Bien, en 1982, Lynn Margulis propuso que las mitocondrias —orgánulos celulares responsables de la producción de energía— habían empezado siendo formas bacterianas separadas, viviendo en simbiosis con los antepasados de nuestras células, y que con el tiempo esas formas separadas fueron cooptadas en nuestras propias células, convirtiéndose en parte de el as. Quizá… Dios, hace tanto tiempo desde que repasé la bioquímica… pero quizá los códigos genéticos mitocondrial y nuclear habían sido idénticos originalmente pero, cuando comenzó la simbiosis, la evolución favoreció mutaciones que permitían algunos cambios en el código genético mitocondrial; con dos juegos de ADN existiendo en la misma célula, quizás esos pocos cambios sirviesen como método para distinguir las dos formas, evitando así la mezcla accidental.
No se lo había mencionado a Hollus, pero también hay algunas diferencias menores en el código genético empleado por los protozoos ciliados —si recuerdo correctamente, para ellos tres codones tienen diferente significado—. Pero… estaba fantaseando; lo sabía… pero algunos decían que los cilios, esos orgánulos irreduciblemente complejos cuya muerte había provocado mi propio cáncer de pulmón, también habían empezado como organismos discretos. Quizás esos protozoos ciliados que tenían un código genético diferente descendiesen de los mismos cilios que en el pasado se encontraban en simbiosis con otras células, desarrollando variaciones en el código genético por las mismas razones de seguridad que las mitocondrias pero, al contrario de los cilios que todavía conservábamos, habían roto posteriormente la simbiosis para regresar a una vida independiente.
En cualquier caso, era una posibilidad.
Aun así, cuando era niño en Scarborough, compartíamos la valla posterior con una mujer l amada señora Lansbury. Era muy religiosa —una «beata» decía mi padre— y siempre intentaba persuadir a mis padres para que le permitiesen llevarme a la iglesia los domingos. Nunca fui, claro, pero recuerdo su expresión favorita: el Señor actúa de forma misteriosa.
Quizá sí. Pero me cuesta trabajo creer que actuase con métodos chapuceros e improvisados.
Y sin embargo…
Y sin embargo, ¿qué había dicho Hollus de la lengua wreed? Ella también dependía del contexto y de un insólito uso de sinónimos. Quizás a algún nivel chomskiano, yo no tuviese las estructuras cerebrales adecuadas para apreciar la elegancia del código genético. Quizá T'kna y su gente lo encontrasen perfectamente razonable, perfectamente elegante.
Quizás.
De pronto el gato escapó del saco.
Yo no le había contado a nadie que la misión de la Merelcas era, al menos en parte, buscar a Dios. Y estoy bastante seguro de que los gorilas de Burundi habían mantenido la boca cerrada sobre ese asunto. Pero de pronto, todo el mundo lo sabía.
Había una fila de puestos de periódicos frente a la entrada de la estación de metro North York Centre. El titular del Toronto Star decía: «Los alienígenas tienen pruebas de la existencia de Dios.» El titular de el Globe and Mail proclamaba: «Dios un hecho científico, dicen los ET.» El National Post declaraba: «El universo tuvo un creador.» Y el Toronto Sun proclamaba sólo dos palabras gigantescas que ocupaban la mayor parte de la primera página: «¡Dios vive!»
Normalmente elegía el Sun como lectura ligera de camino al trabajo, pero para el tratamiento profundo, nada gana al Cubo y fregona; dejé caer las monedas en la caja gris y cogí un ejemplar. Y allí me quedé, bajo el frío aire de abril, leyendo todo lo que ponía en la parte superior de la primera página.
Una mujer hindú le había preguntado en Bruselas a Salbanda, el representante forhilnor que se reunía periódicamente con los medios, la simple y directa pregunta de si él creía en algún dios.
Y él respondió, explayándose.
Y evidentemente, cosmólogos de todo el mundo, incluyendo a Stephen Hawking y Alan Guth, fueron entrevistados con rapidez para descubrir si lo que el forhilnor había dicho tenía sentido.
Los líderes religiosos maniobraban para colocarse en buena posición. El Vaticano — con una larga historia de apostar por el cabal o equivocado en los debates científicos— no hacía comentarios, diciendo simplemente que el papa hablaría pronto del asunto. El Wilayat al-Faqih de Irán rechazó las palabras del alienígena. Pat Robertson pedía más donaciones para ayudar a su organización a estudiar las afirmaciones. El moderador de la Iglesia Unida de Canadá abrazó las revelaciones, diciendo que efectivamente era posible reconciliar ciencia y fe. Un líder hindú, cuyo nombre, me di cuenta, se escribía de dos formas diferentes en el mismo artículo, declaró que las afirmaciones del alienígena eran perfectamente compatibles con la creencia hindú. Mientras tanto, Caleb Jones del RMO señaló, en nombre del CSICOP, que no había necesidad de suponer nada místico o supernatural en las palabras del forhilnor.
Cuando l egué al RMO, el grupo habitual de locos de los ovnis se había incrementado con varios grupos religiosos diferentes —algunos con túnicas, otros con velas, algunos cantando, algunos arrodillados en oración—. También había varios agentes de policía, asegurándose de que el personal —incluyéndome a mí pero no sólo para mí— podía entrar con seguridad en el museo; una vez que se abrieron las puertas principales, extendieron la misma cortesía a los visitantes.
Octavillas preparadas con impresoras láser volaban por la acera; una que entreví mostraba a Hollus, u otro forhilnor, con sus pedúnculos exagerados para que pareciesen los cuernos del diablo.
Entré en el museo y l egué a mi despacho. Hollus apareció poco después.
—He estado pensando en la gente que voló la clínica abortista —dijo—. Dijiste que eran fundamentalistas religiosos.
—Bien, eso se supone, sí. Todavía no los han detenido.
—No hay pistola humeante —dijo Hollus.
Sonreí.
—Exacto.
—Pero si son, como sospechas, personas religiosas, ¿qué relevancia tiene?
—Volar una clínica abortista es un intento de protestar por el ultraje moral que perciben.
—¿Y…?—dijo Hollus.
—Bien, en la Tierra, el concepto de Dios está inextricablemente ligado con la moral.
Hollus prestaba atención.
—De hecho, tres de nuestras religiones principales comparten los mismos Diez Mandamientos, supuestamente entregados por Dios en persona.
Susan una vez bromeó conmigo diciendo que el único texto de las escrituras que yo conocía era el Vigésimo Noveno pergamino del Legislador:
Guardaos de la bestia del Hombre, porque es el agente del diablo. Es el único de los primates de Dios que mata por placer, o por lujuria, o por avaricia. Sí, asesinará a su hermano por poseer la tierra de su hermano. No permitáis que se reproduzca en gran número, porque convertirá su hogar en un desierto, y también el vuestro. Expulsadlo. Devolvedlo a la jungla, porque es el emisario de la muerte.
Es lo que Cornelius le leía a Taylor cerca del final de El planeta de los simios. Palabras con fuerza y, al igual que el doctor Zaius, yo siempre había intentado vivir según ese precepto. Pero Susan no tiene razón del todo. Cuando era estudiante de la Universidad de Toronto, hace muchos años, a veces asistía a las clases de Northrop Frye, el gran profesor de lengua; también me metía en las clases de Marshal McLuhan y Robertson Davies, los otros dos miembros del triunvirato, universalmente aclamado, de las humanidades de la Universidad de Toronto. Era embriagador escuchar a intelectos tan pasmosos. Frye afirmaba que no se podía apreciar la literatura inglesa sin conocer la Biblia. Quizá tuviese razón; en una ocasión leí como la mitad del Antiguo Testamento y había leído por encima las «verdaderas palabras de Jesús» marcadas en una versión del Rey Jacobo que había comprado en la librería del campus.