Mientras la estrel a seguía colapsando tras ella, la obscuridad se interpuso aún más entre allí y aquí, hasta que pronto hubo eclipsado por completo Betelgeuse. Desde el suelo, todo lo que podíamos ver era que la estrel a superbrillante había desaparecido; Sol ya no tenía un rival en el cielo diurno. Pero a través de los telescopios de la Merelcas, la forma negra era claramente visible, una mancha de tinta de múltiples brazos sobre el fondo de estrel as. Y luego…
Y luego Betelgeuse debió de hacer lo que Chen había dicho, explotando tras la obscuridad, con más energía que 100 millones de soles. Visto desde los mundos al lado opuesto, la gran estrella debe de haber l ameado terriblemente, una erupción de luz cegadora y calor abrasador, acompañado de rugidos de ruido de radio. Pero desde la perspectiva de la Tierra…
Desde la perspectiva de la Tierra, todo estaba oculto. Aun así, la mancha de tinta pareció saltar hacia delante, hacia los ojos de los telescopios, como si la hubiesen golpeado desde atrás, su masa central expandiéndose para l enar más campo de visión al acercarse. Los seis brazos, mientras tanto, estaban hacia atrás, como los tentáculos de un calamar visto desde el frente.
Fuese lo que fuese ese objeto, soportó lo peor de la explosión, protegiendo a la Tierra —y presumiblemente también a los mundos de forhilnores y wreeds— de la embestida que de otra forma hubiese destruido la capa de ozono de cada uno de esos mundos.
De pie en el exterior del RMO, no sabíamos qué había sucedido —todavía no, no entonces—. Pero lentamente se hizo la luz del entendimiento, aunque no la de la supernova. De alguna forma, los tres mundos se habían salvado.
La vida continuaría. Increíblemente, afortunadamente, milagrosamente, la vida seguiría.
Al menos para algunos.
31
Finalmente l egué a casa esa noche; a los refugiados en el metro les llegó la noticia de que, de alguna forma, el desastre se había evitado. A las ocho de la noche pude coger un tren abarrotado en dirección a la estación Union; lo cogí a pesar de que tuve que permanecer de pie todo el trayecto hasta casa. Quería ver a Susan, ver a Ricky.
Susan me abrazó con tal fuerza que me hizo daño, y Ricky me abrazó también, y todos nos fuimos al sofá y Ricky se sentó en mis rodillas, y nos abrazamos más, una familia.
Más tarde Susan y yo l evamos a Ricky a la cama, y le di un beso de buenas noches, mi niño, mi hijo, al que amaba con todo mi corazón. Con tantas cosas alterando su vida recientemente, era demasiado joven para comprender lo que había pasado hoy.
Susan y yo nos sentamos en el sofá, y a las 10:00 vimos las imágenes tomadas por los telescopios de la Merelcas, emitidas como historia principal en The National. Peter Mansbridge tenía un aspecto más adusto que de costumbre mientras relataba lo cerca que la Tierra estuvo de su fin. Después de mostrar el metraje, Donald Chen del RMO se unió a él en el estudio —el Centro de Emisión de la CBC estaba más o menos al sur del museo— para explicar en detal e lo que había sucedido, y para confirmar que la anomalía (ésa fue la palabra empleada por Don) negra seguía interpuesta entre la Tierra y Betelgeuse, protegiéndola.
Mansbridge concluyó la entrevista diciendo:
—Supongo que a veces tenemos suerte —se volvió hacia la cámara—. En otras noticias de hoy…
Pero no había más noticias —ninguna que importase lo más mínimo, ninguna que se pudiese comparar con lo sucedido hoy.
«A veces tenemos suerte», había dicho Mansbridge. Pasé un brazo sobre los hombros de Susan, la acerqué a mí, sentí el calor de su cuerpo, olí la fragancia de su champú. Pensé en el a, y, por una vez, no en el poco tiempo que nos quedaba sino de los momentos maravillosos que habíamos compartido en el pasado.
Mansbridge tenía razón. En ocasiones, efectivamente, tenemos suerte.
Al día siguiente, en el metro de camino al museo, me vino una revelación completa.
Pasó más de una hora desde que llegué a mi despacho hasta la aparición del avatar de Hollus. Estuve inquieto todo el tiempo, esperándola.
—Buenos días, Tom —dijo—. Me gustaría disculparme por la dureza de mis palabras de ayer. Fueron…
—No te preocupes por eso —dije—. Todos nos volvemos un poco locos cuando nos damos cuenta de que vamos a morir —no hice una pausa, no le permití recuperar el control de la conversación—. Olvídate de eso. Pero mira, esta mañana se me ocurrió algo, mientras venía en metro, encerrado allí con toda esa gente. ¿Qué hay del arca? ¿Qué hay de esa nave enviada desde Groombridge 1618 a Betelgeuse?
—Con toda seguridad quedó incinerada —dijo Hollus. Sonaba triste—. El primer espasmo de la estrella moribunda sería suficiente.
—No —dije—. No fue eso lo que sucedió —agité la cabeza todavía aturdido por la enormidad—. Maldición, debí haberlo comprendido antes… y él también.
—¿Quién? —preguntó Hollus.
No le respondí, todavía no.
—Los nativos de Groombridge no abandonaron su planeta —dije—. Se fueron a un mundo virtual, como los otros.
—No encontramos ningún paisaje de advertencia en la superficie de su mundo —dijo Hollus—. ¿Y por qué, entonces, iban a enviar una nave a Betelgeuse? ¿Propones que contenía a un grupo que no deseaba trascender?
—Nadie iría a vivir a Betelgeuse; como dijiste, simplemente no es adecuada. Y cuatrocientos años luz es un camino terriblemente largo sólo para obtener un empuje gravitatorio. No, estoy seguro de que la nave que detectasteis no tenía ni pasajeros ni tripulación; todos los nativos de Groombridge siguen en su planeta natal, viviendo en un mundo de realidad virtual. Lo que los nativos de Groombridge enviaron a Betelgeuse fue una nave no tripulada que contenía un catalizador de algún tipo… algo para provocar la explosión de supernova.
Los pedúnculos de Hollus dejaron de moverse.
—¿ Provocar ? ¿ Por qué ?
Me dolía la cabeza; la idea era excesiva. Miré a la forhilnor.
—Para esterilizar todos los mundos en esta parte de la galaxia —dije—. Para eliminar toda la vida. Si vas a enterrar algunos ordenadores y luego transferir tu consciencia a esos ordenadores, ¿cuál sería tu mayor temor? Que alguien pasase por al í y desenterrase los ordenadores, dañándolos o destruyéndolos. En muchos de los mundos visitados por tu nave espacial, se crearon paisajes de aviso para evitar que se desenterrase lo que había debajo. Pero en Groombridge, decidieron hacerlo aún mejor. Intentaron asegurarse de que nadie, ni siquiera alguien de una estrella cercana, pudiese pasar por allí e interferir con ellos. Sabían que Betelgeuse, la mayor estrella del espacio local, acabaría convirtiéndose en supernova. Y por tanto aceleraron las cosas algunos milenios, enviando un catalizador, una bomba, un dispositivo que provocó la explosión de supernova tan pronto como l egó. —Hice una pausa—. De hecho… de hecho, es por eso por lo que todavía podíais ver la l ama de fusión de la nave, aunque ya casi había llegado a Betelgeuse. Evidentemente, nunca se viró para frenar. En lugar de eso, se lanzó directamente al corazón de la estrel a, desencadenando la explosión de supernova.
—Eso es… es monstruoso —dijo Hollus—. Es completamente egoísta.
—Vaya si lo es —dije—. Evidentemente, los nativos de Groombridge no podían saber con seguridad que hubiese otras formas de vida en otros planetas. Después de todo, alcanzaron la inteligencia aislados… dijiste que el arca llevaba viajando cinco mil años. Podría haberles parecido, simplemente, una precaución prudente; no estaban seguros de que en realidad estuviesen eliminando otras civilizaciones. —Hice una pausa—. O quizá no les importase nada. Quizá pensaron que eran el pueblo elegido de Dios y que él había puesto Betelgeuse allí mismo para que lo usasen de tal forma.