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—¿La entidad?

No me atrevía a emplear la otra palabra en su presencia.

—El ser que se interpuso entre nosotros y Betelgeuse.

—Crees que es Dios —se limitó a decir Susan. Ella era la que iba a la iglesia. Ella era la que conocía la Biblia. Y llevaba semanas oyéndome hablar durante la cena sobre orígenes, causas primeras, constantes fundamentales, diseño inteligente. No había empleado muy a menudo la palabra D… no frente a ella en cualquier caso. Siempre había significado mucho más para ella que para mí, así que había mantenido la distancia, algo de imparcialidad científica. Pero ella lo sabía. Ella lo sabía.

Me encogí de hombros ligeramente.

—Quizá —dije.

—Dios —repitió Susan, situando firmemente el concepto sobre la mesa—. Y tú tienes la oportunidad de verle —me miró, con la cabeza ligeramente inclinada—. ¿Llevan a alguien más de la Tierra?

—Algunos, eh, individuos, sí —intenté recordar la lista—. Una mujer gravemente esquizofrénica de Virginia occidental. Un gorila de dorso plateado de Burundi. Un hombre chino muy mayor —me encogí de hombros—. Son algunas de las personas con las que los alienígenas han mantenido contacto. Todos ellos aceptaron de inmediato.

Susan me miró, con una expresión cuidadosamente neutral.

—¿Quieres ir?

Sí, pensé. Sí, hasta la última fibra de mi ser. Aunque deseaba más tiempo con Ricky, preferiría que me recordase como alguien todavía saludable, todavía capaz de moverse por sí mismo, todavía capaz de levantarle. Asentí, sin confiar en mi voz.

—Tienes un hijo —dijo Susan.

—Lo sé —dije en voz baja.

—Y una esposa.

—Lo sé —dije de nuevo.

—Nosotros… nosotros no queremos perderte.

Dije con suavidad:

—Pero me perderéis. Muy pronto me perderéis.

—Pero no todavía —dijo Susan—. Todavía no.

Nos sentamos en silencio. Mi mente estaba a punto de estal ar.

Susan y yo nos conocimos en la universidad, en los años sesenta. Tuvimos algunas citas, pero yo me fui, para irme a Estados Unidos, para perseguir mi sueño. En aquella ocasión ella no se había interpuesto en mi camino.

Y ahora aquí había otro sueño.

Pero las cosas eran muy diferentes, hasta lo incalculable.

Ahora estábamos casados. Teníamos un hijo.

Si ésos fuesen los únicos elementos de la ecuación, estaría claro.

Si fuese un hombre saludable, si estuviese bien, de ninguna forma consideraría dejarles —ni siquiera como cabala ociosa.

Pero no tenía buena salud.

Yo no estaba bien. Estaba seguro de que ella lo comprendía.

Nos habíamos casado en una iglesia, porque eso era lo que Susan quería, e hicimos los votos tradicionales, incluyendo «Hasta que la muerte nos separe». Lógicamente, nadie allí de pie, en aquella iglesia, afirmando esas palabras, jamás consideró el cáncer; la gente no espera que el maldito cangrejo entre en sus vidas, dejando tortura y calamidad a su paso.

—Pensémoslo un poco más —dije—. La Merelcas no parte hasta dentro de tres días.

Susan movió la cabeza ligeramente, en un asentimiento tenso.

—Hollus —dije al día siguiente en mi despacho—. Sé que tú y tus compañeros debéis estar terriblemente ocupados, pero…

—Sí que lo estamos. Hay muchos preparativos antes de partir para Betelgeuse. Y estamos enzarzados en un debate moral considerable.

—¿Sobre qué?

—Creemos que tienes razón: los seres de Groombridge 1618 III intentaron esterilizar el espacio local. No es una idea que se nos hubiese ocurrido a los forhilnores o a los wreeds; perdónamelo por decirlo, pero es algo tan bárbaro que sólo un humano, o, aparentemente, un nativo de Groombridge, podría concebirlo. Estamos debatiendo si debemos enviar un mensaje a nuestro mundo natal, contándoles lo que los seres de Groombridge intentaron hacer.

—Parece algo razonable —dije—. ¿Por qué no ibais a decírselo?

—Los wreeds son por lo general una especie no violenta, pero, como te he dicho, mi especie es… bien, pasional sería la palabra. Muchos forhilnores sin duda desearían buscar venganza por lo que se intentó. Groombridge 1618 está a treinta y nueve años luz de Beta Hydri; podríamos enviar naves con facilidad. Por desgracia, los nativos no dejaron señales de aviso para marcar su posición actual… así que, si queremos asegurarnos de exterminarlos, tendríamos que destruir todo el mundo, no sólo un segmento. La gente de Groombridge nunca desarrolló la tecnología de fusión de ultra alta energía que posee mi especie; de haberla tenido, seguro que la habrían empleado para enviar la bomba a Betelgeuse con mayor rapidez. Esa tecnología nos ofrece potencia suficiente para destruir un planeta.

—Guau —dije—. Vaya si es un dilema moral. ¿Vais a comunicarlo a vuestro mundo?

—No lo hemos decidido.

—Los wreeds son los éticos. ¿Qué creen que deberíais hacer?

Hollus guardó silencio durante un momento.

—Proponen que empleemos la llama de fusión de la Merelcas para destruir toda la vida en Beta Hydri III.

—¿El mundo forhilnor?

—Sí.

—Buen Dios. ¿Por qué?

—No lo han dejado claro, pero sospecho que están siendo… ¿cuál es la palabra? Irónicos. Si estamos dispuestos a destruir a los que fueron, o podrían ser, una amenaza para nosotros, entonces no somos mejores que los nativos de Groombridge. —Hollus hizo una pausa—. Pero no pretendía cargarte con ese problema. ¿Querías algo de mí?

—Bien, comparado con lo que acabas de decirme, parece una total nadería.

—¿Nadería?

—Algo inconsecuente. Pero, bien, me gustaría hablar con un wreed. Se me ha planteado un dilema moral, y no sé cómo resolverlo.

Los ojos cubiertos de cristal de Hollus me miraron.

—¿Sobre lo de venir con nosotros a Betelgeuse?

Asentí.

—Nuestro amigo T'kna está ahora mismo enfrascado en su intento diario de contactar con Dios, pero estará disponible como en una hora. Si puedes llevar el proyector de holoforma a una sala más grande, le pediré que se una a nosotros.

Otros, naturalmente, habían llegado a la misma conclusión que yo: lo que Donald Chen había denominado con neutralidad «anomalía», y Peter Mansbridge había desestimado discretamente como simple «suerte», estaba siendo considerado a lo largo y ancho del mundo como prueba de intervención divina. Y cada uno le daba su propia interpretación: lo que yo había llamado una pistola humeante se consideraba un milagro.

Aun así, no dejaba de ser una opinión minoritaria: la mayor parte de la gente no sabía nada de supernovas, y muchos, incluyendo a buena parte del mundo musulmán, no confiaban en las imágenes supuestamente producidas por los telescopios de la Merelcas. Otros afirmaban que lo que habíamos visto era obra del diablo: una ardiente visión del infierno, y luego una obscuridad que lo cubría todo; algunos satanistas afirmaban ahora que ellos siempre habían tenido razón.

Mientras tanto, los fundamentalistas cristianos recorrían la Biblia, buscando algún fragmento de las escrituras que pudiesen forzar a ajustarse a la situación. Otros invocaban las predicciones de Nostradamus. Un matemático judío de la Universidad Hebrea de Jerusalén señaló que la entidad de seis miembros era topológicamente equivalente a una Estrella de David de seis puntas y sugirió que lo que habíamos visto era la anunciación de la llegada del Mesías. Una organización llamada la Iglesia de Betelgeuse había montado un sitio web muy elaborado. Y cada mierda seudo científica sobre egipcios y Orión —la constelación donde resulta que se había producido la supernova— tenía su momento de gloria en los medios de comunicación.