Claro está, el sistema solar de Hollus se parecía al nuestro, como también el de los wreeds. Sin embargo, sistemas como el del Sol eran extraordinarios; la excepción, no la regla. Y las células no son simples; son enormemente complejas. Y el registro fósil, mostrando cosas fascinantes pero frustrantes, indica que la evolución procede a saltos más que por la acumulación gradual de cambios.
He pasado toda mi vida adulta siendo un intransigente evolucionista neodarwinista. Está claro que no quiero emitir una retractación en mi lecho de muerte.
Y sin embargo…
Y sin embargo, quizá, como cree Hollus, el puzzle de la vida tenga más piezas.
Sé que la evolución sucede; sé que es un hecho. He visto los fósiles, he visto los estudios de ADN que dicen que nosotros y los chimpancés compartimos un 98,6 por ciento de nuestro material genético, y por tanto debemos tener un antecesor común reciente.
Procediendo a saltos…
Quizá… por medio… de saltos cuánticos.
Las leyes de la física del siglo XVII enunciadas por Newton son en su mayoría correctas; puedes emplearlas para predecir con precisión todo tipo de cosas. No las desechamos; más bien, en el siglo XX, las insertamos en una física mayor más amplia, una física de la relatividad y la mecánica cuántica.
La evolución es un concepto del siglo XIX, presentada en un libro de Darwin de 1859, un libro llamado, en su título completo: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Pero cuanto más aprendemos, más inadecuada parece la selección natural por sí sola como mecanismo para la creación de nuevas especies; incluso nuestros mejores intentos en selección artificial guiada por la inteligencia aparentemente no consiguen repetirlo, todos los perros siguen siendo Canis familiaris.
Y ahora estamos en los albores del siglo XXI. Evidentemente, ¿es extraño pensar que las ideas de Darwin, como las de Newton antes que él, serán incorporadas en un todo mayor, una comprensión más amplia?
¡Maldición!
Dios, maldición.
Odio que el dolor l egue de tal forma —como un cuchil o, cortándome por dentro.
Alargué la mano hacia la mesilla de noche atestada. ¿Dónde están las pastillas? ¿Dónde están?
27
Rhonda Weir, baja y fornida, de pelo plateado, era detective de la Policía de Toronto. Su teléfono empezó a sonar a la 1:11 del domingo por la tarde. Cogió el auricular y dijo:
—Detective Weir.
—Hola —dijo una voz áspera de hombre al otro lado del teléfono, sonando algo exasperada—. Espero que esta vez hable con la persona correcta; me han transferido varias veces.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Rhonda.
—Mi nombre es Constantin Kalipedes —dijo la voz—. Soy el director de fin de semana de la Lakeshore Inn en Etobicoke. La camarera acaba de encontrar un arma en una de las habitaciones.
—¿Qué tipo de arma?
—Una pistola. Y también encontró una caja vacía, de las que se usan para l evar esas… ¿cómo se llaman…? una de esas armas de asalto.
—¿Se ha ido el huésped?
—Huéspedes, plural. Y no. Tienen reserva hasta el miércoles por la mañana.
—¿Sus nombres?
—Uno se llama J. D. Ewell; el otro, C. Falsey. La matrícula es de Arkansas.
—¿Les cogió el número de matrícula?
—No, pero el os mismos la escribieron en la tarjeta de registro —le lee la ristra de cifras y números.
—¿La camarera ha terminado de limpiar la habitación?
—No. Hice que lo dejase tan pronto como encontró la pistola.
—Muy bien hecho —dijo Rhonda—. ¿Cuál es la dirección?
Se la dio.
—Llegaré ahí… —se miró el reloj, luego hizo unos cálculos; el tráfico debería ser poco abundante un domingo por la tarde— en veinte minutos. Si regresan Ewell o Falsey, retráselos si puede, pero no se arriesgue, ¿comprendido?
—Sí.
—Voy de camino.
La Lakeshore Inn se encontraba, lo que no era una sorpresa, en el Boulevard Lakeshore. Rhonda Weir y su compañero, Hank Li, aparcaron el coche civil frente a la entrada. Hank comprobó las matrículas de los coches a la izquierda, y Rhonda miró las de la derecha. Seis eran estadounidenses —dos de Michigan, dos de Nueva York, y una de Minnesota y otra de Illinois—, pero ninguna era de Arkansas. Caía una lluvia ligera; sin duda más tarde llegaría con fuerza. El aire estaba lleno de ozono.
Constantin Kalipedes resultó ser un griego mayor y panzudo, con una incipiente barba gris. Llevó a Rhonda y Hank por la fila de habitaciones, dejando atrás puerta tras puerta, hasta llegar a una que estaba abierta. Allí encontraron a la mujer del Sudeste Asiático que era la camarera, y los llevó a todos hasta la habitación 118. Kalipedes sacó la llave maestra, pero Rhonda hizo que se la diese; el a misma abrió la puerta, girando el pomo con la l ave para no alterar las posibles huellas. Era una habitación bastante destartalada, con dos láminas enmarcadas que colgaban torcidas, y un papel pintado azul que se caía por los bordes. Había dos camas dobles, una de las cuales tenía a su lado el tipo de botel a de oxígeno que necesita una persona que sufre de apnea del sueño. Las dos camas estaban desarregladas; era evidente que la camarera no las había hecho cuando hizo su descubrimiento. —¿Dónde está el arma? —preguntó Rhonda. La joven entró en la habitación y señaló. La pistola estaba en el suelo, junto a una maleta.
—Tuve que mover la maleta —dijo con acento cantarín—, para llegar hasta el enchufe, para poder conectar el aspirador. Debía de estar mal cerrada, y la pistola cayó de su interior. Detrás estaba esa caja de madera —señaló.
—Una Glock 9 mm —dijo Hank, mirando a la pistola.
Rhonda examinó la caja. Tenía un interior de espuma negra especialmente recortado al tamaño justo para contener una carabina Intertec Tec—9, una bestia desagradable — esencialmente una ametralladora— como del tamaño del brazo de un hombre. Poseer la pistola era ilegal en Canadá, pero lo más inquietante era que Falsey y Ewell la hubiesen dejado atrás, optando en su lugar por la Tec —9, un arma prohibida incluso en Estados Unidos debido a su cargador de treinta y dos proyectiles. Rhonda se llevó las manos a las caderas y examinó lentamente la habitación. Había dos ceniceros; era una habitación para fumadores. Tenía un conector de datos para un módem, pero no había rastro de un ordenador portátil. Entró en el baño. Dos maquinillas de afeitar y una lata de espuma. Dos cepillos de dientes, uno de ellos muy gastado.
De vuelta a la habitación principal, notó una Biblia cubierta de negro descansando sobre una de las mesas de noche.
—¿Causa probable? —le dijo Rhonda a su compañero.
—Eso diría yo —dijo Hank.
Kalipedes les miraba.
—¿Qué significa eso?
—Significa —dijo Rhonda—, que hay suficientes pruebas superficiales de que se ha cometido un crimen, o está a punto de cometerse, como para permitirnos registrar a conciencia esta habitación sin tener que pedir una orden. Si lo desea, puede quedarse y observar… de hecho, le pediría que lo hiciese. —Habían denunciado al departamento más de una vez, personas que afirmaban que un objeto valioso había desaparecido durante un registro.
Kalipedes asintió, pero se volvió hacia la camarera.
—De vuelta al trabajo —dijo. Ella salió por la puerta.
Rhonda sacó un pañuelo y lo usó cogido entre dos dedos para abrir la gaveta de una de las mesas de noche. En su interior había otra Biblia, en este caso encuadernada en rojo —la típica Biblia de hotel—. Sacó un bolígrafo del bolsillo y lo empleó para abrir las tapas de la Biblia negra. No era de las de hotel, y en su interior decía «C. Falsey» en tinta roja. Miró a la caja de la ametralladora.