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—¿Deberían hacerme un chequeo? —pregunté después de haberme metido el agua en la boca.

—No —dijo Hollus—. Todo es automático; tu salud ha estado sometida a examen continuo. Estás… —se detuvo; estoy seguro de que iba a decir que estaba bien, pero los dos sabíamos que eso no era cierto—. Estás igual que antes de la congelación.

—Me duele la cabeza.

Hollus movió sus miembros de una forma extraña; después de un segundo comprendí que era la flexión que hubiese hecho subir y bajar su torso si no estuviésemos en gravedad cero.

—Sin duda experimentarás varios dolores durante un día o dos; es natural.

—Me pregunto cómo estará la Tierra —dije.

Hollus cantó en dirección al monitor de pared más cercano. Después de unos momentos, apareció una imagen ampliada: un disco amaril o, con el tamaño aparente de una moneda sostenida a un brazo de distancia.

—Tu sol —dijo el a. Luego señaló un objeto más obscuro, como de un sexto del diámetro del sol—. Y ése es Júpiter, con aspecto algo rechoncho desde esta perspectiva. —Hizo una pausa—. A esta distancia, es difícil resolver la Tierra en luz visible, aunque si miras una imagen de radio, la Tierra supera al sol en muchas frecuencias.

—¿Todavía? —dije—. ¿Todavía emitimos radio después de tanto tiempo? —Eso sería maravilloso. Significaría…

Hollus guardó silencio durante un momento, quizá sorprendida de que no comprendiese.

—No sé. La Tierra está a 429 años luz; la luz que nos llega ahora muestra el sistema solar tal y como era poco después de nuestra partida.

Asentí con tristeza. Claro. Mi corazón comenzó a desbocarse, y mi visión se hizo más borrosa. Al principio pensé que algo había salido mal al revivirme, pero no era eso.

Estaba pasmado; no me había preparado para lo que estaba sintiendo.

Seguía con vida.

Mis ojos se centraron en el diminuto disco amarillo, luego se desplazaron al anillo dorado que me rodeaba el dedo. Sí, seguía con vida. Pero mi amada Susan no. Sí, con toda seguridad, el a ya no estaba viva.

Me pregunté qué tipo de vida habría l evado después de mi partida. Esperaba que hubiese sido feliz.

¿Y Ricky? ¿Mi hijo, mi maravilloso hijo?

Bien, estaba aquel doctor al que entrevistaron en la CTV, el que dijo que el primer humano que viviría por siempre era probable que ya hubiese nacido. Quizá Ricky siguiese con vida, y tuviese —¿ cuántos ?— 438 años.

Pero suponía que las probabilidades eran remotas. Era más probable que Ricky hubiese crecido para convertirse en el hombre que estaba destinado a ser, y hubiese trabajado y amado, y ahora…

Y ahora hubiese desaparecido.

Mi hijo. Casi con toda seguridad le había sobrevivido. Se supone que eso no le pasa a un padre.

Sentí las lágrimas saliendo de mis ojos; lágrimas que ni una hora antes habían estado congeladas, lágrimas que se congregaban, a falta de gravedad, cerca de los conductos. Me las limpié.

Hollus comprendía el significado de las lágrimas humanas, pero no me preguntó por qué lloraba. Sus propios hijos, Pealdon y Kassold, también debían de estar muertos con toda seguridad. Flotó pacientemente junto a mí.

Me pregunté si Ricky habría dejado hijos, nietos y bisnietos; me sorprendió pensar que era fácil que yo ahora tuviese quince o más generaciones de descendientes. Quizás el apel ido Jericho todavía resonase…

Y me pregunté si el Real Museo de Ontario todavía existía, si habían vuelto a abrir el planetario, o si, de hecho, el viaje espacial barato para todos había convertido finalmente, como debía ser, a esa institución en algo redundante.

Me pregunté si Canadá seguiría existiendo, ese gran país al que amaba tanto.

Más aún, claro, me pregunté si la humanidad seguía existiendo, si habíamos evitado el golpe al final de la ecuación de Drake, si habíamos evitado volarnos con armas nucleares. Antes de mi partida las habíamos tenido durante unos cincuenta años; ¿habíamos resistido la tentación de usarlas durante ocho veces ese tiempo?

O quizás… /

Era lo que habían elegido los nativos de Epsilon Indi.

Y los de Tau Ceti.

Y también los de Mu Cassiopeae A.

Por no mencionar a los de Sigma Draconis.

E incluso esos seres amorales de Groombridge 1618, los cabrones arrogantes que habían volado Betelgeuse.

Todos el os, si yo tenía razón, habían trascendido al dominó mecánico, un mundo virtual, un paraíso generado por ordenador.

Y a estas alturas, con cuatro siglos de avances tecnológicos adicionales, seguro que el Homo sapiens tenía la capacidad de hacer lo mismo.

Quizá lo hubiese hecho. Quizás.

Miré a Hollus, flotando frente a mí: la Hollus real, no el simulacro. Mi amiga, en carne y hueso.

Quizá la humanidad hubiese seguido el ejemplo de los nativos de Mu Cassiopeae A, volando la Luna, dotando a la Tierra de unos anillos que harían sombra a los de Saturno; evidentemente, nuestra luna es relativamente más pequeña que la de los casiopeianos así que contribuye menos a la regeneración del manto. Aun así, quizás ahora mismo hubiese una señal de advertencia extendiéndose sobre alguna región geológicamente estable de la Tierra.

Volvía a flotar libremente, demasiado lejos de cualquier pared; tenía tendencia a hacerlo. Hollus maniobró en mi dirección y me agarró la mano.

Esperaba que la humanidad no hubiese trascendido. Esperaba que la humanidad fuese, bien, todavía humana —todavía caliente, biológica y real.

Pero no había forma de saberlo.

¿Y seguía al í esa entidad, esperándonos, después de más de cuatro siglos?

Sí.

Oh, quizá no hubiese rondado por al í todo ese tiempo; quizás había calculado cuándo l egaríamos, y mientras tanto había ido a ocuparse de otros asuntos. Mientras la Merelcas recorría 429 años luz un pelín por debajo de la velocidad de la luz, la visión frontal había pasado a la invisibilidad ultravioleta; la entidad podría haber desaparecido durante gran parte de ese tiempo.

Y, claro, quizá no fuese en realidad Dios; quizá fuese una forma de vida extremadamente avanzada, algún representante de una especie antigua pero totalmente natural. O quizá fuese en realidad una máquina, un enjambre masivo de entidades nanotecnológicas; no había razón que impidiese que una tecnología avanzada no pareciese orgánica.

Pero ¿dónde trazas la línea? Algo —alguien— estableció los parámetros fundamentales del universo.

Alguien había intervenido en al menos tres mundos durante un periodo de 375 mil ones de años, un periodo dos millones de veces mayor que el par de siglos que las especies inteligentes parecen sobrevivir en estado corpóreo.

Y alguien había salvado ahora a la Tierra, Delta Pavonis II y Beta Hydri III de la explosión de una estrel a supergigante, absorbiendo en algunos momentos más energía de la producida por todas las estrellas de la galaxia, y haciéndolo sin quedar destruido en el proceso.

¿Cómo defines a Dios? ¿Debe ser omnisciente? ¿Omnipotente? Como dicen los wreeds, ésas no son más que abstracciones, y posiblemente inalcanzables. ¿Debe definirse a Dios de tal forma que lo sitúe más al á del alcance de la ciencia?

Siempre había creído que no había nada más allá del alcance de la ciencia.

Y todavía lo creo.

¿Dónde trazas la línea?

Aquí mismo. Para mí, la respuesta estaba aquí mismo.

¿Cómo defines a Dios?

De esta forma. Un Dios que yo podría comprender, al menos en potencia, sería infinitamente más interesante y revelador que uno que desafiase toda comprensión.