y… ah, allí hay otro —toqué la pantalla, para señalarlo—. Y otro. Mire cómo se mueven.
Y, ciertamente, parecían moverse, manteniendo un grupo cohesivo mientras cambiaban de posición a posición por el monitor.
—Si se ejecuta esta simulación durante el tiempo suficiente —dije—, aparecerán todo tipo de estructuras similares a la vida; de hecho, se le l ama el Juego de la Vida. Lo inventó en 1970 un matemático l amado John Conway; yo lo empleaba cuando enseñaba evolución en la Universidad de Toronto. A Conway le asombró lo que esas tres reglas simples podían producir. Después de algunas iteraciones, aparecía algo llamado un «cañón de planeadores»; una estructura que dispara nuevos planeadores a intervalos regulares. De hecho, los cañones de planeadores pueden crearse por la colisión de trece o más planeadores, por tanto, en cierta forma, los planeadores se reproducen a sí mismos. También salen «carnívoros», que pueden romper objetos pasajeros; en el proceso, el carnívoro sufre daño, pero después de unos turnos más, se reparan a sí mismos. El juego produce movimiento, reproducción, alimentación, crecimiento, sanamiento de las heridas, y más, todo aplicando esas tres reglas simples a una disposición inicialmente aleatoria de piezas.
—No comprendo lo que quiere decir —dijo Hollus.
—Lo que quiero decir es que la vida, la complejidad aparente de todo, puede generarse con unas reglas simples.
—¿Y esas reglas que se iteran continuamente qué representan exactamente?
—Bien, digamos que las leyes de la física…
—Nadie duda que el orden aparente pueda aparecer por la aplicación de reglas simples. Pero ¿quién escribió las reglas? Para el universo que me está mostrando, mencionó un nombre…
—John Conway.
—Sí. Bien, John Conway es el dios de ese universo, y todo lo que su simulación muestra es que cualquier universo requiere un dios. Conway fue el programador. Dios fue también un programador; las leyes de la física y las constantes físicas que él ideó son el código fuente de nuestro universo. La diferencia evidente entre su señor Conway y nuestro Dios es que, como ya ha dicho, Conway no sabía lo que el código fuente produciría hasta que hubo compilado y ejecutado el código, y por tanto se asombró de los resultados. Nuestro creador, es de suponer, tenía un resultado específico en mente y escribió un código para obtener ese resultado. Concedido, aparentemente las cosas no han salido exactamente como lo había planeado; las extinciones masivas parecen sugerir tal cosa. Pero en todo caso, parece claro que Dios diseñó deliberadamente el universo.
—¿Realmente cree tal cosa? —pregunté.
—Sí —afirmó Hollus, mientras miraba cómo más planeadores bailaban por la pantalla del ordenador—. Realmente lo creo.
8
Cuando era niño, pertenecí durante tres años al Club del Sábado por la Mañana del Real Museo de Ontario. Era una experiencia increíble para un niño como yo, fascinado por dinosaurios, serpientes, murciélagos, gladiadores y momias. Cada sábado durante el año escolar íbamos al museo, entrando antes de que l egase el público. Nos reuníamos en el auditorio del RMO… como se l amaba antes de que algún consejero demasiado bien pagado lo rebautizase como Teatro del RMO. En aquella época parecía una cueva, tapizado todo de negro; desde entonces lo han renovado.
Las mañanas empezaban con una proyección por parte de la señora Berlín, encargada del club, de una película de 16 mm, normalmente algún corto de la National Film Board de Canadá. Y luego nos dirigíamos a media hora de actividades en el museo, no sólo en las exposiciones sino también tras el decorado. Disfrutaba de cada minuto y decidí que algún día trabajaría en el RMO.