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—¿No puedes ayudarle? —preguntó Ricky, ahora mirando al alienígena.

—Lo lamento —dijo Hollus—. Pero no hay nada que yo pueda hacer.

—Pero vienes del espacio y todo eso —dijo Ricky.

Los pedúnculos de Hollus dejaron de moverse.

—Así es.

—Así que deberías saber cosas.

—Sé algunas cosas —dijo—. Pero no sé cómo curar el cáncer. Mi propia madre murió de cáncer.

Ricky miró al alienígena con gran interés. Parecía como si quisiese ofrecer una palabra de apoyo al alienígena, pero estaba claro que no sabía qué decir.

Susan se puso en pie y trajo de la cocina las chuletas de cordero y la gelatina de menta.

Comimos en silencio.

Comprendí que se me había presentado una oportunidad que era poco probable que se repitiese. Hollus estaba frente a mí en carne y hueso. Después de cenar, le pedí que bajase a mi estudio. Tuvo algunos problemas para superar el tramo de escalones, pero lo consiguió.

Me acerqué a un archivador de dos cajones y saqué un fajo de papeles.

—Es normal que la gente escriba un documento llamado testamento para indicar cómo deben distribuirse sus efectos personales después de su muerte —dije—. Naturalmente, le dejo casi todo a Susan y Ricky, aunque también dejo parte a la caridad: la Sociedad Canadiense Contra el Cáncer, el RMO, y alguno más. Un par de cosas también van a mi hermano, sus hijos, y uno o dos parientes. —Hice una pausa—. Yo… yo he estado pensando alterar mi testamento para dejarte algo a ti, Hollus, pero… bien, no parecía tener demasiado sentido. Es decir, es probable que no estés por aquí cuando muera y, bien, normalmente tampoco estás aquí. Pero esta noche…

—Esta noche —admitió Hollus—, realmente soy yo.

Levanté el fajo de papeles.

—Probablemente sea más simple si te lo doy ahora. Es el original de mi libro Dinosaurios canadienses. Hoy en día, la gente escribe libros en ordenadores, pero ése lo hice aporreando una máquina de escribir manual. No tiene ningún valor real, y la información está ya muy desfasada, pero es mi pequeña contribución a la literatura popular sobre dinosaurios y, bien, me gustaría que lo tuvieses… de un paleontólogo a otro —me encogí un poco de hombros—. Algo para recordarme.

El alienígena cogió los papeles. Sus pedúnculos se acercaban y alejaban.

—¿No querrá tu familia quedarse con él?

—Tienen ejemplares del libro terminado.

Abrió una porción de la tela alrededor del torso, dejando ver una gran bolsa de plástico.

El manuscrito encajaba dejando espacio de sobra.

—Gracias —dijo.

Se produjo un silencio entre los dos. Al final dije.

—No, Hollus… gracias a ti. Por todo. —Luego alargué la mano y toqué el brazo del alienígena.

17

Esa noche me quedé sentado en el salón hasta tarde, después de que Hollus hubiese regresado a la nave estelar. Me había tomado dos pastillas para el dolor, y estaba dejando que hiciesen efecto antes de irme a la cama… en ocasiones la náusea me hacía difícil mantener las pastillas en el estómago.

Quizá, pensé, el forhilnor tuviese razón. Quizá no hubiese pistola humeante que yo pudiese aceptar. Decía que todo estaba allí, justo delante de mis ojos.

«No hay mayor ciego que el que no quiere ver»; aparte del vigésimo noveno pergamino, ése es uno de mis fragmentos religiosos preferidos.

Pero yo no estaba ciego, maldición. Tenía ojo crítico, un ojo escéptico, el ojo de un científico.

Me sorprendía que la vida en mundos diferentes usase el mismo código genético. Claro está, Fred Hoyle había propuesto que la Tierra —y presumiblemente otros planetas— había recibido la semilla de la vida bacteriana que vagaba por el espacio; si todos los mundos que Hollus había visitado hubiesen sido sembrados con la misma fuente, el código genético, evidentemente, tendría que ser el mismo.

Pero incluso si la teoría de Hoyle no fuese cierta —y realmente no es una teoría demasiado satisfactoria, porque simplemente traslada el origen de la vida a algún otro lugar que no podemos examinar con facilidad— quizás hubiese buenas razones para que sólo veinte aminoácidos fuesen adecuados para la vida.

Como Hollus y yo ya habíamos discutido antes, el ADN dispone de cuatro letras en su alfabeto: A, C, G y T, por adenina, citosina, guanina y timina, las bases que forman los escalones de su escala en espiral.

Vale, un alfabeto de cuatro letras. Pero ¿qué longitud tienen las palabras en el lenguaje genético? Bien, el propósito de ese lenguaje es especificar secuencias de aminoácidos, los bloques fundamentales de las proteínas, y, como he dicho, la vida emplea veinte aminoácidos diferentes. Evidentemente, no puede identificar de forma unívoca cada uno de esos veinte aminoácidos empleando palabras de sólo una letra de largo: un alfabeto de cuatro letras sólo ofrece cuatro palabras diferentes. Y no podrías hacerlo con palabras de dos letras: sólo hay dieciséis posibles palabras de dos letras en un lenguaje de sólo cuatro caracteres. Pero si empleas palabras de tres letras, ah, entonces tienes un exceso, un vocabulario bioquímico al estilo William F. Buckley de unas descomunales sesenta y cuatro palabras. Aparta veinte para nombrar a cada aminoácido, y dos más como signos de puntuación —uno para iniciar la transcripción y otro para detenerla—. Eso significa que el ADN sólo precisa veintidós de las sesenta y cuatro posibles palabras para realizar su trabajo. Si un dios hubiese diseñado el código genético, hubiese dado un buen vistazo al vocabulario extra y se hubiese preguntado qué hacer con él.

Me parece a mí que un ser así hubiese considerado dos posibilidades. Una sería dejar las restantes cuarenta y dos secuencias sin especificar, de la misma forma que hay secuencias de letras en los lenguajes reales que no forman palabras válidas. De esa forma, si una de esas secuencias apareciese en una cadena de ADN, sabría que se ha producido un error de copia —una errata genética, convirtiendo el código válido de A-T-A en, digamos, el galimatías A-T-C. Eso sería una señal clara y útil de que algo ha salido mal.

La otra alternativa sería vivir con el hecho de que iban a producirse errores de copiado, pero intentar reducir el impacto añadiendo sinónimos al lenguaje genético. En lugar de tener una palabra para cada aminoácido, podrías tener tres palabras que significan lo mismo. Eso usaría sesenta de las posibles palabras; luego podría tener dos palabras que significan inicio y dos más para detenerse, completando el diccionario de ADN. Si intentases agrupar los sinónimos de forma lógica, eso podría ayudar a evitar los errores de transcripción: si A-G-A, A-G-C y A-G-G significasen lo mismo, y sólo pudieses leer con claridad las primeras dos letras, seguirías teniendo una buena probabilidad de descubrir lo que se quería decir incluso sin conocer la tercera letra.

De hecho, el ADN emplea sinónimos. Y si hubiese tres sinónimos para especificar cada aminoácido, uno podría mirar al código y decir, sí, alguien se lo ha pensado muy bien. Pero dos aminoácidos —leucina y serina— tienen cada uno seis sinónimos, y otros cuatro, tres, dos e incluso uno: el pobre triptofan está especificado sólo por la palabra T-G-G.

Mientras tanto, el código A-T-G puede significar el aminoácido metionina (y no hay otras palabras genéticas para él) o, dependiendo del contexto, puede ser el signo de puntuación para «iniciar transcripción» (que tampoco tiene sinónimos). ¿Por qué en la Tierra —o en cualquier otro lugar— un diseñador inteligente iba a formar tal lío? ¿Por qué emplear la sensibilidad al contexto para determinar el significado cuando había palabras suficientes para evitarlo ?

¿Y qué hay de las variaciones en el código genético? Como le dije a Hollus, el código empleado por el ADN mitocondrial difiere ligeramente del empleado por el ADN en el núcleo.