Otro alienígena se encontraba en Burundi, viviendo con un grupo de gorilas en la montaña, quienes parecían haberle aceptado sin problemas.
Un tercero se había convertido en adjunto de un defensor público en San Francisco y se le veía sentado en los procesos.
Un cuarto estaba en China, aparentemente pasando el tiempo con un cultivador de arroz en una villa remota.
Un quinto estaba en Egipto, participando en una excavación arqueológica cerca de Abu Simbel.
Un sexto se encontraba en el norte de Pakistán, examinando flores y árboles.
A otro se le veía paseando por los viejos campos de la muerte de Alemania, correteando por la plaza de Tiananmen, y visitando las ruinas de Kosovo.
Y, por suerte, uno se había ofrecido en Bruselas para hablar con los medios informativos del mundo. Parecía hablar con fluidez inglés, francés, japonés, chino (tanto mandarín como cantones), hindi, alemán, español, holandés, italiano, hebreo y algunos idiomas más (y se las arreglaba para imitar los acentos británicos, escocés, de Brooklyn, tejano, jamaicano y otros, dependiendo de con quién hablase).
Aun así, un número interminable de gente quería hablar conmigo. El número de teléfono que teníamos Susan y yo no aparecía en la guía. Lo habíamos pedido unos años antes, después de que algunos fanáticos empezasen a acosarme tras un debate público en el que participé con Duane Gish del Instituto de Investigación Creacionista. Aun así, tuvimos que desconectar el teléfono; había empezado a sonar tan pronto como apareció la noticia. Pero para mi sorpresa y alivio, conseguí dormir bien toda la noche.
Al día siguiente, había una multitud enorme frente al museo cuando salí del metro alrededor de las 9:15 de la mañana; el museo no abriría al público hasta cuarenta y cinco minutos después, pero esas personas no querían ver las exposiciones. Llevaban pancartas que decían: «¡Bienvenidos a la Tierra!», «¡Llevadnos con vosotros!» y «¡Poder alienígena!».
Uno de la multitud me vio, gritó y me señaló, y la gente empezó a moverse en mi dirección. Por suerte, me encontraba a poca distancia de las escaleras que llevaban desde el metro hasta la entrada de personal del RMO, y entré antes de que pudiesen acosarme.
Fui corriendo a mi oficina y coloqué el proyector de holoforma, del tamaño de una pelota de golf, en medio del escritorio. Como cinco minutos más tarde, pitó dos veces, y Hollus —o en cualquier caso, su proyección holográfica— apareció frente a mí. Hoy llevaba algo distinto alrededor del torso: era de color salmón con hexágonos negros, y estaba sujeta no por un disco enjoyado sino por un alfiler de plata.
—Me alegra verle de nuevo —dije. Temía, a pesar de lo que había dicho el día anterior, que no regresase.
—«Sí» «es» «per» «mi» «si» «ble» —dijo Hollus—, «a» «pa» «re» «ce» «ré» «día» «na» «men» «te» «a» «es» «ta» «ho» «ra».
—Eso sería genial —dije.
—Evidentemente, establecer que las fechas de las cinco extinciones masivas coincidan en los tres mundos habitados no es más que el comienzo de mi trabajo.
Pensé en ello y asentí. Incluso si uno aceptaba la hipótesis de Dios de Hollus, tener desastres simultáneos en mundos diferentes sólo demostraba que Dios había tenido una serie de ataques de ira.
El forhilnor siguió hablando.
—Quiero estudiar los pequeños detal es del desarrollo evolutivo relacionados con las extinciones masivas. Superficialmente parece que cada extinción estaba diseñada para empujar a las formas de vida supervivientes hacia una dirección específica, pero deseo confirmarlo.
—Bien, entonces, deberíamos empezar a examinar los fósiles justo antes y justo después de cada extinción —dije.
—Exactamente —dijo Hollus, sus pedúnculos se agitaban con entusiasmo.
—Venga conmigo —le pedí.
—Debe llevarse el proyector si debo seguirle —dijo Hollus.
Asentí, sin haberme acostumbrado todavía a la idea de la telepresencia, y cogí el pequeño objeto.
—Funcionará perfectamente si se lo mete en el bolsil o —dijo.
Así lo hice, y luego lo guié hasta la sala de colecciones del departamento de paleobiología, en el sótano del Centro de Conservadores; para llegar al í no teníamos que salir a ninguna de las zonas públicas del museo.
La sala de colecciones estaba llena de armarios de metal y estantes abiertos que contenían fósiles preparados así como incontables fundas de yeso de campo, algunas todavía sin abrir medio siglo después de que se hubiesen traído al museo.
Empecé a abrir cajones que contenían los cráneos de peces sin mandíbula del Ordovícico. Hollus los examinó, manejándolos con cuidado. Los campos de fuerzas proyectados por la unidad de holoforma parecían definir un espacio sólido que se ajustaba exactamente a la forma física aparente del alienígena. Nos tropezamos un par de veces al movernos por los pasil os estrechos de la sala de colecciones, y mis manos lo tocaron varias veces al pasarle fósiles. Sentí un cosquilleo de estática cuando su forma proyectada tocaba mi piel, la única indicación de que en realidad no estaba allí.
Mientras examinaba los extraños cráneos sólidos, comenté que tenían un aspecto bastante alienígena. A Hollus pareció sorprenderle ese comentario.
—«Sien» «to» «cu» «no» «si» «dad» «por» «su» «con» «cep» «to» «de» «la» «vi» «daa» «lie» «ni» «ge» «na».
—Pensé que ya lo sabían todo con respecto a eso —contesté, sonriendo—. Sondas anales y demás.
—Llevamos como un año viendo sus emisiones de televisión. Pero sospecho que tienen cosas más interesantes que no he visto.
—¿Qué han visto?
—Un programa sobre un profesor y su familia que son todos extraterrestres.
Me llevó un momento reconocerlo.
—Ah —dije—. Cosas de marcianos. Una comedia.
—Es una opinión —dijo Hollus—. También hemos visto el programa sobre dos agentes federales que persiguen extraterrestres.
—Expediente X —dije.
Golpeó los ojos como señal de asentimiento.
—Me resultó frustrante. Hablan continuamente de alienígenas, pero casi nunca se les ve. Fue más instructiva una producción gráfica sobre humanos juveniles.
—Necesito más pistas —dije.
—Uno de ellos se llama Cartman —dijo Hollus.
Reí.
—South Park. Me sorprende que no hiciesen las maletas y se volviesen a casa después de verlo. Pero sí, claro, puedo mostrar mejores ejemplos —di un vistazo alrededor. Al otro extremo, atravesando las series de microfósiles del Plioceno pude ver a un estudiante graduado—. ¡ Abdus!—grité.
El joven levantó la vista, sorprendido. Le indiqué que se acercase.
—¿Sí, Tom? —dijo al llegar hasta nosotros, aunque tenía los ojos fijos en Hollus, no en mí.
—Abdus, ¿podrías darte un salto hasta Blockbuster y conseguirme unos vídeos? —Los estudiantes graduados son útiles para muchas cosas—. Conserva el recibo, y Dana te lo reembolsará.
La petición era tan extraña que Abdus dejó de mirar al alienígena.
—Eh, claro —dijo—. Por supuesto.
Le indiqué lo que buscaba y se fue.
Hollus y yo seguimos mirando los especímenes del Ordovícico hasta el mediodía, y luego nos fuimos a mi despacho. Supuse que en cualquier lugar del universo la inteligencia requeriría un metabolismo alto. Aun así, pensé que al forhilnor podría irritarle que yo tuviese que almorzar (y que se irritase aún más al ver que después de interrumpir nuestro trabajo casi no comía nada). Pero él comió cuando lo hice yo —aunque él realmente almorzaba en su nave nodriza, en órbita sobre Ecuador—. Era extraño: su avatar, que aparentemente duplicaba los movimientos que realizaba su cuerpo real, hizo los gestos de transferir comida a su ranura alimenticia —una ranura horizontal en la parte alta del torso a través de un hueco en la tela—. Pero la comida en sí era invisible, lo que daba la impresión de que Hollus era un Marcel Marceau extra-terrestre que imitaba el proceso de comer.