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En lo alto de las escaleras, el alienígena volvió a quedar momentáneamente desconcertado. Probablemente vivía en un mundo típico de ciencia ficción, lleno de puertas que se apartaban automáticamente. Estaba encarado con la fila exterior de puertas de vidrio; se abrían usando tiradores tubulares, pero él no parecía comprender ese hecho. Segundos después de su llegada, salió un muchacho, sin saber al principio lo que sucedía, dejando escapar un grito de asombro al ver al extraterrestre. El alienígena tomó con calma la puerta abierta con uno de los miembros —empleaba seis para caminar, y dos adyacentes como brazos— y se las arregló para penetrar en el vestíbulo. A poca distancia tenía una segunda pared de puertas de vidrio; esa cámara de aire intermedia permitía que el museo controlase la temperatura interior. Como ya conocía el funcionamiento de las puertas terrestres, el alienígena abrió una de las puertas interiores y entró con un correteo en la Rotonda, el enorme vestíbulo octogonal del museo; era un símbolo tan característico del RMO que la revista trimestral para socios se llamaba Rotonda en su honor.

A la izquierda de la Rotonda se encontraba la Sala de Exposición Garfield Weston, que se usaba para exhibiciones especiales; en esos momentos contenía la exposición dedicada a Burgess Shale que yo había ayudado a preparar. Las dos mejores colecciones del mundo de fósiles de Burgess Shale se encontraban en el RMO y en el Smithsonian; pero normalmente ninguna de las instituciones los exponía al público. Yo había conseguido una combinación temporal de ambas colecciones para ser expuesta primero en el RMO y luego en Washington.

El ala del museo a la derecha de la Rotonda solía albergar nuestra desaparecida y lamentada Galería de Geología, pero ahora contenía la tienda de regalos y la cafetería; uno de los muchos sacrificios que el RMO había realizado bajo la administración de Christine Dorati para convertirse en una «atracción».

En todo caso, la criatura se desplazó con rapidez hasta el otro extremo de la Rotonda, entre el mostrador de admisión y el mostrador de servicios a socios. Ahora bien, tampoco presencié esta parte de primera mano, pero todo quedó grabado por una cámara de seguridad, lo que es una suerte porque, de lo contrario, nadie se lo hubiese creído. El alienígena se acercó sigilosamente hasta el guardia de seguridad de chaqueta azul — Raghubir, un sij de gran aspecto pero simpático que llevaba toda la vida en el RMO— y le dijo en un inglés perfecto:

—Perdóneme. Me gustaría ver a un paleontólogo.

Raghubir abrió como platos los ojos marrones, pero se relajó con rapidez. Más tarde confesó que había pensado que se trataba de una broma. Se ruedan muchas películas en Toronto y, por alguna razón, gran cantidad de series de ciencia ficción, incluyendo, a lo largo de los años, Gene Roddenberry's Earth: Final Conflict, Ray Bradbury Theater, y la revivida Twilight Zone. Asumió que era un tío con un traje especial o un muñeco de animatrónica.

—¿Qué tipo de paleontólogo? —dijo, con seriedad, siguiendo la broma.

El torso esférico del alienígena se sacudió una vez.

—Uno amable, supongo.

En el vídeo se puede ver al pobre Raghubir intentando contener una sonrisa sin demasiado éxito.

—Quiero decir, ¿invertebrados o vertebrados?

—¿Los paleontólogos no son todos humanos? —preguntó el alienígena. Hablaba de forma extraña, pero ya llegaremos a eso—. ¿No son todos, por tanto, vertebrados?

Juro por Dios que todo esto está grabado.

—Por supuesto, todos son humanos —dijo Raghubir. Se había producido una pequeña acumulación de visitantes y, aunque la cámara no lo mostraba, aparentemente muchas personas miraban hacia el suelo de mármol de la Rotonda desde los balcones interiores del piso superior—. Pero algunos se especializan en fósiles vertebrados y otros en invertebrados.

—Oh —dijo el alienígena—. Me parece una distinción artificial. Cualquiera de ellos me vale.

Raghubir levantó un teléfono y marcó mi extensión. En el Centro de Conservadores, oculto tras la horrorosa Galería Inco Limited de Ciencias Terrestres —la manifestación modélica de la visión de Christine para el RMO— respondí al teléfono:

—Jericho —dije.

—Doctor Jericho —dijo la voz de Raghubir, con su acento característico—, hay alguien aquí que desea verle.

Ahora bien, ir a ver un paleontólogo no es como visitar al presidente de una gran empresa; claro, nos gustaría más que se pidiese cita, pero somos funcionarios… trabajamos para los contribuyentes. Aun así:

—¿Quién es?

Raghubir hizo una pausa.

—Creo que será mejor que venga y lo vea por sí mismo, doctor Jericho.

Bien, el cráneo de Troödon que Phil Currie había enviado desde el Tyrrell había esperado pacientemente durante setenta mil ones de años; podía esperar un poquito más.

—Ahora mismo voy.

Abandoné la oficina y me dirigí al ascensor, pasando la Galería Icon —Dios, cómo odio esa cosa, con sus insultantes murales de dibujitos, gigantescos volcanes falsos y suelos temblorosos—, atravesé la Galería Currelly, salí a la Rotonda y…

Y…

Dios.

Dios santo.

Me detuve de golpe.

Es posible que Raghubir no pudiese distinguir entre un cuerpo de carne y hueso y un traje de goma, pero yo sí. La cosa que esperaba pacientemente junto al mostrador de admisión era, sin duda, un ente biológico auténtico. En mi interior no tenía ni la más mínima duda. Era una forma de vida…

Y…

Y yo había estudiado la vida en la Tierra desde sus orígenes, en lo más lejano del Precámbrico. A menudo había visto fósiles que representaban nuevas especies o nuevos géneros, pero nunca había visto un animal a gran escala que representase todo un phylum nuevo.

Hasta ese momento.

La criatura, con toda seguridad, era una forma de vida y, con la misma seguridad, no había evolucionado en la Tierra.

Dije al principio que parecía una araña gigante; ésa fue la primera descripción dada por la gente en la acera. Pero era más compleja. A pesar de la semejanza superficial con un arácnido, el alienígena aparentemente tenía un esqueleto interno. Los miembros estaban cubiertos de piel burbujeante sobre músculos abultados; no eran las patas larguiruchas con exoesqueleto de un artrópodo.

Pero todo vertebrado terrestre moderno tiene cuatro miembros (o, como en el caso de las serpientes y las ballenas, habían evolucionado a partir de criaturas que los tenían), y cada miembro termina en no más de cinco dedos. Era evidente que los antepasados de ese ser habían nacido en otro océano, en otro mundo: tenía ocho miembros, dispuestos radialmente alrededor de un cuerpo central, y dos de los ocho se habían especializado en servir de manos, terminando en seis dedos de tres articulaciones.

Me palpitaba el corazón y tenía problemas para respirar.

Un alienígena.

Y, sin ninguna duda, un alienígena inteligente. El cuerpo esférico del alienígena quedaba escondido por ropas; lo que parecía una única tira larga de brillante tela azul, enrol ada repetidamente alrededor del torso, cada espiral pasando entre dos miembros, lo que permitía que las extremidades sobresaliesen. La tela estaba sujeta entre los brazos por un disco enjoyado. Nunca me ha gustado llevar corbata, pero me había acostumbrado a anudármelas y podía hacerlo sin mirarme en el espejo (lo que en esos días estaba bien); era probable que al alienígena no le resultase más incómodo ponerse la tela cada mañana.

También, proyectándose por entre las aberturas en la tela, había dos tentáculos estrechos que podrían ser ojos —bolas iridiscentes—, cada uno cubierto por una sustancia dura y cristalina. Esos pedúnculos serpenteaban lentamente de un lado a otro, acercándose y luego separándose. Me pregunté cómo sería la percepción de profundidad de la criatura sin una distancia fija entre los ojos.