La primera ráfaga de Betelgeuse ya había afectado la red telefónica de larga distancia basada en satélites, y por tanto supongo que no debería haberme sorprendido que el avatar apareciese y desapareciese periódicamente, a medida que la cacofonía electromagnética de Orión interfería con la comunicación entre la Hollus real sobre el Ecuador y su representante holográfico en Toronto.
—Me gustaría poder estar con Susan —dije, mirando a la forhilnor al otro lado de mi mesa, cubierta de asuntos sin terminar.
Para mi asombro, Hollus levantó la voz —algo que no le había oído hacer antes.
—Al menos es probable que veas a tu familia antes del final. ¿Crees que estás lejos de casa? Yo ni siquiera puedo hablar con mis hijos. Si Betelgeuse golpea la Tierra con tanta fuerza, también golpeará Beta Hydri III. Ni siquiera puedo enviar por radio una despedida a Kassold y Pealdon; no sólo hay demasiada interferencia, sino que la señal de radio no l egaría hasta ellos hasta dentro de veinticuatro años.
—Lo lamento —dije—. No estaba pensando.
—No, no lo hacías —me respondió, saltándole incluso baba holográfica de la boca izquierda. Pero después de un momento, se calmó un poco—. Mis disculpas —dijo—. Es sólo que amo tanto a mis hijos. Saber que ellos, que toda mi especie, van a morir…
Miré a mi amiga. Ya l evaba tanto tiempo alejada de su mundo, alejada durante años de lo que sucediese en su hogar. Su hijo e hija eran adultos cuando se marchó a su gran tour de ocho sistemas estelares, pero ahora —ahora, estaban en su mediana edad, quizá siendo biológicamente más viejos que la misma Hollus, porque el a había viajado a velocidades relativistas durante la mayor parte de su periplo.
En realidad, peor aún, ya que lo pensaba. Betelgeuse se encontraba en el cielo norte de la Tierra; Beta Hydri en el sur, lo que significa que la Tierra se encontraba entre las dos estrel as. Pasarían varios años antes de que el brillo incrementado de Betelgeuse fuese visible desde Beta Hydri III, pero no había forma de enviar una advertencia a ese mundo; nada podía llegar antes que los furiosos fotones de Betelgeuse que estaban ya de camino.
Hollus intentaba visiblemente recuperar la compostura.
—Vamos —dijo al fin, agitando poco a poco el torso, deliberadamente—. Bien podríamos salir al exterior y ver el espectáculo.
Y así lo hicimos, tomando el ascensor para bajar y saliendo por la puerta de personal. Nos quedamos de pie en el exterior sobre el mismo trozo de cemento sobre el que había aterrizado originalmente el transbordador de Hollus.
Por lo que yo sabía, la forhilnor y sus colegas estaban situando la nave para obtener la mayor seguridad. Pero su simulacro estaba conmigo, frente al RMO, bajo la sombra del planetario abandonado, mirando al cielo. Incluso la mayor parte de los peatones miraban al cuenco cerúleo en lugar de al extraño alienígena con aspecto de araña.
Betelgeuse era claramente visible desde la calle hacia Queen's Park; se encontraba como a un tercio del cielo sudeste. Era inquietante ver a una estrella brillar de día. Intenté imaginarme al resto de la forma de Orión contra el fondo azul, pero no tenía ni idea sobre su orientación a esta hora del día.
Otros miembros del personal y algunos visitantes también habían salido del museo, reuniéndose con la creciente multitud a este lado de la calle. Y, después de unos minutos, el astrónomo Donald Chen, el muerto viviente, surgió de la salida de personal y se acercó para unirse a nosotros, otros muertos vivientes.
El Telescopio Espacial Hubble había sido, lógicamente, orientado de inmediato a Betelgeuse. Se obtenían imágenes mucho mejores desde la nave de Hollus, la Merelcas, y éstas se enviaban para ser compartidas libremente con la gente de la Tierra. Incluso antes de que la estrella hubiese iniciado su expansión, los telescopios de la nave nodriza habían podido resolver Betelgeuse como un disco rojo afectado por puntos fríos y moteado con zonas convectivas más calientes, todo rodeado por una magnífica corona colorada.
Pero ahora, esa diáfana atmósfera exterior había salido despedida en una explosión fenomenal, y la estrella en sí se expandía con rapidez, hinchándose a muchas veces su diámetro normal —aunque como Betelgeuse era una estrel a variable, se hacía difícil precisar cuál era exactamente su diámetro normal—. Pero, claro, nunca antes había alcanzado esas proporciones. Una concha blanco amarilla de gas supercaliente, un plasma letal, se expandía hacia fuera desde el disco hinchado, lanzándose en todas direcciones.
Desde el suelo, a la luz del día, lo único que podíamos ver era un brillante punto de luz, llameando y titilando.
Pero los telescopios de la nave espacial mostraban más.
Mucho más.
Increíblemente más.
A través de el os, uno podía ver otra explosión agitando la estrel a —l egó a inclinarse ligeramente en los campos de visión de los telescopios— y más plasma saliendo al espacio.
Y luego lo que pareció ser un pequeño desgarrón vertical —de bordes irregulares, sus lados manchados con penetrante energía blanco azulada— se abrió a una corta distancia a la derecha de la estrel a. El desgarrón se hizo mayor, más irregular, y luego…
… y luego, una sustancia más obscura que el espacio mismo empezó a salir del desgarrón, fluyendo de él. Era viscosa, casi como si del otro lado estuviese rezumando alquitrán, pero…
Pero, claro, no había «otro lado» —no había forma en que un agujero pudiese aparecer en la pared del universo, dejando de lado mi fantasía de agarrar el espacio en sí y retirarlo como si fuese la puerta de una tienda de campaña—. El universo, por definición, se contenía a sí mismo. Si la obscuridad no venía del exterior, entonces el desgarrón debía de ser un túnel, un agujero de gusano, una unión, una deformación, una puerta estelar, un atajo. Algo que conectaba dos puntos del cosmos.
La masa negra siguió fluyendo. Tenía bordes definidos; las estrellas se volvían invisibles a medida que su perímetro pasaba frente a ellas. Asumiendo que realmente estuviese cerca de Betelgeuse, debía ser enorme; el desgarrón debería tener más de cien millones de kilómetros de longitud, y el objeto que salía de él varias veces esa distancia en su diámetro. Evidentemente, como era algo completa y absolutamente negro, sin reflejar ni radiar ninguna luz, no tenía espectro que analizar por efecto Doppler, y no habría forma fácil de realizar un estudio para determinar la distancia del objeto.
Pronto, toda la masa había pasado por el desgarrón. Tenía una estructura de mano — una masa central con seis apéndices distintivos—. Tan pronto como estuvo libre, el roto en el espacio se cerró y desapareció.
La moribunda Betelgeuse se contraía de nuevo, cayendo sobre sí misma. Lo que había sucedido hasta ahora, dijo Donald Chen, no era más que el preámbulo. Cuando el gas descendente golpease el núcleo de hierro por segunda vez, la estrella estallaría de verdad, l ameando con tal brillo que incluso nosotros —a cuatrocientos años luz de distancia— no deberíamos mirarla directamente.
El objeto negro se movía por el firmamento girando como una rueda con radios, como si —no podía ser; no, no podía ser— sus seis extensiones se apoyasen en la misma estructura del espacio. El objeto se movía hacia el disco en contracción de Betelgeuse. La perspectiva era compleja de elucidar —no fue hasta que uno de los miembros de la obscuridad tocó, y luego cubrió, el borde del disco que quedó claro que el objeto estaba al menos ligeramente más cerca de la Tierra que de Betelgeuse.