Físicamente, ninguno de los dos parecía más fuerte que yo —de lo que yo solía ser.
Pero ahora, ahora quizá yo fuese más débil que cualquiera de ellos.
Maldición, no quería morir.
Los viejos paleontólogos no mueren, dice el chiste. Pero está claro que la muerte les petrifica.
Me levanté del sofá. La alfombra del salón estaba básicamente libre de obstáculos; Ricky cada vez mejoraba más en lo que a guardar los juguetes se refería.
No debería importar dónde lo haces.
Miré por la ventana del salón. El erslie era una calle amplia y vieja que se l amaba Willowdale cuando yo era niño; estaba bordeada por árboles añosos. Un peatón tendría que realizar verdaderos esfuerzos para verme.
Aun así…
Me acerqué y cerré las cortinas marrones. La sala se obscureció. Le di al interruptor de pared que controlaba una de las lámparas. Miré el reluciente reloj del vídeo: todavía me quedaba tiempo antes de que Susan y Ricky regresasen a casa.
¿Quería hacerlo?
No había espacio para un creador en lo que enseñaba en la Universidad de Toronto. El RMO era uno de los museos más eclécticos del mundo, pero, a pesar del mosaico del techo que proclamaba que la misión del museo era «que todos los hombres aprecien Su obra», no había una exhibición específica dedicada a Dios.
Claro que no, hubiesen dicho los fundadores del RMO. El creador está en todas partes.
En todas partes.
Incluso aquí.
Solté aire, exhalando la resistencia que me quedaba a la idea.
Y me arrodil é, sobre la alfombra, junto a la chimenea, con las fotografías de mi familia contemplando a ciegas lo que yo hacía.
Me arrodillé.
Y empecé a rezar.
—Dios —dije.
La palabra tuvo su eco apagado en el interior de la chimenea.
Repetí.
—¿Dios? —en esa ocasión una pregunta, una invitación a una respuesta.
No la hubo, claro. ¿Por qué debería importarle a Dios que yo me muriese de cáncer? Millones de personas en todo el mundo batallaban en ese mismo instante contra una forma u otra de ese antiguo enemigo, y muchas de esas personas eran mucho más jóvenes que yo. Evidentemente los niños en los pabellones de leucemia requerirían primero su atención.
Aun así, probé de nuevo, diciendo por tercera vez la palabra que sólo había empleado como expletivo.
—¿Dios?
No hubo señal, y en realidad nunca la habría. ¿No es eso la fe?
—Dios, si Hollus tiene razón… si los wreeds y los forhilnores no se equivocan, y diseñaste el universo pieza a pieza, constante fundamental a constante fundamental… entonces, ¿no podrías haber evitado esto? ¿Qué posible bien puede hacerle a nadie el cáncer?
El Señor actúa de forma misteriosa. La señora Lansbury siempre lo repetía. Todo sucede por una razón.
Chorradas. Estupideces sin remisión. Sentí un nudo en el estómago. El cáncer no tenía una razón. Destrozaba a la gente; si un dios creó la vida, entonces era un chapucero que creaba productos fallidos que se autodestruían.
—Dios, desearía… desearía que hubieses decidido hacer algunas cosas de otra forma.
Eso era todo lo que podía decir. Susan había dicho que las oraciones no eran para pedir cosas, y no podía resignarme a pedir misericordia, a pedir no morir, a pedir ver a mi hijo graduarse en la universidad, pedir envejecer junto a mi esposa. ¡
Justo entonces, la puerta principal se abrió. Evidentemente me había perdido en mis propias reflexiones, o habría oído las llaves de Susan al abrir la puerta.
Me sentí enrojecer.
—¡Lo encontré! —exclamé, como piara mí, fingiendo recoger un objeto invisible. Me puse en pie y sonreí con bochorno a mi hermosa esposa y a mi precioso hijito.
Pero no había encontrado nada.
25
En 1997, Stephen Pinker vino al RMO a presentar su nuevo libro, Cómo funciona la mente. Asistí a la fascinante conferencia que dio. Entre otras cosas, comentó que los humanos, incluso en diferentes culturas, emplean metáforas consistentes al hablar. Los argumentos son siempre batal as. Él ganó; yo perdí; me derrotó; ella atacó todos los puntos; él me hizo defender mis posiciones; tuve que retirarme.
Las relaciones amorosas son pacientes o enfermedades. Tienen una relación enfermiza; él se recuperó, ella está enferma de él; le rompió el corazón.
Las ideas son comida. Alimento para la mente; algo que mascar; su sugerencia me dejó mal sabor de boca; no podía tragarme semejante idea; una ironía deliciosa; la idea me dio fuerzas.
Mientras tanto, la virtud es arriba, presumiblemente debido a nuestra postura erguida. Es un ciudadano recto; es un acto bajo; no me rebajaría a tanto; tomó el camino más elevado; intento acercarme a sus altos estándares.
Aun así, no fue hasta conocer a Hollus que comprendí lo fundamentalmente humanas que eran esas formas de pensar. Hollus había realizado un excelente trabajo en su estudio del inglés, y a menudo empleaba metáforas humanas. Pero de vez en cuando, apreciaba subyacente a sus palabras lo que yo suponía era la verdadera forma de pensar forhilnor.
Para Hollus, el amor era astronómico —dos individuos que llegaban a conocerse tan bien que se podían predecir sus movimientos con absoluta precisión—. «Amor naciente» significaba que el afecto estaría allí mañana con tanta seguridad como que el sol saldría mañana. «Una nueva constelación» era un nuevo amor entre viejos amigos —ver una forma entre estrellas que siempre había estado allí, pero que hasta entonces no había sido detectada.
Y la moral se fundamentaba en la integración de las ideas: «Esa idea alterna bien», refiriéndose a la noción que produce cambios importantes entre una y otra boca. Una idea inmoral es una que sólo sale por un lado: «Estaba totalmente a la izquierda con esa idea.» Una idea de medio cerebro era para Hollus una idea estúpida, una idea malvada. Y aunque los forhilnores se referían, al igual que nosotros, a tener «segundas intenciones», ellos empleaban la expresión para dar a entender que la otra mitad del cerebro por fin se había activado, devolviendo al individuo a una posición global.
Como Hollus había explicado la noche que vino a cenar a casa, los forhilnores alternan palabras o sílabas entre bocas porque sus cerebros, como los nuestros, están formados por dos lóbulos, y sus consciencias son el resultado, aún más que en nuestro caso, de la interacción entre esos dos lóbulos. Los humanos se refieren a una persona loca como aquella que está ida —presumiblemente se ha ido de la realidad—. Los forhilnores no emplean esa metáfora, pero sí comparten la relativa a la lucha por «mantenerse», aunque en este caso se refieren al esfuerzo continuo por integrar las dos mitades del cerebro; los forhilnores sanos como Hollus siempre superponen las dos sílabas de sus nombres —la «lus» iniciándose de la boca derecha antes de que la «Hol» hubiese terminado en la boca izquierda — comunicando a los que les rodean que sus dos mitades cerebrales están totalmente integradas.
Sin embargo, Hollus me había comentado que las fotografías de alta velocidad demostraban que sus pedúnculos no se movían realmente como imágenes especulares el uno del otro. En lugar de eso, uno siempre empezaba primero y el otro le seguía una fracción de segundo más tarde. Qué pedúnculo actuaba de líder —y qué mitad cerebral era la que controlaba— variaba de un momento a otro; el estudio de qué lóbulo iniciaba qué acciones era el centro de la psicología forhilnor.
Como Susan me había metido la idea en la cabeza, le había preguntado a Hollus si creía en las almas. La mayoría de los forhilnores modernos, incluido él, no creían, pero los mitos forhilnores relativos a la vida después de la muerte habían tenido su origen en la psicología de cerebro dividido. En su pasado, la mayoría de las religiones habían sostenido que cada individuo no era una sino dos almas, una para cada mitad del cuerpo. Su concepto de la otra vida consistía en dos posibles destinos, un cielo (aunque no era tan angelical como el judeo-cristiano —«incluso en el cielo llueve» era un tópico forhilnor) y un infierno (aunque no se trataba de un lugar de tortura y sufrimiento; el suyo nunca había sido un dios vengativo). Los forhilnores no eran criaturas de extremos —quizás el tener tantas extremidades les ayudaba a ver las cosas con más equilibrio (nunca vi a Hollus más atónito que cuando me sostuve sobre una pierna para comprobar si tenía algo en la suela del zapato; le asombraba que no me cayese).