—Nada —dije— me es más difícil que irme. —No tenía sentido decirle que quería que me recordase así, cuando realmente quería que me recordase como era un año antes, con veinticinco kilos más, con una cabeza razonablemente cubierta de pelo. Pero, aun así, ahora estaba mejor de lo que estaría dentro de poco.
—Entonces no te vayas, papá.
—Lo lamento, colega. Lo lamento, de verdad.
Ricky era tan bueno como cualquier chico de su edad para rogar y engatusar, para quedarse tarde o conseguir el juguete que quería, para conseguir comer más caramelos. Pero, aparentemente, comprendía que ninguna de esas tretas iban a valerle esta vez, y le amé aún más por su sabiduría de seis años.
—Te quiero, papá —dijo, con lágrimas en la cara.
Me incliné, levantándole de la silla, llevándole hasta mi pecho, abrazándole.
—Yo también te quiero, hijo.
La nave de Hollus, la Merelcas, no se parecía a nada de lo que yo hubiese podido esperar. Me había acostumbrado a las naves espaciales de las películas, l enas de detal es en los cascos. Pero esta nave tenía una superficie perfectamente lisa. Consistía en un bloque rectangular a un extremo y un disco perpendicular al otro, unidos por dos largos puntales tubulares. El conjunto era de un verde suave. No podía distinguir la proa. Es más, era imposible obtener una idea de la escala; no había nada que pudiese reconocer —ni siquiera ventanas—. La nave podría haber tenido unos pocos metros de largo, o varios kilómetros.
—¿Qué tamaño tiene? —le pregunté a Hollus, que flotaba ingrávida junto a mí.
—Como un kilómetro —dijo—. La parte en forma de bloque es el módulo de propulsión; los puntales son habitats para la tripulación… uno para forhilnores y otro para wreeds. Y el disco en el extremo es una zona común.
—Gracias de nuevo por l evarme con vosotros —dije. Me temblaban las manos por la emoción. En los años ochenta, se había hablado de enviar algún día a un paleontólogo a Marte, y había fantaseado con que fuese yo. Pero claro, querrían un especialista en invertebrados; nadie creía en serio que hubiese habido vertebrados en el planeta rojo. Si Marte tuvo un ecosistema, como afirmaba Hollus, probablemente sólo duró algunos cientos de mil ones de años, desapareciendo cuando se perdió demasiada atmósfera en el espacio.
Aun así, hay un grupo llamado la Fundación Pide Un Deseo que intenta cumplir los últimos deseos de niños enfermos terminales; no sé si hay un grupo equivalente para adultos enfermos terminales, y, para ser sinceros, no estoy seguro de qué hubiese deseado si me hubiesen dado la oportunidad. Pero esto valdría. ¡Vaya si valdría!
La nave siguió creciendo en la pantalla. Hollus había dicho que había sido encubierta, de alguna forma, durante más de un año, haciéndola invisible para observadores terrestres, pero ya no había necesidad de eso.
Una parte de mí deseaba que hubiese ventanas —tanto aquí en el transbordador como en la Merelcas—. Pero aparentemente no las había en ninguno de los dos; los dos cascos eran continuos. En lugar de eso, las imágenes del exterior se transmitían a pantallas del tamaño de una pared. En un momento dado me había acercado y no pude discernir ni píxeles, líneas de barrido o parpadeo. Las pantallas eran tan buenas como verdaderas ventanas de vidrio —es más, en muchos aspectos eran mejores—. La superficie no emitía ningún tipo de reflejo y, evidentemente, podían acercar y alejar la imagen, mostrar la vista de otra cámara, o mostrar cualquier información que se desease. Quizás en ocasiones la simulación sea mejor que la realidad.
Nos acercamos más y más. Finalmente, pude ver algo sobre el casco verde de la nave: algo escrito, en amaril o. Había dos líneas: una en un sistema de formas geométricas —triángulos, cuadrados y círculos, algunos con puntos orbitando— y la otra de líneas onduladas que parecían vagamente arábicas. Había visto marcas como las primeras en el proyector de holoforma de Hollus, así que asumí que correspondían al lenguaje forhilnor; el otro debía de ser la escritura de los wreeds.
—¿ Qué dicen ? —pregunté.
—«Este lado hacia arriba»—respondió Hollus.
La miré boquiabierto.
—Lo lamento —dijo—. Un chiste. Es el nombre de la nave.
—Ah —dije—. Merelcas, ¿no? ¿Qué significa?
—«Bestia vengativa de destrucción en masa» —respondió Hollus.
Tragué con fuerza. Supongo que parte de mí había estado esperando uno de esos momentos de «¡Es un libro de cocina!».
—Lo lamento —dijo de nuevo—. No pude resistirme. Significa «Viajero Estelar» o algo similar.
—No es muy inspirado —dije, esperando no estar insultando a nadie.
Los pedúnculos de Hollus se separaron a su distancia máxima.
—Lo decidió un comité.
Sonreí. Igual que el nombre de la Galería de los Descubrimientos en el RMO. Volví a mirar a la nave. Mientras había atendido a Hollus, había aparecido una abertura en un lado; no tenía ni idea si se había abierto como un iris o era un panel que se había deslizado. La abertura estaba bañada en una luz blanco amarilla y, en su interior, pude ver otros tres transbordadores en forma de cuña.
El nuestro siguió acercándose.
—¿Dónde están las estrel as?—pregunté.
Hollus me miró.
—Esperaba ver la estrellas en el espacio.
—Oh —dijo—. El resplandor del Sol y la Tierra las ahoga —cantó unas palabras en su propia lengua, y en la pantal a aparecieron las estrel as—. El ordenador ha incrementado el brillo aparente de cada una de las estrellas, de forma que ahora son visibles. —Señaló con el brazo izquierdo—. ¿Ves esa línea en zigzag de ahí? Es Casiopea. Justo bajo la estrella central están Mu y Eta Cassiopeae, dos de los lugares que visité antes de venir aquí. — Las estrellas señaladas mostraron de repente círculos a su alrededor generados por ordenador—. ¿Y ves esa mancha debajo? —Apareció otro círculo obediente—. Ésa es la galaxia de Andrómeda.
—Es hermosa —dije.
Pero pronto, la Merelcas ocupó por completo el campo de visión. Aparentemente, todo era automático; exceptuando el ocasional comando cantado, Hollus no había hecho nada desde que entramos en el transbordador.
Se produjo un sonido metálico, conducido por el casco del transbordador, al conectar con un adaptador de enganche en la pared más alejada de la bahía abierta. Hollus golpeó el mamparo con sus cuatro pies y voló lentamente hacia la puerta. Intenté seguirla, pero comprendí que me había alejado demasiado de la pared; no podía l egar para golpearla.
Hollus reconoció mi problema, y sus pedúnculos volvieron a moverse de risa. Maniobró de vuelta y me alargó una mano. La tomé. Era efectivamente la Hollus de carne y hueso; no hubo pinchazos de estática. Volvió a empujar el mamparo y los dos volamos hacia la puerta, que obedientemente se abrió al aproximarnos.
Esperándonos había otros tres forhilnores y dos wreeds. Era fácil distinguir a los forhilnores —cada uno l evaba una tela de diferente color envuelta alrededor del torso—, pero los wreeds tenían un aspecto terriblemente similar.
Pasé tres días explorando la nave. La iluminación era toda indirecta; no podías ver los elementos. Las paredes, y gran parte del equipo, eran de color cian. Asumí que para wreeds y forhilnores, ése, no muy alejado del color del cielo, se consideraba neutral; lo usaban al í donde los humanos empleaban el beige. Una vez visité el habitat wreed, pero tenía un olor a moho que me resultó desagradable; pasé la mayor parte de mi tiempo en el módulo común.
Contenía dos centrífugos concéntricos que rotaban para simular la gravedad; el exterior estaba ajustado a las condiciones en Beta Hydri III, y el interior simulaba las de Delta Pavonis II.