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—Nuestros chicos de la Biblia deberían releer la parte que habla de convertir las espadas en arados, digo yo.

Hank gruñó como respuesta y usó su propio bolígrafo para extender los papeles que había sobre el vestidor.

—Mira esto —dijo después de un rato.

Rhonda se acercó. Hank había revelado un mapa de Toronto desplegado. Asegurándose de agarrarlo sólo por los bordes, Hank le dio la vuelta y señaló a la parte que hubiese servido de portada de haber estado plegado. Tenía una pegatina de precio de Barnes and Noble —una cadena de librerías estadounidenses, sin sucursales en Canadá—. Presumiblemente, Falsey y Ewell se habían traído el mapa desde Arkansas. Hank le volvió a dar la vuelta cautelosamente. Era un mapa a todo color con todo tipo de símbolos e indicaciones. Pasó un momento antes de que Rhonda notase el círculo trazado a bolígrafo en el cruce de Kipling con Horner, a menos de dos kilómetros de donde se encontraban ahora.

—Señor Kalipedes —llamó Rhonda. Le indicó que se acercara, cosa que hizo—. Este es su vecindario, señor. ¿Puede decirme qué hay en la intersección de Kipling con Horner?

Se frotó la barbil a cubierta por la barba incipiente y gris.

—Un Mac's Milk, un Mr. Submarine, y un establecimiento de lavado en seco. Oh, sí… y esa clínica que volaron hace poco.

Rhonda y Hank intercambiaron miradas.

—¿Está seguro? —preguntó Rhonda.

—Claro que sí —dijo Kalipedes.

—¡Dios santo! —exclamó Hank, comprendiendo la magnitud del asunto—. Dios santo.

Examinaron el mapa a toda prisa, buscando cualquier otra marca. Había tres más. Una de ellas era un círculo trazado a lápiz alrededor de un edificio representado por un rectángulo rojo en Bloor Street. Rhonda no le tuvo que preguntar a nadie qué era eso. El mismo mapa lo decía en cursiva: Real Museo de Ontario.

También rodeados por un círculo estaban el SkyDome —el estadio donde jugaban los Blue Jays— y el centro de emisiones de la CBC, a unas manzanas al norte del SkyDome.

—Atracciones turísticas —dijo Rhonda.

—Excepto que se llevaron un arma semiautomática —dijo Hank.

—¿Hoy juegan los Jays?

—Sí. Milwaukee está en la ciudad.

—¿Pasa algo en la CBC?

—¿Un domingo? Sé que por las mañanas emiten programas en directo; no estoy seguro de las tardes —Hank miró al mapa—. Además, quizá fueron a otro sitio que no sea ninguno de éstos. Después de todo, no se l evaron el mapa.

—Aun así…

Hank no necesitaba que le aclarasen las consecuencias.

—Sí.

—Iremos al RMO… tienen a ese extraterrestre de visita —dijo Rhonda.

—En realidad no está al í —dijo Hank—. No es más que una transmisión desde la nave nodriza.

Rhonda gruñó para indicar que ya lo sabía. Sacó un móvil del bolsil o.

—Enviaré equipos a la CBC y al SkyDome, y pediré a un par de chicos de uniforme que esperen aquí por si Falsey y Ewell regresan.

Susan me l evó hasta la estación de metro de Downsview como a las tres y media de la tarde; el día estaba nublado, el cielo tenía mal aspecto y amenazaba l uvia. Ricky pasaría el resto del día con los Nguyen —mi joven hijo estaba empezando a apreciar la comida vietnamita.

Los domingos, el metro pasaba lenta e infrecuentemente; ganaría tiempo en el viaje al centro empezando en Downsview en el extremo norte de la línea Spadina en lugar de en North York Centre. Le di un beso de despedida a mi esposa —y el a me lo devolvió durante un buen rato—. Le sonreí. Ella me devolvió la sonrisa.

Luego cogí la bolsa de papel con los bocadillos que me había preparado y me dirigí a la estación, descendiendo por la larga escalera al mundo subterráneo.

Rhonda Weir y Hank Li obtuvieron de Kalipedes las descripciones de Falsey y Ewell. Kalipedes no sabía cuál era cuál, pero uno tenía veintitantos años, era rubio, escuálido, de como metro setenta, con protrusión del maxilar y un corte de pelo militar; el otro tenía treinta y tantos, era unos cinco o diez centímetros más alto, rostro estrecho y pelo castaño. Los dos tenían acento de los estados del sur. Y, evidentemente, uno de ellos podría muy bien estar llevando una ametral adora Tec—9, quizás oculta bajo un abrigo. Aunque el museo estaba abarrotado los domingos —el lugar preferido de los padres divorciados para llevar a los niños— era muy probable que Rhonda y Hank pudiesen localizarlos.

Aparcaron el coche en el pequeño aparcamiento de la Biblioteca Legal Bora Laskin, en el extremo sur del edificio del planetario, y se acercaron al RMO caminando, entrando por la puerta principal y dirigiéndose hacia Raghubir Singh.

Rhonda le mostró la placa y describió a quiénes buscaban.

—Ya estuvieron aquí —dijo Raghubir—. Hace unos días. Dos americanos con acento del sur. Los recuerdo porque uno de el os llamó a Burgess Shale «Bogus Shale». Le hablé de el os a mi mujer cuando volví a casa… se rió mucho.

Rhonda suspiró.

—Bien, entonces es poco probable que hayan vuelto. Aun así, es la única pista que tenemos. Daremos un vistazo si no es problema.

—Claro —dijo Raghubir. Se lo comunicó por radio a los otros guardias de seguridad, haciendo que se uniesen a la búsqueda.

Rhonda volvió a sacar el móvil.

—Weir —dijo—. Los sospechosos estuvieron en el RMO la semana pasada; aun así vamos a dar un vistazo por la posibilidad de que hayan vuelto, pero yo concentraría nuestras fuerzas en el SkyDome y la CBC.

Llegué al museo a las 4:30, entré por la puerta de personal y me dirigí a la exposición de Burgess Shale, simplemente para dar un último vistazo, para asegurarme de que todo estuviese bien antes de la l egada de Hollus y compañía.

Rhonda Weir, Hank Li y Raghubir Singh se encontraron en la Rotonda a las 4:45.

—No hubo suerte —dijo Rhonda—. ¿Tú?

Hank negó con la cabeza.

—Había olvidado lo grande que es este sitio. Incluso si hubiesen vuelto, podrían estar en cualquier parte.

—Tampoco ninguno de mis guardias los ha visto —dijo Raghubir—. Muchos visitantes vienen con los abrigos. Antes teníamos un servicio para dejarlos, pero eso fue antes de los recortes. —Se encogió de hombros—. A la gente no le gusta tener que pagar.

Rhonda miró la hora.

—Es casi la hora de cerrar.

—La entrada para colegios está cerrada los fines de semana —dijo Raghubir. Señaló a un conjunto de puertas de vidrio bajo los ventanales—. Tendrán que salir por las puertas principales.

Rhonda frunció el ceño.

—Probablemente ni siquiera estén aquí. Pero esperaremos fuera por si les vemos salir.

Hank asintió y los dos detectives atravesaron el vestíbulo de las puertas de vidrio. Parecía que iba a ponerse a llover. Rhonda volvió a usar el móvil.

—¿Hay novedades? —preguntó.

Desde el teléfono llegó la voz de un sargento.

—Definitivamente no están en el Centro de Emisión de la CBC.

—Yo apuesto por el SkyDome —le dijo Rhonda al teléfono.

—Nosotros también.

—Iremos hacia allí —colgó el teléfono.

Hank miró el cielo oscuro.

—Espero que l eguemos a tiempo para ver cómo cierran el tejado del estadio —dijo.

J. D. Ewell y Cooter Falsey estaban apoyados contra una pared del color de la sopa de tomate en la Rotonda Inferior; Falsey l evaba una gorra de los Blue Jays de Toronto que había comprado el día anterior cuando fueron a ver un partido al SkyDome. Una voz masculina pregrabada de acento jamaicano surgió del sistema de locución público.