Christine se volvió hacia los dos policías para ver si tenían alguna objeción. Se miraron el uno al otro e intercambiaron encogimientos de hombros.
—Bien, no podemos meter más gente aquí arriba —dijo Christine—. La oficina de Tom no da más de sí. —Se volvió hacia Hollus—. ¿Le importaría bajar de nuevo a la Rotonda?
Hollus se movió de arriba abajo, pero no creo que fuese una muestra de acuerdo.
—Estoy deseoso de iniciar mis investigaciones —dijo.
—En algún momento tendrá que hablar con ellos —le respondió Christine—. Mejor sería que se lo quitase ahora de encima.
—Muy bien —dijo Hollus, sonando terriblemente renuente.
El policía más grueso habló al micrófono que l evaba en la hombrera del uniforme, presumiblemente comunicándose con alguien en la comisaría. Mientras tanto, todos marchamos por el pasil o hacia el ascensor. Tuvimos que bajar en dos turnos: Hollus, Christine y yo en el primero; Indira y los dos policías en el segundo. Les esperamos en la planta baja, luego nos dirigimos al vestíbulo abovedado del museo.
CITY-TV llama a sus cámaras —todos jóvenes y modernos— «videógrafos». Había uno esperando, cierto, así como una buena multitud de espectadores, formando un círculo aguardando el regreso del alienígena. El videógrafo, un nativo canadiense de pelo negro atado en una coleta, se adelantó. Christine, siempre la política, intentó meterse frente a la cámara, pero él no quería más que grabar a Hollus desde todos los ángulos posibles — CITY-TV era famosa por lo que mi cuñado l ama «experiencias extra-corporales».
Noté que uno de los policías tenía la mano sobre la pistolera; supongo que sus supervisores le habían indicado que protegiesen al alienígena a toda costa.
Finalmente, se agotó la paciencia de Hollus.
—«Seguro» «que» «ya» «es» «suficiente» —le dijo al tipo de la CITY-TV.
Que el alienígena supiese hablar inglés pasmó a la multitud; la mayoría había l egado después de que Hollus y yo hubiésemos hablado en el vestíbulo. De pronto, el videógrafo comenzó a acribil ar al alienígena con preguntas:
—¿De dónde viene? ¿Cuál es su misión? ¿Cuánto tiempo ha necesitado para l egar aquí?
Hollus hizo lo posible por responder —aunque nunca mencionó a Dios— pero, después de unos minutos, dos hombres vestidos con trajes azules entraron en el campo de visión, uno negro y el otro blanco. Observaron al alienígena durante un rato y luego el blanco se adelantó para decir.
—Disculpe —tenía acento quebecois.
Aparentemente Hollus no le oyó; siguió respondiendo las preguntas del videógrafo.
—Discúlpeme —repitió el hombre en voz más alta.
Hollus se hizo a un lado.
—Perdóneme —dijo el alienígena—. ¿Desea pasar?
—No —dijo el hombre—. Quiero hablar con usted. Pertenecemos al Servicio Canadiense de Seguridad e Inteligencia; me gustaría que viniese con nosotros.
—¿Adonde?
—A un lugar más seguro, donde pueda hablar con la gente adecuada. —Hizo una pausa—. Hay un protocolo para estas cosas, aunque l evó unos minutos encontrarlo. El primer ministro ya está de camino al aeropuerto de Ottawa, y estamos a punto de notificárselo al presidente de Estados Unidos.
—No, lo lamento —dijo Hollus. Sus pedúnculos hicieron un recorrido completo, mirando al vestíbulo octogonal y a toda la gente antes de regresar a los agentes federales—. He venido aquí a realizar investigaciones paleontológicas. Estaré encantado de decirle hola a su primer ministro, claro, si se deja caer por aquí, pero la única razón por la que he revelado mi presencia es para hablar con el doctor Jericho, aquí presente. —Me señaló con uno de los brazos, y el videógrafo viró la cámara para grabarme a mí. He de confesar que me sentí bastante hinchado.
—Lo lamento, señor —dijo el hombre franco-canadiense del SCSI—. Pero realmente tenemos que hacerlo así.
—No me está escuchando —dijo Hollus—. Me niego a ir. Estoy aquí para realizar un trabajo importante y deseo seguir haciéndolo.
Los dos agentes del SCSI se miraron. Al final habló el negro; tenía un acento ligeramente jamaicano.
—Mire, se supone que debe usted decir, «Lléveme ante su líder». Se supone que debe querer conocer a las autoridades.
—¿Por qué? —preguntó Hollus.
Los agentes volvieron a intercambiar miradas.
—¿Por qué? —repitió el blanco—. Porque así es como se hace.
Los dos ojos de Hollus convergieron en el hombre.
—Sospecho que tengo más experiencia que ustedes en estas situaciones —dijo en voz baja.
El agente federal blanco sacó un arma.
—Realmente debo insistir —dijo.
Los dos policías entraron en acción.
—Tendremos que ver alguna identificación —dijo el más corpulento de los dos policías.
El agente negro lo hizo; yo no tenía ni idea de cómo día ser una identificación del SCSI, pero los agentes de policía se dieron por satisfechos.
—Ahora —dijo el negro—. Por favor, venga con nosotros.
—Estoy bastante seguro de que no usarán el arma —dijo Hollus—, por lo que sin duda se hará como yo digo.
—Tenemos órdenes —dijo el agente blanco.
—Sin duda es así. Y sin duda sus superiores comprenderán que no pudieron ejecutarlas. —Hollus señaló al videógrafo, que se volvía loco intentando cambiar la cinta—. La grabación mostrará que insistieron, que yo me negué, y ése será el fin del asunto.
—Ésta no es forma de tratar a un invitado —gritó una mujer desde la multitud. Parecía ser un sentimiento popular: varias personas repitieron la afirmación.
—Intentamos proteger al alienígena —dijo el hombre blanco del SCSI.
—Y una mierda —dijo un visitante del museo—. He visto Expediente X. Si sale de aquí con ustedes, ninguna persona normal volverá a verle.
—¡Déjenle en paz! —añadió un hombre mayor con acento europeo.
Los agentes miraron al videógrafo, y el negro le señaló una cámara de seguridad al blanco. Sin duda deseaban que nada de eso estuviese siendo grabado.
—Con toda amabilidad —dijo Hollus—, no van a salirse con la suya.
—Pero, bien, sin duda no tiene ninguna objeción a que haya un observador presente, ¿no? —dijo el agente negro—. Alguien que se asegure de que no sufre daño.
—No tengo preocupaciones por esa parte —le dijo Hollus.
Christine dio un paso al frente en ese momento.
—Soy la presidenta y directora del museo —dijo a los dos hombres del SCSI. A continuación se volvió hacia Hollus—. Estoy segura de que comprenderá que nos gustaría tener un registro, una crónica, de su visita. Si no le importa, nos gustaría que al menos un cámara les acompañase a usted y al doctor Jericho. —El tipo de la CITY-TV se adelantó; quedaba muy claro que se ofrecería voluntario con toda alegría.
—Pero sí me importa —dijo Hollus—. Doctora Dorati, en mi mundo sólo se somete a vigilancia constante a los criminales; ¿aceptaría usted que alguien la vigilase durante todo el día mientras trabaja?
—Bien, yo… —dijo Christine.
—Ni yo tampoco —dijo Hollus—. Agradezco su hospitalidad, pero… usted —señaló al videógrafo—. Usted es un representante de los medios de comunicación; permítame que haga una petición. —Hollus hizo una pausa de un segundo mientras el nativo canadiense ajustaba el ángulo de la cámara—. Busco acceso sin trabas a una colección amplia de fósiles —dijo Hollus, hablando en voz alta—. A cambio, compartiré información que mi pueblo ha reunido, cuando considere que es apropiado y justo. Si hay otro museo que me ofrezca lo que busco, de buena gana me presentaré allí. Simplemente…
—No —dijo Christine, corriendo—. No, eso no será necesario. Cooperaremos en todo lo que podamos.