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Me adelanté y usé otra l ave en el expositor, soltando la tapa inclinada de vidrio y retirándola. La bisagra se fijó en la posición de máxima abertura. No había posibilidad de que la lámina de vidrio se cerrase de golpe mientras alguien trabajaba —puede que en el pasado los museos no tomasen todas las precauciones con respecto a sus empleados, pero sí lo hacían ahora.

El escáner consistía en un gran soporte de metal del que sobresalían una docena más o menos de brazos articulados que parecían muy complejos, cada uno terminando en una esfera traslúcida del tamaño de una pelota de béisbol.

Uno de los wreeds se ocupaba de extender los brazos —sobre la caja, otros por debajo, más a cada lado— mientras el otro wreed realizaba innumerables ajustes sobre el panel de control iluminado unido al soporte. Parecía no estar contento con los resultados de las lecturas, y seguía ajustando los controles.

—Es una labor delicada —dijo Hollus. Su compatriota permanecía en silencio junto a el a—. Escanear a esta resolución exige un mínimo de vibraciones. —Hizo una pausa—. Esperemos que no tengamos problemas con el tren subterráneo.

—Dejarán de pasar pronto —dijo Christine—. Y aunque en el Teatro RMO se puede sentir el paso del tren, nunca he apreciado que haga vibrar el resto del museo.

—Probablemente no habrá problema —dijo Hollus—. Pero también deberíamos evitar usar el ascensor mientras se realiza el escáner.

El otro forhilnor cantó algo, y Hollus dijo:

—Discúlpennos —a Christine y a mí.

Los dos recorrieron la galería y ayudaron a mover otro elemento del equipo. Estaba claro que operar el escáner no era la especialidad de Hollus, pero era útil como un par de manos extra.

—Extraordinario —Christine, mirando a los alienígenas moviéndose por la galería.

No me sentía con ganas de hablar con ella pero, bien, era mi jefa.

—¿Verdad? —dije, sin demasiadas ganas.

—Sabes —comentó—. Nunca había creído en los alienígenas. Es decir, sé lo que decís los biólogos: la Tierra no tiene nada de especial, debería haber vida por todas partes, blah, blah, blah. Pero aun así, muy en el fondo, creía que estábamos solos en el universo.

Decidí no contradecirla con respecto a que nuestro planeta no tenía nada de especial.

—Me alegra de que estén aquí —dije—. Me alegro de que viniesen a visitarnos.

Christine bostezó con fuerza —todo un espectáculo dado su boca de cabal o, aunque intentó ocultarla con el dorso de la mano—. Se estaba haciendo tarde y no habíamos hecho más que empezar.

—Lo siento —se disculpó cuando hubo terminado—. Me gustaría que Hollus aceptase participar en algún acto público. Podríamos…

En ese momento, Hollus regresó con nosotros.

—Están listos para el primer escáner —dijo—. El equipo funcionará solo, y sería mejor si saliésemos de la habitación para evitar las vibraciones.

Asentí y los seis nos dirigimos a la Rotonda.

—¿Cuánto tiempo l eva el escán?

—Como unos cuarenta y tres minutos para el primer expositor.

—Bien —dijo Christine—, no tiene sentido quedarnos sin hacer nada. ¿Por qué no vamos a ver algunos artefactos del lejano oriente? —Esas exposiciones también estaban en el primer piso, muy cerca de nuestra posición actual.

Hollus habló a los otros tres alienígenas, presumiblemente para obtener su consentimiento.

—Eso estaría bien —dijo, volviéndose hacia nosotros.

Dejé que Christine nos guiase; después de todo, era su museo. Atravesamos la Rotonda en diagonal, pasamos los tótems, y entramos en las galerías T. T. Tsui de Arte Chino (bautizadas en honor al empresario de Hong Kong cuyo donativo las había hecho posible); el RMO tenía la mejor colección de artefactos chinos del mundo occidental. Atravesamos las galerías, con sus expositores l enos de cerámicas, bronces y jades, y entramos en la zona de la Tumba China. Durante décadas, la tumba había estado situada en el exterior, expuesta al clima de Toronto, pero ahora estaba aquí, en el primer piso de las galerías del RMO. La pared exterior era de vidrio, mirando a la reluciente y mojada Bloor Street; al otro lado de la carretera había un Pizza Hut y un McDonald's. El techo era de tragaluces inclinados; las gotas de l uvia los golpeaban.

Los componentes de la tumba —dos arcos gigantes, dos camellos de piedra, dos figuras humanas gigantes, y el enorme túmulo— no estaban circundados por una cuerda de terciopelo. El otro forhilnor, Barbulkan, alargó el brazo para tocar con su mano de seis dedos el arco más cercano. Supuse que si trabajabas mucho por telepresencia, poder tocar realmente las cosas con tus dedos de carne y hueso sería una ocasión especial.

—Estos elementos de la tumba —dijo Christine junto a uno de los camellos de piedra—, los adquirió el museo en 1919 y 1920 a George Crofts, un británico comerciante de pieles y tratante de arte estacionado en Tianjin. Supuestamente provienen de un complejo de tumbas en Fengtaizhuang en la provincia de Hebei y se dice que pertenecían a Zu Dashou, el famoso general de la dinastía Ming, fallecido en 1656 después de Cristo.

Los alienígenas murmuraron entre el os. Claramente estaban fascinados; quizás el os no construyesen monumentos para sus muertos.

—La sociedad china de la época estaba estructurada a partir de la idea de que el universo era un lugar muy ordenado —siguió diciendo Christine—. La tumba y las figuras que tenemos aquí reflejan esa idea de un cosmos estructurado, y…

Al principio pensé que era un trueno.

Pero no lo era.

Un sonido recorría la zona de la tumba, retumbando con fuerza en las paredes de piedra.

Un sonido que antes sólo había oído en televisión y en las películas.

El sonido de disparos rápidos.

Como tontos, corrimos desde la tumba en dirección al sonido. Los forhilnores adelantaron a los humanos con facilidad, y los wreeds ocuparon la última posición. Atravesamos corriendo las galerías T. T. Tsui y penetramos en la Rotonda a obscuras.

El sonido provenía de la sala Garfield Weston, de la exposición Burgess Shale. No podía imaginar a quién disparaban: aparte del guardia de seguridad en la entrada, nosotros éramos las únicas personas en el edificio.

Christine l evaba un móvil encima; ya lo tenía abierto y presumiblemente marcaba 9— 1—1. Otra ráfaga de disparos atravesó el aire y, desde al í, más cerca, pude discernir un sonido adicional más familiar: la roca fragmentándose. De pronto comprendí lo que sucedía. Alguien disparaba a los fósiles de 500 mil ones de años de Burgess Shale, fósiles más allá de todo valor.

Los disparos se apagaron cuando los wreeds llegaron a la Rotonda. No habíamos sido muy discretos: Christine hablaba por el móvil, nuestras pisadas habían resonado en las galerías, y los wreeds, completamente perplejos —quizá nunca hubiesen desarrollado armas de proyectiles— hablaban animadamente entre sí a pesar de mis intentos por acallarles.

Incluso parcialmente ensordecidos por el sonido de sus propios disparos, era evidente que la gente que disparaba a los fósiles había oído el ruido que nosotros mismos habíamos provocado; Primero uno y luego otro salieron de la sala de exposiciones. El que salió primero estaba cubierto de fragmentos de madera y roca, y sostenía una especie de arma semiautomática; una ametralladora, quizás. La apuntó hacia nosotros.

Eso, al fin, fue suficiente para que hiciésemos lo razonable. Nos quedamos inmóviles. Pero miré a Christine y adopté una expresión inquisitiva, preguntándole en silencio si había conseguido hablar con la operadora de emergencias. Asintió, e inclinó el móvil lo justo para que al ver el visor iluminado comprendiese que seguía conectada. Gracias a Dios, la operadora de emergencias había tenido el sentido común de guardar silencio cuando Christine dejó de hablar.