Pero me estoy yendo por las ramas otra vez. Dios, me gustaría poder concentrarme más.
Me gustaría que el dolor desapareciese.
Me gustaría —¡oh, maldita sea, cómo me gustaría!— poder estar seguro de que lo que pienso es coherente, es razonable, es realmente lo que pienso, y no simplemente el resultado del dolor, o de la medicación contra el dolor, confundiendo mis ideas.
Cuando vi por primera vez La herencia del viento, me reí presuntuoso por la forma en que Spencer Tracy demolía a Fredric March, reduciendo al fundamentalista a un idiota incoherente en el estrado. Chúpate ésa, pensé. Chúpate ésa.
Antes enseñaba evolución en la Universidad de Toronto. Ya lo he comentado, ¿no? Cuando Darwin propuso su teoría por primera vez, los científicos asumían que el registro fósil la confirmaría: que veríamos una progresión gradual de una forma a otra con cambios lentos acumulándose en el tiempo, hasta que apareciese una nueva especie.
Pero el registro fósil no muestra tal cosa. Oh, hay formas transitorias: Ichthyostega, que parece ser un estadio intermedio entre el pez y el anfibio; Caudipteryx, una mezcla de dinosaurio y ave; incluso el Australopithecus, el ejemplo de hombre-mono.
Pero ¿cambios graduales? ¿Una acumulación de pequeñas mutaciones en el tiempo? No. Los tiburones han sido tiburones durante casi 400 mil ones de años; las tortugas han sido tortugas durante 200 millones de años; las serpientes se han arrastrado durante 80 mil ones de años. Es más, el registro fósil carece casi por completo de secuencias graduales, de mejoras increméntales; la única buena secuencia que tenemos es la del caballo, que es la razón por la que todos los museos importantes exhiben la evolución equina como es el caso del RMO.
Stephen Jay Gould y Niles Eldredge respondieron, ofreciendo la teoría del equilibrio puntuado. Las especies se mantienen estables durante largos periodos de tiempo y luego, de pronto, cuando cambian las condiciones ambientales, evolucionan rápidamente a nuevas formas. Un noventa por ciento de mí quería creer a Stephen y Niles, pero un diez por ciento pensaba que era una especie de truco semántico, un juego de palabras como los «magisterios disjuntos» entre religión y ciencia de Gould, encubriendo un tema complejo, cuando el registro fósil no muestra lo que Darwin predijo. Cháchara inútil, como si darle un bonito nombre al problema fuese igual que resolverlo. (No es que Gould fuese el primero en hacerlo: la frase de Herbert Spencer para el mecanismo de la evolución —la supervivencia de los mejor adaptados— no era más que una definición circular, ya que ser el mejor adaptado no se definía con más precisión que simplemente ser aquel o que incrementaba las posibilidades de supervivencia.)
¿Estabilidad ambiental a largo tiempo? En febrero, Toronto a menudo tiene temperaturas de veinte grados Fahrenheit, y la nieve puede llegarte hasta las caderas. El aire está tan seco que la piel se cuartea y los labios se abren. Sin un grueso jersey y una buena parka, una bufanda y una gorra, podrías morirte simplemente saliendo a la cal e.
Seis meses más tarde, en agosto, son habituales las temperaturas rondando los noventa, y no es raro superar los cien. El aire está tan l eno de humedad que, simplemente, quedarse quieto es suficiente para hacer que te caiga el sudor; el sol es tan brillante que unos minutos sin mis gafas de sol y un sombrero me producen un dolor de cabeza, terrible, y la radio recomienda quedarse en casa a las personas mayores y a los que padezcan problemas de corazón.
La teoría del equilibrio puntuado dice que el ambiente permanece estable durante periodos de tiempo largos. En muchas partes del mundo, el ambiente no es estable ni durante unos meses.
Pero yo seguía en mis trece; todos lo hacíamos —todos los que enseñábamos evolución—. Incorporamos el equilibrio puntuado en nuestros planes de estudios, y agitábamos las cabezas con condescendencia cuando los estudiantes ingenuos preguntaban por los eslabones perdidos.
No fue la primera vez que nos portamos con suficiencia. Los evolucionistas se habían cruzado de brazos con arrogancia en 1953 cuando Harold Urey y Stanley Mil er crearon aminoácidos dando descargas eléctricas a la sopa primordial, la idea que tenían entonces de cómo podría haber sido la atmósfera inicial de la Tierra. Estamos a medio camino de crear vida en un tarro, pensamos; el triunfo final de la teoría evolucionista, la prueba de que todo se había iniciado por medio de procesos simples y naturales. Si agitábamos la sopa de la forma correcta aparecerían organismos autorreplicadores ya formados.
Sólo que nunca pasó. Todavía no sabemos cómo pasar de los aminoácidos a la autorreplicación. Y miramos a la célula bajo microscopios electrónicos, vemos cosas en las que Darwin jamás soñó, mecanismos como el cilio que resultan ser tan increíblemente complejos por derecho propio que es casi imposible concebir cómo podrían haber evolucionado por el método de pasito a pasito que permite la evolución, mecanismos que parecían haber sido creados de una pieza con todas sus complejas partes móviles.
Pero, bien, también ignorábamos los argumentos bioquímicos, y con igual suficiencia. Recuerdo que el viejo Jonesy me pasó un artículo del Skeptical Inquirer, en el que Martin Gardner intentaba destrozar a Michael Behe, el profesor de la Universidad de Lehigh que escribió La caja negra de Darwin: el reto de la bioquímica a la evolución, una defensa muy bien fundamentada del diseño inteligente. El nombre Behe, Gardner no se cansaba de repetir, rima con «tee-hee», una risilla tonta, una gracia, nada que haya que tomarse en serio. Sólo porque en este momento no pudiésemos ver la secuencia de pasos que podrían haber producido el cilio —o la secuencia en cascada que hacía que la sangre se coagulase, o la complejidad del ojo humano, o el sistema ATP del metabolismo celular— no significaba que la secuencia no se hubiese producido.
Y, evidentemente, seguíamos defendiendo que el universo debía estar repleto de vida —no había nada extraordinario en la Tierra, que era, de hecho, mediocre, que planetas como éste eran, bien, tan comunes como la tierra que habíamos usado para bautizar nuestro mundo.
Pero entonces, en 1988, se descubrió el primer planeta extrasolar, orbitando la estrel a HD 114762. Evidentemente, en aquella época no pensábamos que fuese un planeta; pensamos que quizá fuese una enana marrón. Después de todo, era nueve veces más masivo que Júpiter, y orbitaba HD 114762 más cerca de lo que Mercurio órbita al sol. Pero en 1995 se descubrió otro planeta extrasolar, éste era al menos un cincuenta por ciento mayor que Júpiter, y también orbitaba a su madre, la estrel a 51 Pegasi, más cerca que Mercurio al Sol. Y luego se encontraron más y más, todos en sistemas solares muy diferentes al nuestro.
En nuestro sistema solar, los gigantes gaseosos —Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno— orbitan muy lejos de la estrella central, y los planetas interiores son mundos pequeños de roca. En lugar de ser un sistema planetario normal, el nuestro empezaba a parecer una anomalía. Y sin embargo, la disposición de cuerpos en nuestro sistema parecía ser crucial para el desarrol o y mantenimiento de la vida. Sin los efectos gravitatorios de nuestra luna gigante —casi un planeta hermano, formado al principio, cuando un asteroide chocó contra nuestro mundo todavía fundido— la Tierra se agitaría de forma inestable, y nuestra atmósfera sería muy densa, como la de Venus. Y, sin Júpiter patrul ando la frontera entre el sistema solar interior y el exterior, barriendo los cometas y asteroides con su inmensa gravedad, nuestro mundo hubiese recibido impactos con mayor frecuencia. El impacto de un bólido aparentemente casi extinguió toda la vida sobre la Tierra hace 75 millones de años; no hubiésemos podido soportar bombardeos más frecuentes.