Los forhilnores no eran creacionistas, evidentemente —no más, en realidad, que cualquier científico que aceptase el big bang, con su punto definitivo de creación (algo que a Einstein le había parecido tan detestable que había cometido lo que consideró el «mayor error» de su vida, manipulando las ecuaciones de la relatividad para evitar un universo que tuviese un principio).
Y ahora las compuertas se habían abierto. Ahora todo el mundo, en todas partes, hablaba sobre la creación, y el big bang, y el ciclo anterior de la existencia, y el ajuste de las constantes fundamentales, y el diseño inteligente.
Y se acusaba a los evolucionistas, bioquímicos, cosmólogos y paleontólogos de haber sabido —o al menos tener la sospecha— de que quizá todo eso fuese cierto, y que lo habíamos ocultado deliberadamente, rechazando los artículos que tratasen de esos temas, y ridiculizando a los que hubiesen publicado tales ideas en la prensa popular, equiparando a cualquiera que apoyase el principio cosmológico antrópico con los evidentemente ilusos fundamentalistas creacionistas de la Tierra joven.
Evidentemente, llovieron las llamadas de teléfono pidiendo entrevistas conmigo — aproximadamente una cada tres minutos, según el registro de la centralita del RMO—. Le había dicho a Dana, la secretaria del departamento, que no me molestase a menos que l amase el Dalai Lama o el Papa. Había sido una broma, pero sus representantes estaban al teléfono veinticuatro horas después de las revelaciones de Salbanda en Bruselas.
Por mucho que desease embarcarme en la lucha, no podía hacerlo. No tenía tiempo que malgastar.
Estaba de pie inclinado sobre mi mesa, intentando ordenar los papeles. Había una petición desde el AMNH de una copia del artículo que había escrito sobre el Nanshiungosaurus; un presupuesto propuesto para el departamento de paleobiología que debía aprobar antes del fin de semana; una carta de un estudiante de instituto que quería convertirse en paleontólogo y buscaba consejo; formularios de evaluación de empleados sobre Dana; una invitación a dar una conferencia en Berlín; galeradas de la introducción que había escrito del manual de Danilova y Tamasaki; dos artículos manuscritos para el JVP que había aceptado evaluar; dos presupuestos para la resina que necesitábamos; un formulario de mantenimiento que debía rellenar para conseguir que se reparase la maldita luz del Camptosaurus en la Exposición de Dinosaurios; una copia de mi propio libro que habían enviado para que lo firmase; siete —no, ocho— cartas sin contestar sobre otros temas; mi propio formulario de gastos del trimestre pasado que era preciso cumplimentar; la factura de larga distancia del departamento, con llamadas que nadie había reclamado todavía marcadas en amarillo.
Era demasiado. Me senté, encendí el ordenador, le di al icono de correo electrónico. Me esperaban setenta y tres mensajes nuevos; Dios, no tenía tiempo siquiera de empezar a repasarlos.
Justo en ese momento, Dana metió la cabeza por la puerta.
—Tom, realmente necesito que apruebes esos horarios de vacaciones.
—Lo sé —dije—. Me pondré a el o.
—Tan pronto como puedas, por favor —dijo.
—¡He dicho que me pondré a ello!
Me miró sorprendida. No creo que le hubiese respondido así jamás. Pero desapareció en el pasil o antes de que pudiese disculparme.
Quizá debería haber distribuido o delegado mis obligaciones administrativas pero, bien, si renunciaba a ser el jefe del departamento, seguro que mi sucesor reclamaría el derecho a ser el guía de Hollus. Además, no podía dejarlo todo hecho un desastre; tenía que ordenarlo todo, completar todo lo que pudiese antes de que…
Antes de…
Suspiré y me aparté del ordenador, volviendo a mirar a la pila de cosas sobre la mesa.
Maldición, no había tiempo suficiente. Simplemente no había tiempo suficiente.
19
Muchos empleados no tienen ni idea de cuánto ganan sus jefes, pero yo sabía hasta el último penique que se embolsaba Christine Dorati. La ley de Ontario exigía que los salarios de los funcionarios fuesen públicos cuando ganasen más de cien mil dólares canadienses al año; el RMO sólo tenía cuatro miembros del personal que entrasen en esa categoría. Christine ganó 179.952 dólares el año pasado, más 18.168 en beneficios gravables —y tenía un despacho que reflejaba esa posición—. A pesar de mis quejas por la forma en que Christine dirigía el museo, comprendía que era necesario que el a tuviese semejante despacho. Debía tratar con donantes potenciales, y también con peces gordos del Gobierno que podrían aumentar o reducir nuestro presupuesto a voluntad.
Yo estaba sentado en mi despacho, esperando a que los analgésicos hiciesen efecto, cuando recibí una llamada diciendo que Christine quería verme. Caminar era una buena forma de mantener las pastillas en su sitio, así que no me importó. Me dirigí a su despacho.
—Hola, Christine —dije, después de que Indira me dejase pasar al inner sanctum—. ¿Querías verme?
Christine miraba algo en la web; levantó una mano para indicarme que fuese paciente un momento más. De las paredes de su despacho colgaban hermosos textiles. Había una armadura tras la mesa de Christine; desde que nuestra sala de armas —que yo siempre había considerado como una exposición bastante popular— había sido eliminada para dejar sitio a una de las habituales exposiciones de Christine para divertir al populacho, teníamos más armaduras de las que podíamos encajar. Christine también tenía una paloma mensajera disecada (el Centro de Biodiversidad y Biología de Conservación del RMO —una entidad para todo formada por la combinación de los antiguos departamentos de ictiología, herpetología, mammalogía y ornitología— tenía unas cincuenta). Tenía también un conjunto de cristales de cuarzo tan grande como un horno de microondas, recuperado de la Galería de Biología; un hermoso Buda de jade, como del tamaño de una pelota de baloncesto; un vaso funerario egipcio y, evidentemente, un cráneo de dinosaurio —un molde en fibra de vidrio de Lambeosaurus—. La cresta en forma de hoja en la cabeza del pico de pato en un extremo de la habitación formaba un bonito equilibrio con el hacha de doble filo de la armadura al otro.
Christine le dio al ratón, minimizando la ventana del navegador, y al fin me dedicó toda su atención. Hizo un gesto con la palma abierta hacia una de las tres sil as giratorias de piel que miraban a la mesa. Me senté en la de en medio, sintiendo algo de trepidación; Christine tenía la política de jamás ofrecer asiento si la reunión iba a durar poco.
—Hola, Tom —dijo. Puso cara de preocupación—. ¿Cómo te sientes?
Me encogí ligeramente de hombros; no había mucho que decir.
—Tan bien como es de esperar, supongo.
—¿Sufres mucho dolor?
—Va y viene —dije—. Tengo unas pastil as que ayudan.
—Bien —dijo. Guardó silencio durante un tiempo; en el caso de Christine era anormal, porque normalmente parecía tener mucha prisa. Finalmente volvió a hablar—. ¿Cómo está Suzanne? ¿Lo está l evando bien?
No la corregí con respecto al nombre de mi mujer.
—Se las arregla. Hay un grupo de apoyo que se reúne en la biblioteca pública de Richmond Hill; va a las reuniones una vez por semana.
—Estoy segura de que le conforta.
No dije nada.
—¿Y Richie? ¿Cómo está él?
Dos seguidos eran demasiado.
—Se llama Ricky —dije.
—Ah, lo lamento. ¿Cómo está?
Volví a encogerme de hombros.
—Está asustado. Pero es un niño valiente.