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Susan y yo nos preparamos para irnos a la cama. Ella acabó durmiéndose, pero yo me quedé despierto, mirando al techo oscuro, envidiando a los wreeds.

Poco después del diagnóstico, había atravesado las pocas cal es desde el RMO hasta la librería Chapters en Bloor Street y compré un ejemplar de On Death and Dying de Elisabeth Kübler-Ross. Señalaba las cinco fases de aceptar la muerte: negación y aislamiento, furia, negociación, depresión y aceptación; según mi propia estimación, estaba bien metido en la quinta, aunque había días en que me parecía seguir atrapado en la cuarta. En cualquier caso, casi todos recorrían las fases en la misma secuencia. ¿Era por tanto sorprendente que existiesen fases por las que pasaban todas las especies inteligente?

Cazadora recolectora.

Agricultura y crianza de animales.

Metalurgia.

Ciudades.

Monoteísmo.

Una época de descubrimientos.

Una era de la razón.

Energía atómica.

Viaje espacial.

Una revolución de la información.

Un flirteo con el viaje interestelar.

Y luego…

Y luego…

Y luego otra cosa.

Como darwinista, había pasado incontables horas explicándole a los profanos que la evolución no tiene meta, que la vida es un arbusto lleno de ramas, un desfile de adaptaciones cambiantes.

Pero ahora, quizá, parecía como si hubiese una meta, un resultado final.

El fin de la biología.

El fin del dolor.

El fin de la muerte.

Yo estaba, de forma visceral —una metáfora apropiada, invocar los intestinos, la biología y la humanidad—, completamente opuesto a renunciar a la existencia corpórea. La realidad virtual no era nada, sólo una fantasía monumental. Mi vida tenía sentido porque era real. Oh, estoy seguro de que podría usar un dispositivo de realidad virtual para enviarme a excavaciones simuladas, y podría encontrar fósiles simulados, incluso incluyendo descubrimientos (como, oh, no sé, digamos, una secuencia mostrando en un mil ar de pasos graduales el cambio de una especie a otra). Pero no tendría sentido; no sería más que un planeador disparado por un cañón. No habría la emoción del descubrimiento… los fósiles estarían ahí simplemente porque yo quería que estuviesen al í. Y no aportarían nada al conocimiento real de la evolución. Nunca sé por adelantado lo que voy a encontrar en una excavación… nadie lo sabe. Pero lo que sea que encuentres debe encajar en el vasto mosaico de hechos descubierto por Buckland, Cuvier, Mantell, Dolió, Von Huene, Cope, Marsh, los Sternberg, Lambe, Park, Andrews, Colbert, Russell el Viejo, Russell el Joven sin ningún parentesco con el anterior, Ostrom, Jensen, Bakker, Horner, Weishampel, Dodson, Dong, Zheng, Sereno, Chatterjee, Currie, Brett-Surman y todos los demás, los pioneros y mis contemporáneos. Era real; era parte del universo compartido.

Pero ahora, aquí estaba invirtiendo la mayor parte de mi tiempo con una simulación de realidad virtual. Sí, había un Hollus de carne y hueso en algún lugar, y sí, incluso le había conocido. Pero la mayor parte de mis interacciones se producían con algo generado, con un ciberfantasma. Uno podía acabar inmerso en un mundo artificial. Sí, claro que sí.

Abracé a mi mujer, saboreando la realidad.

23

No había dormido bien la noche antes, y tampoco la noche anterior, y supongo que la fatiga causaba sus estragos. Había intentado —de verdad que lo había intentado— mostrarme estoico con respecto a lo que me sucedía, mantener la compostura. Pero hoy…

Hoy…

Era la hora dorada, la hora dorada entre la l egada al trabajo a las 9 de la mañana y la apertura del museo al público a las 10. Hollus y yo estábamos examinando la exposición especial dedicada a los fósiles de Burgess Shale: Opabinia, Sanctacaris, Wiwaxia, Anomalocaris, Hal ucigenia, formas de vida tan extrañas que desafiaban la clasificación simple.

Y los fósiles me hicieron pensar en el libro de Stephen Jay Gould sobre la fauna de Burgess Shale, La vida maravillosa.

Y eso me hizo pensar en la película a la que se refería Gould, el clásico de Jimmy Stewart, el favorito de las navidades.

Y eso me hizo pensar en lo mucho que apreciaba mi vida… mi existencia real de carne y hueso.

—Hollus —dije, dubitativo, en voz baja.

Sus pedúnculos gemelos habían estado observando el grupo de cinco ojos de Opabinia, tan diferente de cualquier cosa en el pasado de la Tierra. Los hizo girar para mirarme.

—Hollus —volví a decir—. Sé que tu especie es más avanzada que la mía.

Permaneció inmóvil.

—Y, bien, debéis saber cosas que nosotros no sabemos.

—Cierto.

—Yo… conociste a mi esposa Susan. A Ricky.

Juntó los ojos.

—Tienes una familia agradable —dijo.

—Yo… yo no quiero abandonarles, Hollus. No quiero que Ricky crezca sin padre. No quiero que Susan esté sola.

—Es una desgracia —admitió el forhilnor.

—Debe haber algo que podáis hacer… algo que podáis hacer para salvarme.

—Lo lamento, Tom. Lo siento de verdad. Pero como le dije a tu hijo, no hay nada.

—Vale —dije—. Vale, mira, sé cómo van estas cosas. Tenéis algún tipo de directiva de no interferencia, ¿cierto? No se te permite cambiar nada en la Tierra. Eso lo comprendo, pero…

—En realidad, no existe tal directiva —dijo Hollus—. Te ayudaría si pudiese.

—Pero debes conocer la cura para el cáncer. Con todo lo que sabéis sobre el ADN y el funcionamiento de la vida… debéis conocer la cura para algo tan simple como el cáncer.

—El cáncer también azota a mi gente. Ya te lo dije.

—¿Y los wreeds? ¿Qué hay de los wreeds?

—A el os también. El cáncer es, bien, un hecho de la vida.

—Por favor —dije—. Por favor.

—No hay nada que yo pueda hacer.

—Tienes que hacer algo —dije. Mi voz se iba haciendo más estridente; odiaba cómo sonaba… pero no podía detenerme—. Tienes que hacerlo.

—Lo lamento —dijo el alienígena.

De pronto me puse a gritar, mis palabras rebotando en los expositores de vidrio.

—Maldición, Hollus. Maldita sea. Yo te ayudaría si pudiese. ¿Por qué no me ayudas?

Hollus guardó silencio. ¡

—Tengo esposa. Y un hijo.

Las voces gemelas del forhilnor reconocieron ese hecho.

—«Lo» «sé».

—Así que ayúdame, maldito seas. ¡Ayúdame! No quiero morir.

—Yo tampoco quiero que mueras —dijo Hollus—. Eres mi amigo.

—¡Tú no eres mi amigo! —grité—. Si fueses mi amigo, me ayudarías.

Supuse que desaparecería, supuse que la proyección holográfica se apagaría, dejándome solo con los antiguos restos de la explosión cámbrica. Pero Hollus se quedó conmigo, esperando con tranquilidad, mientras yo me desmoronaba y empezaba a l orar.

Hollus desapareció por ese día como a las 4:20 de la tarde, pero yo me quedé, trabajando en el despacho. Me sentía avergonzado, repugnado por el espectáculo.