El alienígena no parecía en absoluto alarmado por mi presencia o la de los demás en la Rotonda, aunque su torso se sacudía ligeramente de arriba abajo en lo que yo esperaba no fuese una muestra de territorialidad. En realidad, era casi hipnótico: el torso levantándose lentamente y cayendo a medida que las seis patas se flexionaban y relajaban, y los pedúnculos se acercaban y se alejaban. Todavía no había visto el vídeo de la conversación de la criatura con Raghubir; pensé que la danza fuese quizás un intento de comunicación —un lenguaje de movimientos corporales—. Consideré flexionar mis rodil as e incluso, con un truco que había aprendido en un campamento de verano cuarenta y tantos años antes, bizquear los ojos. Pero las cámaras de seguridad nos enfocaban a los dos; si mi suposición era errónea, aparecería como un idiota en los programas de noticias de todo el mundo. Aun así, debía probar algo. Levanté la mano derecha, mostrando la palma, como señal de saludo.
La criatura copió inmediatamente el gesto, doblando un brazo por una de las dos articulaciones y extendiendo los seis dedos. Y luego sucedió algo increíble. Se abrió una abertura vertical en el segmento superior de cada una de las patas delanteras, y de la hendidura izquierda salió la sílaba «ho» y de la derecha, con una voz ligeramente más profunda, la sílaba «la».
Sentí que me quedaba boquiabierto, y un momento después también bajé la mano.
El alienígena siguió agitando el torso y entrecruzando los ojos. Lo intentó de nuevo: de la pierna izquierda salió la sílaba «bon» y de la derecha «jour».
Era una suposición razonable. La mayoría de las señales del museo eran bilingües, en inglés y en francés. Moví la cabeza ligeramente incrédulo, y luego empecé a abrir la boca —aunque no tenía ni idea de lo que iba a decir—, pero la cerré cuando la criatura volvió a hablar. Las sílabas volvieron a alternar entre la boca izquierda y la derecha, como la pelota en una partida de ping-pong: «Auf», «Wie», «der», «sehen».
Y de pronto dije algo:
—En realidad, auf Wiedersehen significa adiós, no hola.
—Oh —dijo el alienígena. Levantó dos de sus otras patas en lo que podría haber sido un encogimiento de hombros, y luego siguió hablando con las sílabas saltando de izquierda a derecha—. Bien, el alemán no es mi fuerte.
Yo estaba demasiado sorprendido para reír, pero sentí cómo me relajaba un poco, aunque el corazón todavía parecía que iba a saltar del pecho:
—Usted es un alienígena —dije. «Diez años de universidad para conseguir un Master en lo Evidente…»
—Es correcto —dijeron las bocas piernas. Las voces del ser sonaban masculinas, aunque sólo la derecha era realmente grave—. Pero ¿por qué ser genéricos? Mi especie se llama forhilnor, y mi nombre personal es Hollus.
—Mm, encantado de conocerle —dije.
Sus ojos se agitaron de un lado a otro expectantes.
—Oh, lo siento. Yo soy humano.
—Sí, lo sé. Homo sapiens, como dirían sus científicos. Pero ¿su nombre personal es…?
—Jericho. Thomas Jericho.
—¿Es permisible abreviar «Thomas» a «Tom»?
Estaba asombrado.
—¿Cómo sabe de nombres humanos? Y, demonios, ¿cómo es que habla inglés?
—He estado estudiando su mundo; por eso estoy aquí.
—¿Es un explorador?
Los pedúnculos se acercaron, y se quedaron al í.
—No exactamente —dijo Hollus.
—Entonces, ¿qué? No es usted un invasor, ¿no?
Los pedúnculos se agitaron en un movimiento en forma de S. ¿Risa?
—No. —Y luego apartó ambos brazos—. Perdóneme, pero poseen poco que yo o mis asociados pudiésemos desear. —Hollus se detuvo, como si pensase. Luego hizo un gesto con la mano como si quisiese que me diese la vuelta—. Claro está, que si lo desea le puedo poner una sonda anal…
La multitud reunida en el vestíbulo se quedó boquiabierta. Yo intenté enarcar mis cejas inexistentes.
Los pedúnculos de Hollus repitieron el movimiento en forma de S.
—Lo siento…, era una broma. Los humanos tienen una mitología bastante extraña sobre las visitas extraterrestres. Sinceramente, no les haré daño… ni a su ganado, ya puestos en el o.
—Gracias —dije—. Eh, ha dicho que no es un explorador.
—No.
—Y no es un invasor.
—No.
—Entonces, ¿qué es usted? ¿Un turista?
—Para nada. Soy un científico.
—¿Y quiere verme a mí? —pregunté.
—¿Es usted un paleontólogo?
Asentí; luego, comprendiendo que era posible que el ser no comprendiese un asentimiento, dije:
—Sí. Paleontólogo de dinosaurios, para ser exactos; estoy especializado en terópodos.
—Entonces, sí, quiero verle a usted.
—¿Por qué?
—¿Hay algún lugar privado en el que podamos hablar? —preguntó Hollus, mientras sus pedúnculos giraban para ver a todos los que le rodeaban. Un alienígena. Uno de verdad. Era asombroso, totalmente asombroso.
Pasamos el par de escaleras, cada una enrol ada alrededor de un enorme tótem, el Nisga'a a la derecha con una altura de ochenta pies —lo siento, veinticinco metros— desde el sótano hasta el tercer piso, y el más bajo Haida a la izquierda empezando en la planta baja. Luego atravesamos la Galería Currelly, con sus exhibiciones simplistas, todo brillo sin oro. Era un día laborable de abril; no había mucha gente en el museo, y por suerte no nos cruzamos con ningún grupo de estudiantes en nuestro camino hacia el Centro de Conservadores. Aun así, los visitantes y los agentes de seguridad nos miraban, y algunos emitieron diversos sonidos mientras Hollus y yo nos cruzábamos con el os.
El Real Museo de Ontario abrió sus puertas casi noventa años antes. Es el mayor museo de Canadá y uno de un puñado de importantes museos multidisciplinarios del mundo. Como proclaman las tal as en caliza que flanquean la entrada que Hollus había atravesado minutos antes, su trabajo es preservar «el registro natural de incontables épocas» y «las artes del hombre durante esos años». El RMO tiene galerías dedicadas a la paleontología, ornitología, mammalogía, herpetología, textiles, egiptología, arqueología grecorromana, artefactos chinos, arte bizantino, y más. Tiempo atrás, el edificio había tenido forma de H, pero los dos patios habían sido ocupados en el año 1982, con seis pisos de nuevas galerías en el norte y un Centro de Conservadores de nueve pisos en el sur. Parte de las paredes que antes daban al exterior ahora son interiores, y el elaborado estilo Victoriano del edificio original linda con la simple piedra amarilla de las adiciones más recientes; podría haber sido un desastre, pero al final resultó bastante bonito.
Me temblaban las manos de emoción al llegar al ascensor y dirigirnos al departamento de paleobiología; antes el RMO tenía departamentos distintos para vertebrados e invertebrados, pero los recortes de Mike Harris nos habían obligado a fusionarnos. Los dinosaurios traían más visitantes al RMO que los trilobites, así que Jonesy, el conservador jefe de invertebrados, trabajaba ahora a mis órdenes.
Por suerte no había nadie en el pasil o cuando salimos del ascensor. Empujé a Hollus a mi despacho, cerré la puerta y me senté tras el escritorio —aunque ya no estaba asustado, seguía sin poder sostenerme bien en pie.
Hollus notó el cráneo de Troödon sobre el escritorio. Se acercó y con cuidado lo cogió con una de las manos, acercándoselo a los pedúnculos. Éstos dejaron de moverse de un lado a otro y se centraron en el objeto. Mientras examinaba el cráneo, le di otro buen vistazo a él.