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Pero no podemos demostrar la evolución del perro. Y durante todos los miles de años después en que hemos estado criando perros, produciendo todas esas variedades diferentes, no hemos conseguido crear una nueva especie canina: un chihuahua todavía puede reproducirse con un gran danés, y un pit bul con un caniche —y las dos uniones siguen produciendo crías fértiles—. Por mucho que queramos destacar sus diferencias, siguen siendo Canis familiaris. Y jamás hemos creado una especie nueva de gato, ratón o elefante, de maíz, coco o cactus. Nadie discute que la selección natural pueda producir variaciones dentro de la misma especie, ni siquiera el creacionista más cerrado. Pero que pueda transformar una especie en otra —de hecho, eso jamás ha sido observado.

En la exposición de paleontología de vertebrados del RMO tenemos un diorama repleto de esqueletos de cabal o, empezando con el Hyracotherium del Eoceno, luego el Mesohippus del Oligoceno, Merychippus y Pliohippus del Plioceno, luego Equus shoshonensis del Pleistoceno, y al final Equus caballus, representados por un moderno cuarto de milla y un pony Shetland.

La verdad es que da la impresión de que se está produciendo la evolución: el número de dedos se reduce desde los cuatro del Hyracotherium de las patas delanteras y tres en las traseras hasta que sólo hay uno, en forma de casco; los dientes se hacen más y más largos, una adaptación aparente para comer hierbas duras; los animales (excepto el poni) se van haciendo progresivamente mayores. Paso frente a esa exhibición constantemente; es parte del fondo de mi vida. Rara vez le presto atención, aunque en muchas ocasiones la he interpretado cuando dirigía a alguien importante durante una visita a la exposición.

Una especie dando lugar a otra en una interminable serie de mutaciones, de adaptaciones a condiciones siempre cambiantes.

Lo acepto sin problemas.

Lo acepto porque la teoría de Darwin tiene sentido.

Por tanto, ¿por qué no acepto igualmente la teoría de Hollus?

«Las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.» Tal era el mantra de Carl Sagan cuando se enfrentaba con un loco de los ovnis.

Bien, ¿sabes qué, Cari? Los alienígenas están aquí, en Toronto, en Los Ángeles, en Burundi, en Pakistán, en China. La prueba es incontrovertible. Están aquí.

¿Y qué hay del Dios de Hollus? ¿Qué hay de las pruebas de un diseñador inteligente? Parece que los forhilnores y los wreeds tienen más pruebas de ese hecho que yo de la evolución, una estructura intelectual sobre la que he edificado mi vida, mi carrera.

Pero… pero…

Afirmaciones extraordinarias. Claro que se les debe exigir más. Evidentemente, las pruebas deben ser monumentales, irrefutables…

Evidentemente debería ser así.

Evidentemente.

10

Susan me acompañó el octubre pasado cuando fui al hospital St. Michael para mi cita con la oncóloga, Katarina Kohl.

Para los dos fue una experiencia aterradora.

En primer lugar, la doctora Kohl realizó una exploración broncoscópica. Hizo pasar un tubo con una cámara por la boca hasta cada subdivisión de los pulmones, con la esperanza de l egar hasta el tumor y recoger una muestra. Pero el tumor era inalcanzable. Así que realizó una biopsia atravesándome el pecho con una aguja directamente hasta el tumor, guiándose por rayos X. Aunque no había ninguna duda, basándose en las células que había expulsado con la flema, de que era cáncer, esa muestra confirmaría el diagnóstico.

Aun así, si el tumor estaba aislado, y podíamos localizarlo, podría eliminarse de forma quirúrgica. Pero antes de abrirme el pecho era preciso realizar otra prueba: una mediastinoscopia. La doctora Kohl realizó una pequeña incisión justo por encima del esternón, cortando hasta la tráquea. A continuación, hizo pasar una cámara por la incisión y la movió por el exterior de mi laringe para examinar los nodos linfáticos cerca de cada pulmón. Sacó más material para el análisis.

Y, finalmente, nos contó lo que había descubierto.

La noticia nos dejó devastados. Yo no podía respirar bien, y aunque estaba sentado cuando la doctora Kohl nos informó, temí perder el equilibrio. El cáncer se había extendido hasta los nodos linfáticos; no tendría sentido operar.

La doctora Kohl nos dejó unos minutos para recuperar la calma. La oncóloga se había encontrado con esa situación un centenar de veces, un mil ar, cadáveres animados que la miraban, con el horror en el rostro, el temor en los ojos, deseando que dijese que simplemente bromeaba, que no era más que un error, que el equipo no había funcionado correctamente, que todavía había esperanza.

Pero no dijo nada de eso.

Se había producido una cancelación para las dos horas posteriores; sería posible hacer un TAC ese mismo día.

No pregunté por qué la persona que tenía la cita no había venido. Quizá se hubiese muerto esperando. Toda la sala de cáncer estaba llena de fantasmas. Susan y yo esperamos, en silencio. El a intentó leer algunas de las revistas pasadas de fecha; yo miraba al vacío, con la mente convertida en un torbellino.

Sabía lo que era un TAC (tomografía axial computerizada). Muchas veces había visto cómo los hacían. De vez en cuando, uno de los hospitales de Toronto nos permitía analizar un fósil interesante cuando no se usaba el equipo. Es una forma eficiente de examinar muestras demasiado frágiles para sacarlas de la matriz que las protege; también es una forma genial de ver las estructuras interiores. Hemos realizado algunos trabajos maravillosos con cráneos de Lambeosaurus y huevos de Eucentrosaurus. Conocía bien el procedimiento —pero nunca antes me lo había hecho—. Me sudaban las manos. Me sentía como si fuese a vomitar, aunque ninguna de las pruebas debiera haberme producido náuseas. Estaba asustado, más asustado de lo que hubiese estado jamás en toda mi vida. La única vez que me había acercado a ese estado de nervios fue cuando Susan y yo esperábamos para saber si nos concederían la adopción de Ricky. Nos sentábamos junto al teléfono, y cada vez que sonaba nos daba un vuelco el corazón. Pero habíamos estado esperando buenas noticias, luego…

Un TAC es indoloro, y un poco de radiación no podría hacerme mucho daño. Me tendí sobre la camilla blanca y el técnico deslizó mi cuerpo en el túnel de examen, produciendo una imagen que mostraba la extensión de mi cáncer de pulmón.

La gran extensión…

Yo siempre había sido un estudiante, una persona que disfrutaba con el aprendizaje —y también lo había sido Susan—. Pero los hechos y cifras llegaron ese día con mucha velocidad, de forma dispersa y compleja, una gran cantidad que absorber, mucho que creer. Kohl se mostraba distante —ya había dado esa misma información un millar de veces, era una profesora aburrida y cansada.

Pero para nosotros, para todos los que nos sentábamos en las mismas sil as cubiertas de vinilo en las que nos sentábamos Susan y yo, los que habían luchado por absorberlo todo, por comprenderlo, era aterrador. El corazón me latía desbocado, tenía un dolor de cabeza brutal; la especialista me ofrecía continuamente agua tibia que era imposible que me calmase la sed; mis manos —manos que habían separado con cuidado huesos embrionarios de dinosaurios sacados de huevos rotos; manos que habían retirado la cubierta de piedra caliza a plumas fosilizadas; manos que habían sido mi medio de vida, las herramientas de mi trabajo— se agitaban como hojas bajo la brisa.

El cáncer de pulmón, dijo la oncóloga con voz plana, como si discutiese las características del más reciente vehículo deportivo o de un vídeo, es una de las formas más mortales de cáncer porque normalmente no se le detecta a tiempo y, para cuando se hace, generalmente se ha extendido a los nodos linfáticos de torso y cuel o, y a la membrana pleural que cubre pulmones y pecho, y al hígado, glándulas adrenales y a los huesos.