—¿Qué?—pregunté.
La voz de Chen sonaba tensa.
—He estado repasando los datos de supernovas que Hollus envió, especialmente los relativos a la emisión de rayos gamma. Para la última supernova, la de 1987, tenemos datos malísimos; se produjo antes de que tuviésemos un satélite especializado en observaciones de rayos gamma… Compton no voló hasta 1991. Los únicos datos de rayos gamma que tenemos para Supernova 1987A eran del satélite Solar Maximun Mission, y no se diseñó para observaciones extra-galácticas.
—¿Y?
—Así que la emisión de rayos gamma de una supernova es mucho mayor de lo que pensábamos; los datos de Hollus lo demuestran.
—¿Y? —dije—. ¿Qué significa todo eso? —Miré a Hollus, que se agitaba con extrema rapidez; nunca la había visto tan trastornada.
Chen dejó escapar un largo suspiro, el sonido retumbando en la línea telefónica.
—Significa que nuestra atmósfera se va a ionizar. Significa que la capa de ozono va a desaparecer. —Hizo una pausa—. Significa que todos vamos a morir.
Ricky Jericho se hallaba a muchos kilómetros al norte del RMO, en el patio de la escuela pública Churchill. Se encontraba en pleno descanso de noventa minutos para comer; algunos de sus compañeros iban a casa para almorzar, pero Ricky comía en la escuela en una sala donde dejaban que los niños viesen Los picapiedra en la CFTO. Después de terminar con el sandwich de mortadela y la manzana, había ido a la hierba. Había varios profesores recorriendo el lugar, acabando con las peleas, consolando rodil as desol adas y haciendo todas esas cosas que deben hacer los profesores. Ricky miró al cielo. Allá arriba había algo que brillaba mucho.
Atravesó la zona de juegos y buscó a una profesora.
—Señorita Cohan —dijo, tirándole de la falda—. ¿Qué es eso?
Ella empleó una mano para proteger los ojos y miró en la dirección que le indicaba.
—No es más que un avión, Ricky.
Ricky Jericho no era de los que contradecían a sus profesores. Pero negó con la cabeza.
—No, no lo es —dijo—. No puede serlo. No se mueve.
Mi mente era un remolino, y mis intestinos se habían convertido en un nudo. Empezaba un nuevo día, no sólo en Toronto, sino para toda la Vía Láctea. Es más, incluso observadores en galaxias lejanas con toda seguridad observarían el brillo creciente una vez que hubiese pasado el tiempo suficiente para que la luz llegase hasta ellos. Era imposible de imaginar. Betelgeuse se estaba convirtiendo en supernova.
Pasé a Don el altavoz, y él y Hollus conversaron, conmigo interponiendo la pregunta ocasional de preocupación. Lo que sucedía, conseguí entender, era lo siguiente: en toda estrella activa, el hidrógeno y el helio experimentan la fusión, produciendo sucesivamente elementos cada vez más pesados. Pero, si la estrella es lo suficientemente masiva, cuando la cadena de fusión llega al hierro, la energía empieza a absorberse en lugar de liberarse, haciendo que se produzca un núcleo ferroso. La estrella va haciéndose demasiado densa para sostenerse a sí misma: el impulso explosivo de la fusión interna ya no es suficiente para compensar el tirón de su propia gravedad. El núcleo colapsa en materia degenerada —núcleos atómicos tan compactados que forman un volumen de sólo veinte kilómetros de diámetro, pero con una masa muchas veces la del Sol—. Y cuando el hidrógeno y el helio proveniente de las capas exteriores de la estrella llegan hasta esta nueva superficie dura, se fusionan al instante. La onda expansiva de la fusión se propaga, haciendo saltar la atmósfera gaseosa de la estrella y emitiendo un torrente de ruido de radio, luz, calor, rayos X, rayos cósmicos y neutrinos —un aguanieves mortal qué se desplaza en todas las direcciones, una concha esférica expandiendo muerte y destrucción que brilla más que todas las otras estrellas de la galaxia combinadas: una Supernova.
Y eso, aparentemente, sucedía ahora mismo con Betelgeuse. Su diámetro se expandía con rapidez; en días, sería mayor que todo el sistema solar de la Tierra.
La Tierra estaría protegida durante un tiempo: nuestra atmósfera impediría que el asalto inicial llegase al suelo. Pero había más en caminó. Mucho más.
Sintonicé la radio de mi despacho con la CFTR, una estación de noticias. Cuando empezasen a aparecer las noticias en las estaciones de; radio y televisión de la Tierra, algunas personas correrían a ocultarse en cuevas y minas. No ayudaría en nada. El fin del mundo estaba cerca —y con una explosión, no con un susurro.
Esos forhilnores y wreeds que en estos momentos visitaban la Tierra, quizá junto con algunos pasajeros humanos, podrían escapar, al menos durante un tiempo; podrían maniobrar la nave espacial de forma que la masa del planeta se encontrase entre ellos y Betelgeuse, empleándolo como un escudo de piedra y hierro de casi trece mil kilómetros de espesor. Pero; no había forma de que pudiesen dejar atrás la concha expansiva de muerte; a la Merelcas le llevaría todo un año; acelerar hasta estar cerca de la velocidad de la luz.
Pero incluso si esa nave pudiese escapar, los mundos natales de forhilnores y wreeds no podrían; pronto se enfrentarían a la misma embestida, el mismo azote. Los asteroides que hace 65 millones de años golpearon Sol III, Beta Hydri III y Delta Pavonis II fueron golpes menores en comparación, meras heridas superficiales de las que los ecosistemas se recuperaron en cuestión de décadas.
Pero en esta ocasión no habría recuperación. Ésta sería la sexta gran extinción, desatada por igual en los tres mundos. Y si la biología se había iniciado en este sistema solar en Marte en lugar de en la Tierra, si había aparecido múltiples veces como en el mundo forhilnor, si los wreeds sabían que era la sexta extinción, no importaba.
Porque ésta también sería la última gran extinción, el capítulo final, una vuelta al principio, el último turno en el Juego de la Vida.
30
¿Qué haces en los últimos momentos de tu vida? Al contrario que la mayoría de los 6.000 millones de humanos que acaban de recibir una sentencia de muerte, yo me había estado preparando para mi propio final. Pero había esperado que llegase de forma más dilatoria, conmigo en una cama de hospital, acompañado de Susan, quizá con mi hermano Bill, algunos amigos, y quizás el valiente y pequeño Ricky.
Pero la explosión de Betelgeuse llegaba completamente por sorpresa; no nos la esperábamos. Oh, como había dicho Hollus, sabíamos que Betelgeuse se convertiría sin duda en supernova, pero no había razón para esperar que sucediese ahora mismo. Según la radio, el sistema de metro de Toronto ya estaba colapsado. La gente bajaba a las estaciones, metiéndose en los vagones, con la esperanza de que el subsuelo les protegiese. Se negaban a salir de los trenes, incluso al final de las líneas.
Y las carreteras fuera del RMO ya se habían convertido en aparcamiento, un atasco total. Quería estar con mi familia tanto como cualquiera, pero no parecía haber forma de lograrlo. Intenté repetidamente llamar a la oficina de Susan, pero lo único que conseguía era la señal de ocupado.
Con seguridad, la muerte no sería instantánea. Pasarían semanas, o incluso meses, antes de que el ecosistema se desmoronase. Ahora mismo, la capa de ozono de la Tierra nos protegía de los protones de alta energía y, evidentemente, la ráfaga de partículas pesadas, que viajaban a velocidades inferiores a las de la luz, no había llegado todavía. Pero pronto el asalto desde Betelgeuse eliminaría la capa de ozono, y la radiación dura tanto de la estrella en explosión como de nuestro propio sol llegaría al suelo, destruyendo el tejido vivo. Seguro que podría reunirme con mi esposa e hijo antes del final. Pero por ahora, eso parecía, mi compañía sería el simulacro de un ser alienígena.