Y el master en 1970, cuando tenía veinticuatro.
Y el doctorado cuando tenía veintiocho.
Y luego el periodo de posdoctorado en Berkeley.
Y otro en la Universidad de Calgary.
Y para entonces ya tenía treinta y cuatro.
Y ganaba una miseria.
Y, por alguna razón, no conocía a nadie.
Y trabajaba hasta tarde en el museo, noche tras noche.
Y luego, antes de que pudiese darme cuenta, tenía cuarenta años, estaba soltero y no tenía hijos.
Susan Kowalski y yo nos conocimos en la Hart House de la Universidad de Toronto en 1966; los dos pertenecíamos al Club de Teatro. Yo no era un actor —pero me fascinaba la iluminación en el teatro; supongo que ésa es una de las razones por las que me gusta la museología—. Susan había actuado en algunas obras, aunque supongo, en retrospectiva, que nunca tuvo ninguna habilidad especial para tal cosa. Yo siempre pensé que era fabulosa, pero los mejores comentarios que recibió en el Varsity fueron que era «competente» como Nodriza en Romeo y Julieta, y que había «interpretado de forma adecuada» a Yocasta en Edipo Rey. En cualquier caso, salimos por un tiempo, pero luego yo me dirigí a Estados Unidos para seguir con mis estudios —ella había comprendido que tenía que irme para seguir con mis estudios, que de el os dependían mis sueños.
La recordé con cariño durante años, aunque nunca imaginé que fuese a verla de nuevo. Pero acabé regresando a Toronto, y, con la mente siempre en el pasado y nunca lo suficiente en el futuro, al final decidí, al l egar los cuarenta, que debía buscar consejo financiero si aspiraba a poder jubilarme, y quién fue la contable que acabé viendo sino Susan. Su apel ido se había convertido en DeSantis, recuerdo de un breve y fallido matrimonio década y media antes. Retomamos nuestra vieja relación y nos casamos un año después. Y aunque entonces ella ya tenía cuarenta y uno, y había riesgos, decidimos tener un bebé. Lo intentamos durante cinco años. Susan se quedó embarazada en una ocasión durante ese periodo, pero tuvo un aborto.
Y por tanto, al fin, decidimos adoptar. Pero eso también llevó un par de años. Aun así, al final, tuvimos un hijo. Richard Blaine Jericho tenía ya seis años.
No habría abandonado el hogar para cuando su padre muriese.
Ni siquiera habría terminado los estudios en la escuela elemental.
Susan lo sentó en el sofá y se arrodilló a su lado.
—Eh, colega —le dije. Le tomé la manita.
—Papi —parpadeó un poco y no me miró a los ojos. Quizá pensaba que se había metido en un lío.
Guardé silencio durante unos momentos. Había meditado mucho sobre lo que iba a decir, pero ahora las palabras que había planeado me parecían totalmente inadecuadas.
—¿Cómo estás, colega? —pregunté.
—Bien.
Miré a Susan.
—Bien —dije—. Papi no se está sintiendo tan bien. Ricky me miró.
—De hecho —dije lentamente—. Papi está muy enfermo —dejé que comprendiese las palabras.
Nunca le habíamos mentido a Ricky sobre nada. Sabía que era adoptado. Siempre le habíamos dicho que Santa Claus no era más que una historia. Y cuando me había preguntado de dónde venían los niños, también se lo contamos. Pero ahora deseé haber tomado quizás otra ruta —no haber sido siempre sincero con él.
En cualquier caso, pronto lo sabría.
Vería los cambios —me vería perder el pelo, me vería perder peso, me oiría levantarme en medio de la noche para vomitar, quizás…
Quizás incluso me oyese l orar cuando pensase que él no andaba cerca.
—¿Cómo de enfermo? —preguntó Ricky.
—Muy enfermo —dije.
Me miró algo más. Asentí: no estaba de bromas.
—¿Por qué? —preguntó Ricky.
Susan y yo intercambiamos miradas. Yo mismo me había estado haciendo esa misma pregunta.
—No lo sé —dije.
—¿Fue algo que comiste?
Negué con la cabeza.
—¿Has sido malo?
Era una pregunta inesperada. Lo medité unos momentos.
—No —dije—. No lo creo.
Guardamos silencio durante un tiempo. Al final, Ricky habló en voz baja.
—No vas a morirte, ¿verdad, papi?
Mi intención había sido contarle la verdad, sin embel ecerla. Pero l egado el momento, tuve que darle más esperanzas de las que la doctora Kohl nos había dado a nosotros.
—Quizá —dije. Sólo quizás.
—Pero… —dijo Ricky con la boquita contraída—. Pero yo no quiero que te mueras.
Le apreté la mano.
—Yo tampoco quiero morir, pero… pero al igual que mamá y yo te hacemos limpiar tu habitación, en ocasiones tenemos que hacer cosas que no queremos.
—Seré bueno —dijo—. Seré siempre bueno si no te mueres.
Me dolía la cabeza. Negociación. Una de las fases.
—Realmente no tengo elección en nada de esto —dije—. Me gustaría que fuese diferente, pero no lo es.
Parpadeaba mucho; pronto estaría l orando.
—Te quiero, papi.
—Yo también te quiero.
—¿Qué… qué pasará con mami y conmigo?
—No te preocupes, colega. Seguirás viviendo aquí.
No tendrás que preocuparte por el dinero. El seguro es bueno.
Ricky me miró, evidentemente sin comprender.
—No te mueras, papi —dijo—. Por favor, no te mueras.
Lo abracé, y Susan pasó sus brazos alrededor de los dos.
12
Por mucho que el cáncer me aterrorizase como víctima, me fascinaba como biólogo.
Los proto-oncogenes —los genes normales que tienen el potencial de disparar el cáncer— existen en todos los mamíferos y aves. Es más, todo proto-oncogén identificado hasta la fecha está presente tanto en mamíferos como en aves. Ahora bien, las aves evolucionaron a partir de los dinosaurios, que a su vez evolucionaron a partir de los tecodontos que evolucionaron a partir de diápsidos primitivos que a su vez evolucionaron a partir de captorhinomorfos, los primeros reptiles de verdad. Mientras tanto, los mamíferos evolucionaron a partir de los terápsidos que a su vez evolucionaron a partir de los pelicosaurios que evolucionaron a partir de sinápsidos primitivos que evolucionaron de captorhinomorfos. Como los captorhinomorfos, el antecesor común, se remonta al Carbonífero inferior, hace casi 300 millones de años, los genes compartidos deben de haber existido al menos ese tiempo (y, es más, hemos encontrados huesos fósiles cancerosos que confirman que el gran C existe al menos desde el Jurásico).
En cierta forma, no es sorprendente que esos genes estén compartidos: los proto- oncogenes están relacionados con el control de la división celular y el crecimiento de los órganos; sospecho que con el tiempo descubriremos que todo el juego completo es común a todos los vertebrados y, es más, a todos los animales.
Parece que el potencial para el cáncer está entretejido en la misma estructura de la vida.
A Hollus le intrigaban la cladística —el estudio de cómo características compartidas implican un antecesor común; en su mundo era la herramienta principal de los estudios evolutivos—. Por tanto, parecía apropiado mostrarle nuestros hadrosaurios —una serie si alguna vez ha habido una.
Era martes —el día más lento en el RMO— y casi la hora de cerrar. Hollus desapareció, y yo atravesé el museo hasta la Exposición de Dinosaurios, llevando el proyector de holoforma en el bolsillo. La galería estaba formada por dos salas largas, unidas en el extremo; la entrada y la salida están lado a lado. Me dirigí a la salida y bajé. No había nadie más; varios anuncios por megafonía con respecto al cierre inminente habían hecho desaparecer a los visitantes. En el extremo de esa sala está nuestra sección de hadrosaurios, pintada con rayas horizontales marrones y doradas, representando la arenisca de las Badlands de Alberta. La sala contenía tres impresionantes montajes. Me coloqué frente al de en medio, un pico de pato, que la placa todavía llamaba Kritosaurus aunque desde hace más de una década sabemos que probablemente se trate en realidad de un Gryposaurus; quizá mi sucesor encontrase el tiempo y el dinero para actualizar los carteles. El espécimen, que fue encontrado por Parks durante la primera expedición de campo del RMO en 1918, es precioso, con las costillas todavía en la matriz y los tendones rígidos a lo largo de la cola hermosamente osificada.