—Damas y caballeros, el museo está cerrado. Por favor, todos los visitantes diríjanse inmediatamente a la salida principal. Les damos las gracias por visitarnos, y les pedimos que regresen. Damas y cabal eros, el museo está cerrado…
Falsey sonrió a Ewell.
El Teatro RMO disponía de cuatro puertas dobles que permitían el acceso, y habitualmente no estaban cerradas. En ocasiones, los visitantes curiosos metían la cabeza entre las puertas, pero si no había nada en ese momento, lo único que veían en una enorme sala a obscuras.
Ewell y Falsey esperaron hasta que la Rotonda Inferior quedó vacía, a continuación bajaron los nueve escalones para entrar en el teatro. Permanecieron inmóviles durante un momento, dejando que los ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Aunque el teatro no disponía de ventanas, todavía quedaba algo de luz: el resplandor rojo de la señal de SALIDA, la luz que penetraba bajo las puertas, y el enorme reloj analógico iluminado situado sobre las puertas, los LEDs rojos de los detectores de humo, y las luces de un panel de control o similar que venía de las cinco ventanitas de la cabina de proyección situada sobre la entrada.
A principios del día, Falsey y Ewell habían aguantado una proyección aparentemente interminable sobre una pequeña canoa tallada en madera con la figura de un nativo canadiense que recorría varias vías fluviales. Pero no le prestaron demasiada atención a la película. En lugar de eso, examinaron la estructura física del auditorio: la presencia de un escenario frente a la pantalla de proyección, el número de filas, la posición de los pasillos, y la localización de las escaleras que llevaban al escenario.
Ahora se dirigieron con rapidez, en medio de la oscuridad, hacia el ligeramente ascendente pasillo izquierdo, encontraron una de las escaleras que llevaban al escenario, subieron los escalones, se deslizaron tras la enorme pantalla de proyección, que colgaba del techo, y penetraron entre bambalinas.
Allá atrás había más luz. A un lado había un pequeño aseo, y alguien había dejado la luz encendida y la puerta entreabierta. Tras la pantalla había varias sillas de modelos diferentes, y gran variedad de equipo de iluminación, soportes para micrófonos, cuerdas como anacondas colgando del techo, y montones de polvo.
Ewell se quitó la chaqueta, revelando la pequeña ametralladora oculta debajo. Cansado de cargar con el a, la dejó en el suelo y luego se sentó en una de las sillas.
Falsey ocupó otra silla, cruzó los dedos tras la cabeza, se recostó, y procedió a esperar con paciencia.
28
Eran ya las 10:00 de la noche y el tráfico, en el centro, se había reducido a casi nada. El transbordador de Hollus descendió en silencio desde el cielo, y no aterrizó como la primera vez frente al planetario sino tras el museo, siguiendo el paseo del Filósofo, un parque de hierba en la Universidad de Toronto que serpenteaba desde Varsity Stadium hasta Hart House. Aunque sin duda más de uno había observado el descenso del transbordador, al menos la nave no era visible desde la calle.
Christine Dorati había insistido en estar presente para la llegada de los alienígenas. Había discutido sobre la mejor forma de ocuparnos de la seguridad y nos habíamos decidido simplemente con mantener las cosas lo más discretas posible; si pedíamos apoyo militar o policial, eso atraería multitudes. A estas alturas no había más que un puñado de locos frecuentando el museo, y ninguno de ellos aparecía a estas horas de la noche —era de conocimiento público que Hollus y yo nos ceñíamos a las horas de oficina.
Las cosas se habían vuelto tirantes entre nosotros desde que Christine había intentado echarme, pero el a sabía que el final estaba próximo. Yo seguía evitando los espejos, pero podía ver la reacción de los demás: los comentarios forzados y carentes de sinceridad sobre mi buen aspecto, mi buena condición física, los apretones de mano carentes de presión, no fuese a ser que mis huesos se rompiesen, los ligeros e involuntarios movimientos de cabeza de aquellos que no me habían visto en semanas cuando apreciaban mi estado actual. Christine iba a conseguir pronto lo que quería.
Había observado el descenso del transbordador situado en el cal ejón entre el RMO y el planetario; el paseo del Filósofo no era el tipo de sitio en el que quisieses encontrarte después de anochecer. Hollus, un segundo forhilnor y dos wreeds descendieron con rapidez de la nave obscura y con forma de cuña. Hollus vestía la misma tela de un azul brillante que llevaba el primer día que nos conocimos; el otro forhilnor estaba ataviado en negro y oro. Los cuatro alienígenas portaban equipos de aspecto bastante elaborado. Me acerqué para saludarles, y luego guié con rapidez al grupo por el cal ejón y al interior del museo por la entrada de personal. Esa entrada se encontraba a nivel de la calle, que en realidad era el sótano del museo (la entrada pública principal tenía un montón de escalones exteriores lo que situaba la mayor parte del piso por encima del nivel de la calle). Allí había un guardia de seguridad, leyendo una revista en lugar de mirar a las imágenes en blanco y negro en constante cambio que ofrecían las cámaras de seguridad.
—Será mejor desconectar las alarmas —le dijo Christine al guardia—. Si vamos a pasar aquí toda la noche, estoy segura de que vagaremos por distintas zonas del edificio. —El guardia asintió y pulsó algunos botones en la consola que tenía delante.
Nos dirigimos al museo en sí, que en su mayor parte estaba a obscuras. Los wreeds l evaban cinturones auxiliares amarillos como los que les había visto antes, pero también l evaban algo más: unos extraños arneses que se cruzaban entre sus cuatro brazos.
—¿Qué es eso? —le pregunté a Hollus, indicando uno de el os.
—Un generador de campo de repulsión; les ayuda a caminar por aquí. La gravedad de la Tierra es mayor que en el mundo natal de los wreeds.
Cogimos el ascensor hasta el primer piso; necesitamos dos viajes para l evar a todos, porque sólo un forhilnor podía entrar en cada grupo. Yo fui con el primero; Hollus, que me había visto operar repetidamente los ascensores, fue en el segundo (me dijo que conseguir que los wreeds comprendiesen que los pisos se podían representar por números hubiese llevado demasiado tiempo de explicación). Los dos wreeds se sintieron especialmente impresionados por los dos tótems gigantes tallados en cedro rojo del oeste. Rápidamente subieron por las escaleras, las que rodeaban los tótems, hasta el tercer piso y luego bajaron de nuevo hasta la planta principal. Luego yo los l evé a todos atravesando la Rotonda hasta la sala de exposiciones Garfield Weston. Mientras caminábamos, Hollus tenía las dos bocas hablando a un kilómetro por minuto, cantando en su lengua nativa. Presumiblemente ejercía de guía para el otro forhilnor y los wreeds.
Me intrigaba el segundo forhilnor, cuyo nombre, se me dijo, era Barbulkan. Era mayor que Hollus, y tenía un brazo decolorado.
Las cerraduras se encontraban en las bases de las grandes puertas de vidrio. Me incliné, gruñendo al hacerlo, usé las llaves y luego tiré de las puertas hasta que llegaron al tope. Entré y encendí las luces. Los otros me siguieron al interior de la sala. Los dos wreeds hablaron en voz baja.
Después de unos momentos parecieron l egar a un acuerdo. Evidentemente, no se tenían que volver para hablar con alguien que estuviese a su espalda, pero uno de ellos, era obvio, le estaba diciendo algo a Hollus: producía sonidos rocosos que, un momento más tarde, fueron traducidos al lenguaje musical de los forhilnores.
Hollus se acercó y se situó junto a mí.
—Están listos para instalar el equipo junto al primer expositor.