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—Trece. Doce. Once.

—Vale —gritó el agente ETF, con el megáfono—. Vale. Nos vamos. —A esa distancia, no sabía si ese policía mantenía contacto visual con los agentes en los balcones a obscuras. Seguíamos junto al ascensor; no me atrevía a levantar la vista, no fuese a descubrir la presencia de personas en el piso superior.

—Nueve. Ocho. Siete.

Los policías desalojaron el vestíbulo, pasando a la noche obscura. Les vi desaparecer de la vista al descender los escalones de piedra para llegar a la acera.

—Seis. Cinco. Cuatro.

Las luces rojas de los coches patrul a que habían estado barriendo la Rotonda empezaron a alejarse; un juego de luces —presumiblemente del furgón ETF— seguía girando.

—Tres. Dos. Uno.

Miré a Christine. Asintió de forma casi imperceptible; el a también sabía lo que sucedía.

—¡Cero! —dijo Cooter.

—Vale —dijo J. D.—. En marcha.

Yo había pasado los últimos meses preocupándome cómo iba a ser la muerte —pero no había pensado que vería morir a alguien antes de que me tocase a mí—. Mi corazón latía como si fuese uno de los martil os neumáticos que empleábamos para romper los recubrimientos rocosos. A J. D., suponía, sólo le quedaban unos segundos de vida.

Nos dispuso en un semicírculo, como si fuésemos un escudo biológico para él y Cooter.

—Moveos —dijo, y aunque yo le daba la espalda, estaba seguro de que movía el arma de derecha a izquierda, preparándose para abrir fuego si fuese necesario.

Empecé a caminar hacia delante; Christine, los forhilnores y los wreeds hicieron lo mismo. Salimos del saliente que cubría la zona del ascensor, bajamos los cuatro escalones que llevaban a la Rotonda en sí e iniciamos el camino para atravesar el ancho suelo de mármol que l evaba a la entrada.

Juro que primero sentí la salpicadura contra mi cabeza calva y luego oí el ensordecedor disparo desde arriba.

Me di la vuelta. Era difícil saber qué veía; la única luz en la Rotonda era la que venía de la galería George Weston y desde la calle atravesando las puertas de vidrio del vestíbulo y las vidrieras que había encima. La cabeza de J. D. estaba abierta, como un melón, y la sangre lo había cubierto todo, incluyéndome a mí y a los alienígenas. El cadáver cayó hacia delante, hacia mí, y la ametralladora saltó deslizándose por el piso.

Un segundo disparo sonó casi simultáneamente con el primero, pero no estaba del todo sincronizado; quizás en los balcones a obscuras, los dos agentes —parecía que allí arriba había al menos dos— no habían podido verse. Cooter, el de pelo corto, apartó la cabeza justo a tiempo, y de pronto se adelantó, intentando coger el arma de J. D.

Un wreed le cerraba el paso; Cooter le derribó. Con el alienígena tirado y moviéndose, aparentemente el tirador no podía ver a Cooter con claridad.

Yo estaba conmocionado; podía ver cómo la sangre de J. D. me caía desde el cuello. De pronto, el wreed que seguía de pie saltó en el aire. Sabía que l evaba un dispositivo para andar con comodidad bajo la gravedad de la tierra; no había comprendido que tenía la fuerza suficiente para permitirle volar.

El otro forhilnor dio una patada a la ametral adora, enviándola más lejos. Cooter siguió intentando alcanzarla. El wreed caído se estaba poniendo en pie. Mientras tanto, el wreed volador se había elevado a tres metros sobre el suelo.

Cooter l egó hasta el arma y se echó de lado disparando hacia los balcones obscuros. Apretó el gatil o repetidamente, lanzando un arco de plomo. Las balas golpearon grabados en piedra de 90 años de antigüedad, enviando una lluvia de restos sobre nuestras cabezas.

El otro wreed también se lanzó al aire. Yo intenté situarme tras uno de los segmentos de pared individuales que definían parcialmente los límites de la Rotonda. Hollus se movía con rapidez —pero iba en dirección opuesta, y pronto, para mi asombro, llegó hasta el más alto de los dos tótems—. Flexionó las seis patas y dio un salto para recorrer la corta distancia entre la escalera y el tótem, envolviéndolo con sus miembros. Y luego empezó a trepar por el tótem. Pronto desapareció; podría estar incluso en el tercer piso. Me alegré de que aparentemente estuviese a salvo.

—Vale —gritó Cooter con su acento, mientras apuntaba la ametralladora hacia Christine, el segundo forhilnor y yo. Se notaba el pánico en su voz—. Vale. Que no se mueva nadie.

Ahora había policía ocupando sus antiguos lugares en el vestíbulo, policías en los balcones, dos wreeds volando alrededor de la Rotonda como ángeles enloquecidos, un forhilnor de pie a mi lado, Christine al otro, y el cadáver de J. D. sangrando sobre la estrella de mármol del suelo de la Rotonda, haciéndolo resbaladizo.

—Ríndete —dijo Christine a Cooter—. ¿No comprendes que estás rodeado?

—¡Cállate! —gritó Cooter. Estaba claro que sin J. D. no era nada—. Cállate de una puta vez.

Y luego, para mi asombro, escuché el familiar tono doble. El proyector de holoforma que, como siempre, llevaba en el bolsillo, señalaba que estaba a punto de activarse.

Cooter se había retirado bajo el saliente de los balcones; ya no podía ver a los tiradores, lo que significaba que el os tampoco podían verle a él. Una imagen de Hollus comenzó a manifestarse agitándose, a tamaño completo, casi indistinguible de la Hollus real. Cooter se volvió; estaba aterrado y no pareció darse cuenta de que el forhilnor desaparecido se había unido de pronto a nosotros.

—Cooter —dijo el simulacro de Hollus, avanzando con valor—. Mi nombre es Hollus. — Cooter apuntó de inmediato la ametralladora en su dirección, pero la forhilnor siguió reduciendo la distancia que los separaba. Todos empezamos a retroceder. Podía ver que los policías del vestíbulo estaban confusos; aparentemente Hollus se había interpuesto entre el os y Cooter—. Todavía no le has dado a nadie —dijo Hollus, con palabras que parecían los latidos de corazones gemelos—. Has visto lo que le sucedió a tu socio; no permitas que te l egue el mismo destino.

Hice movimientos con mis manos que esperaba que los otros pudiesen ver en la oscuridad: quería que se dispersasen de forma que ninguno de nosotros se encontrase en la misma línea que conectaba a Cooter con Hollus.

—Dame el arma —dijo Hollus. Ahora se encontraba a cuatro metros de Cooter—. Entrégala y saldrás de aquí con vida.

—¡Atrás! —gritó Cooter.

Hollus siguió aproximándose.

—Dame el arma —repitió.

Cooter agitó violentamente la cabeza.

—Lo único que quería hacer era demostrar que lo que los científicos os decían no era cierto.

—Lo comprendo —dijo Hollus, dando otro paso al frente—. Y estaré encantada de escucharte. Simplemente dame el arma.

—Sé que creéis en Dios —dijo Cooter—. Pero no habéis sido salvados.

—Escucharé lo que desees decirme —dijo Hollus, avanzando un centímetro—, pero sólo después de que entregues el arma.

—Que se vayan todos los policías —dijo Cooter.

—No van a irse. —Otro adelanto de seis pies hacia el hombre.

—No te acerques más, o dispararé —dijo Cooter.

—No quieres dispararle a nadie —dijo Hollus, aún avanzando—, y menos aún a un camarada creyente.

—Juro que te mataré.

—No lo harás —dijo Hollus, acercándose aún más.

—¡Atrás! ¡Te lo advierto!

Los seis pies se acercaron.

—Que Dios me perdone —dijo Cooter y…

… y apretó el gatil o.

Y las balas salieron del arma…

Y entraron en el simulacro Hollus…

Y los campos de fuerza que componían el cuerpo simulado ralentizaron las balas, retardando más y más su movimiento, hasta que salieron por el otro lado. Siguieron volando por la Rotonda, recorriendo otros dos metros más o menos en una trayectoria parabólica que las hizo caer repiqueteando sobre el suelo de piedra.