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En cualquier caso, las dos almas forhilnor podían ir las dos al cielo, las dos al infierno, o una lejos y la otra más lejos (las regiones post mortem no estaban «arriba» y «abajo», una vez más, una idea humana de extremos opuestos). Si las dos almas iban al mismo lugar, incluso si se trataba del infierno, era una vida después de la muerte mejor que si se separaban, porque al separarse se perdía la personalidad que se hubiese manifestado en la forma física del ser. Una persona con el alma dividida estaba realmente muerta; lo que hubiese sido había desaparecido para siempre.

Por lo tanto, hay una parte de Hollus confusa por mi temor a la muerte.

—Los humanos creéis que poseéis una única alma integrada —dijo. Estábamos en la sala de colecciones, examinando reptiles similares a mamíferos provenientes de Sudáfrica—. Entonces, ¿a qué tienes miedo? Según vuestra mitología, mantendréis vuestra identidad incluso después de la muerte. Seguro que no vas a ir al infierno, ¿no? No eres un hombre malvado.

—No creo ni en el alma ni en la otra vida.

—Ah, bien —dijo Hollus—. Me sorprendió que en esta fase avanzada del desarrollo de vuestra especie tantos humanos sigan relacionando el concepto de una deidad con la idea de que ellos mismos posean un alma inmortal; está claro que uno no requiere a la otra.

Nunca lo había considerado de tal forma. Quizás el Dios de Hollus fuese el destronamiento copernicano definitivo: sí, hay un creador, pero su creación carece de alma.

—Aun así —dije—, aunque creyese en la vida después de la muerte que describe la religión de mi mujer, no estoy seguro de ser una persona tan buena como para ir al cielo. Puede que el listón esté situado imposiblemente alto.

—¿El listón?

—Una metáfora; se refiere al salto de altura, un deporte humano. Cuanto más alto se coloca el listón sobre el que hay que saltar, más difícil es hacerlo.

—Ah. Nuestra metáfora equivalente es la de pasillos cada vez más estrechos. Aun así, debes saber que el temor a la muerte es irracional; la muerte nos l ega a todos.

Para él todo era académico; a él no era al que le quedaban sólo un puñado de meses de vida.

—Lo sé —dije, quizá con demasiada brusquedad. Respiré hondo para calmarme. El era mi amigo; no había necesidad de enfadarse con él—. No temo exactamente a la muerte — mentí—. Simplemente no quiero morir tan pronto —hice una pausa—. Me sigue sorprendiendo que no hayáis conquistado la muerte. —No buscaba una esperanza; de verdad, no lo hacía.

—Más pensamiento humano —dijo Hollus—. La muerte como un oponente.

Debería ponerle El séptimo sel o —eso, o El alucinante viaje de Bil y Ted.

—Como sea —dije—. Esperaba que hubieseis prolongado más vuestra vida.

—Lo hemos hecho. La edad media de muerte anterior al desarrol o de los antibióticos era la mitad que ahora; anterior a la medicación para desobstruir las arterias era sólo tres cuartos que ahora.

—Sí, pero… —Hice una pausa, intentando pensar cómo transmitir mi idea—. No hace mucho vi en la CTV una entrevista con un médico. Dijo que probablemente ya hubiese nacido el primer humano que iba a vivir por siempre. Hemos dado por supuesto que podemos conquistar… lo siento, que podemos evitar… la muerte, que no hay nada teóricamente imposible en vivir por siempre.

—No estoy seguro de que quisiese vivir en un mundo en el que lo único seguro fuesen los impuestos —dijo Hollus, realizando el movimiento en S con los pedúnculos—. Además, mis hijos son mi inmortalidad.

Parpadeé.

—¿Tienes hijos? —dije. ¿Por qué nunca le había preguntado ?

—Sí —contestó Hollus—. Un hijo y una hija. —Y luego, en un sorprendente gesto humano, el alienígena dijo—: ¿Te gustaría ver sus fotografías?

Asentí.

El proyecto de holoforma zumbó un poco, y de pronto nos acompañaban dos forhilnores más, de tamaño natural pero inmóviles.

—Éste es mi hijo Kassold —dijo Hollus señalando al de la izquierda —. Y mi hija Pealdon.

—¿Son adultos? —pregunté; Pealdon y Kassold parecían tener el mismo tamaño que Hollus.

—Sí. Pealdon es… ¿cómo lo l amáis? Trabaja en el teatro; les indica a los actores qué interpretación está permitida.

—Un director —dije.

—Directora, sí; parte de la razón por la que deseaba ver vuestras películas era para mejorar mi idea de cómo se compara el drama humano con el teatro forhilnor. Y mi hijo Kassold es… supongo que psiquiatra. Trata los desórdenes de la mente forhilnor.

—Estoy seguro de que estás muy orgulloso de el os —dije.

Hollus se agitó de arriba abajo.

—No tienes ni idea —dijo el alienígena.

Hollus había desaparecido a mitad de la tarde; él —no, ella: por amor de Dios, era una madre—… ella había comentado que precisaba atender a otra investigación. Empleé el tiempo para profundizar en las pilas de papeleo que tenía sobre la mesa y para reflexionar sobre lo que había hecho ayer. Alan Dershowitz, uno de mis columnistas favoritos, dijo en una ocasión: «Durante la oración es cuando experimento mis mayores dudas sobre Dios, y cuando miro a las estrel as es cuando doy el salto de fe.» Me preguntaba si…

El proyector de holoforma silbó dos veces. Me cogió por sorpresa; ese día no había esperado ver a Hollus de nuevo, pero al í estaba, la imagen agitándose para fijarse en mi despacho —y parecía más emocionada de lo que la había visto antes: los pedúnculos se agitaban con rapidez, y su torso esférico subía y bajaba como si una mano invisible lo hiciese botar.

—La última estrella que visitamos antes de l egar aquí —dijo Hollus tan pronto como se estabilizó la imagen—, fue Groombridge 1618, a unos dieciséis años luz de distancia. El segundo planeta de esa estrella albergó en su momento una civilización, como los otros mundos que hemos visitado. Pero los habitantes habían desaparecido.

Sonreí.

—Bienvenida.

—¿Qué? Sí, sí. Gracias. Pero ahora los hemos encontrado. Hemos encontrado a los habitantes perdidos.

—¿Justo ahora? ¿Cómo?

—Siempre que descubríamos un planeta aparentemente abandonado, realizábamos un análisis de todo el cielo. La suposición es bien simple: si los habitantes han abandonado su mundo, puede que lo hayan hecho por medio de una nave estelar. Y es probable que la nave espacial estuviese siguiendo el camino más corto entre el planeta y el posible destino, lo que implicaría que su l ama de fusión, asumiendo que está propulsada por fusión, puede que apunte al planeta original. Realizamos la comprobación en la dirección de cada estrella de clase F, G y K en 70 años luz terrestre alrededor de Groombridge, buscando una señal de fusión ¡artificial que se superponga al espectro de esas estrellas!

—¿Y encontrasteis algo?

—No. No, nunca. Hasta ayer. Claro está, guardamos todo el proyecto en los ordenadores. Saqué la información y escribí un programa para realizar una búsqueda mayor, buscando en toda estrel a de cualquier tipo, hasta quinientos años luz, años luz forhilnores, como unos 720 años luz terrestres. Y el programa lo encontró: una llama de fusión en una línea directa entre Groombridge y la estrel a Alfa Orionis.