Los cuatro pasajeros de la Tierra —yo; Qaiser, la mujer esquizofrénica; Zhu, el viejo cultivador de arroz chino; y Huhn, el gorila de dorso plateado— disfrutamos contemplando el fabuloso espectáculo de la Tierra, una gloriosa esfera de sodalita pulida, quedándose atrás mientras la Merelcas iniciaba su viaje —aunque Huhn, evidentemente, en realidad no comprendía lo que veía.
Menos de un día después pasamos la órbita de la luna. Mis compañeros de viaje y yo nos encontrábamos ahora más alejados en el espacio de lo que jamás lo hubiese estado nadie de nuestro planeta —y aun así sólo habíamos cubierto menos que una diez mil milésima parte de la distancia total que tendríamos que atravesar.
Intenté repetidamente mantener conversaciones con Zhu; inicialmente desconfiaba de mí —más tarde me dijo que yo era el primer occidental que había visto—, pero el hecho de que yo hablase mandarín acabó haciendo que cediese. Aun así, supongo que revelé mi ignorancia más de una vez durante nuestras charlas. Me era fácil comprender por qué yo, un científico, quisiese ir a las proximidades de Betelgeuse; me era más difícil comprender por qué un viejo granjero desearía hacer lo mismo. Y Zhu era realmente viejo —ni siquiera él mismo estaba seguro de cuándo había nacido, pero no me hubiese sorprendido que fuese antes de finales del siglo XIX.
—Voy —dijo Zhu—, en busca de la Iluminación —hablaba despacio, en susurros—. Busco prajna, conocimiento puro y sin condiciones —me miró con ojos acuosos—. Dandart —ése era el nombre del forhilnor con el que se había relacionado— dice que el universo ha sufrido una serie de nacimientos y muertes. Eso mismo le sucede al individuo hasta conseguir la Iluminación.
—¿Así que es la religión la que te guía en este viaje? —pregunté.
—Es todo —dijo Zhu, simplemente.
Sonreí.
—Esperemos que el viaje valga la pena.
—Estoy seguro de que así será —dijo Zhu, con una expresión sosegada en el rostro.
—¿Estás segura de que no es peligroso? —le dije a Hollus, mientras flotábamos hacia la sala donde me pondrían en congelación criogénica.
Sus pedúnculos se agitaron.
—Estás volando por el espacio a lo que tú dirías que es a toda leche, en dirección hacia una criatura que posee una potencia casi inconcebible… ¿y te preocupa si el proceso de hibernación es seguro?
Reí.
—Bien, si lo expresas de tal forma…
—Es seguro; no te preocupes.
—No te olvides de despertarme cuando l eguemos a Betelgeuse.
Hollus podía mostrarse perfectamente seria cuando quería.
—Me escribiré una nota.
Susan Jericho, con ahora sesenta y cuatro años, estaba sentada en el estudio de la casa en Ellerslie. Habían pasado casi diez años desde la partida de Tom. Claro está, si se hubiese quedado en la Tierra, llevaría muerto casi una década. Pero en lugar de eso, presumiblemente seguía con vida, congelado, suspendido, viajando a bordo de una nave espacial alienígena, y no reviviría hasta dentro de 430 años.
Susan comprendía todo eso. Pero la escala le daba dolor de cabeza —y hoy era día de celebraciones, no de dolor—. Hoy era el decimosexto cumpleaños de Richard Blaine Jericho.
Susan le había dado lo que más quería —la promesa de pagarle el carné de conducir y, después de que se lo hubiese sacado, la promesa aún mayor de comprarle un coche—. La indemnización del seguro había sido grande; el coste del coche era una preocupación menor. Great Canadian Life había intentado no pagar; dijeron que Tom Jericho realmente no estaba muerto. Pero cuando los periodistas se apropiaron de la noticia, GCL recibió tal rapapolvo que el presidente de la compañía se disculpó públicamente y entregó en mano el cheque de medio mil ón de dólares a Susan y a su hijo.
Un cumpleaños era siempre algo especial, pero Susan y Dick —¿a quién se le hubiese ocurrido pensar que Ricky crecería deseando que le l amasen de esa forma?— volverían a estar de celebraciones en un mes. El cumpleaños de Dick nunca había tenido la resonancia adecuada para Susan, ya que no había estado presente en su nacimiento. Pero dentro de un mes, en julio, sería el decimosexto aniversario de la adopción de Dick, y ése era un recuerdo que Susan apreciaba.
Cuando Dick l egó a casa del colegio —estaba terminando el décimo curso en Northview Heights— Susan tenía dos regalos más para él. Primero, una copia del diario de su padre del periodo que pasó con Hollus. Y segundo, una copia de la cinta que Tom preparó para su hijo; había hecho que la pasasen de VHS a DVD.
—Guau —dijo Dick. Era alto y musculoso, y Susan estaba enormemente orgullosa de él—. No sabía que papá hubiese dejado un vídeo.
—Me pidió que esperase diez años antes de dártelo —dijo Susan. Se encogió de hombros—. Supongo que quería que fueses lo suficiente mayor para comprenderlo. Dick levantó la caja, sopesándola en la mano, como si así pudiese descubrir sus secretos. Estaba claramente ansioso por verlo.
—¿Podemos verlo ahora?—dijo. Susan sonrió.
—Claro.
Fueron al salón, y Dick lo metió en el reproductor. Y los dos se sentaron en el sofá y vieron la forma de Tom, demacrada y asolada por la enfermedad, volver a la vida.
Dick había visto algunas fotografías de Tom de esa época —estaban en un libro de prensa que Susan había recortado de los periódicos que cubrían la visita de Hollus a la Tierra y la posterior partida de Tom—. Pero nunca había visto con tanto detalle lo que el cáncer le había hecho a su padre. Susan le vio retroceder un poco al comenzar las imágenes.
Pero pronto, lo único que había en la cara de Dick era atención, atención embelesada, al oír cada palabra.
Al final, los dos se limpiaron las lágrimas de los ojos, lágrimas por el hombre al que siempre querrían.
34
Oscuridad total.
Y calor, lamiéndome por todos lados.
¿Era el infierno? ¿Era…?
Pero no. Claro que no. Tenía un terrible dolor de cabeza, pero mi mente comenzaba a centrarse.
Un clic alto, y luego…
Y luego la tapa de la unidad de criopreservación se hizo a un lado. El ataúd oblongo, destinado a un wreed, fue depositado en el suelo, y Hollus estaba a horcajadas encima, con los seis pies en estribos para evitar salir volando, sus patas delanteras inclinadas, y sus pedúnculos descendiendo para mirarme.
—«Hora» «de» «levantarse», «amigo» «mío» —dijo.
Sabía lo que se suponía que debían decir en una situación como ésta; había visto cómo Khan Noonien Singh lo hacía.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté.
—Más de cuatro siglos —contestó Hollus—. Ahora estamos en el año de la Tierra 2432.
«Así de fácil», pensé. Habían pasado más de 400 años, sin que yo fuese consciente. Así de fácil.
Fueron inteligentes instalando las criocámaras fuera de los centrífugos; dudo mucho que hubiese podido sostener mi propio peso. Hollus alargó su mano derecha, y yo hice lo propio con la izquierda para agarrarla; la sencilla banda de oro en mi dedo anular parecía no haber cambiado por la congelación y el paso del tiempo. Hollus me ayudó a salir del ataúd cerámico; a continuación dejó escapar los pies de los estribos y flotamos libremente.
—La nave ha dejado de desacelerar —dijo—. Casi estamos en lo que queda de Betelgeuse.
Estaba desnudo; por alguna razón, me avergonzaba que la alienígena me viese de esa forma. Pero mis ropas me esperaban; me vestí con rapidez —una camisa azul y un par de pantalones suaves y de color caqui, veteranos de muchas excavaciones.
Tenía problemas para enfocar, y la boca seca. Hollus debió anticiparlo; tenía un bulbo traslúcido lleno de agua listo para mí. Los forhilnores jamás enfriaban el agua, pero en ese momento no me importaba —lo último que necesitaba era algo frío.