Pero lo único que podía hacer esa gente era especular.
Yo tenía una oportunidad de ir a dar un vistazo, para descubrir la verdad.
Nos encontrábamos de nuevo en la sala de conferencias de la quinta planta del Centro de Conservadores, pero en esta ocasión no había cámaras de vídeo. Sólo yo y un pequeño dodecaedro alienígena, y las proyecciones de dos seres extraterrestres.
Hollus permanecía en silencio a un lado de la sala. T'kna estaba de pie al otro lado, con la mesa de conferencias entre ellos. El cinturón auxiliar de T'kna de hoy era verde, pero todavía mostraba el mismo icono de galaxia sangrienta.
—Saludos —dije, una vez que se estabilizó la proyección del wreed.
El sonido de rocas entrechocando, luego la voz mecánica:
—Saludos correspondidos. ¿De éste deseas algo?
Asentí.
—Consejo —dije, inclinando ligeramente la cabeza—. Tu consejo.
El wreed permanecía inmóvil, a la escucha.
—Hollus te ha dicho que padezco cáncer terminal —dije.
T'kna tocó la hebilla del cinturón.
—De nuevo manifiesto pesar.
—Gracias. Pero, mira, me habéis ofrecido la oportunidad de acompañaros a Betelgeuse… para encontrarse con lo que allí haya.
Un guijarro golpeando el suelo.
—Sí.
—Pronto habré muerto. No sé con seguridad cuándo… pero seguro que en unos meses. Ahora bien, ¿debería pasar esos últimos meses con mi familia o debería ir con vosotros? Por una parte, mi familia quiere pasar conmigo hasta el último minuto… y, bien, supongo que comprendo que estar conmigo cuando yo… yo muera forma parte del proceso de completar nuestras relaciones. Y, evidentemente, les amo mucho, y deseo estar con ellos. Pero, por otra parte, mi estado se deteriorará, y seré una carga para ellos. —Hice una pausa—. Si viviésemos en Estados Unidos, quizás hubiese problemas monetarios… al á podría acumularse una gran factura con mis últimas semanas pasadas en un hospital. Pero aquí, en Canadá, eso no forma parte de la ecuación; los únicos factores son los efectos emocionales para mi familia y para mí.
Era consciente de estar expresando mi problema en términos matemáticos —factores, ecuaciones, problemas monetarios—, pero así era como me habían salido las palabras, sin que yo lo hubiese planeado. Esperaba no estar desconcertando por completo al wreed.
—¿Y de mí me pides qué elección debes tomar? —dijo la voz traducida.
—Sí —afirmé.
Se produjo el sonido de rocas entrechocando, seguido de un breve silencio, y luego:
—La elección moral es evidente —dijo el wreed—. Siempre lo es.
—¿Y? —pregunté—. ¿Cuál es la elección moral?
Más sonido de rocas, luego:
—La moral no puede recibirse de una fuente externa —y en ese punto las cuatro manos del wreed tocaron la pera invertida que era su pecho—. Debe venir del interior.
—No vas a decírmelo, ¿verdad?
La imagen del wreed se agitó y desapareció.
Esa noche, mientras Ricky veía la tele en el sótano, Susan y yo volvimos a sentarnos en el sofá.
Y le dije lo que había decidido.
—Siempre te querré —le dije a Susan.
Ella cerró los ojos.
—Y yo también te amaré siempre.
No era de extrañar que me gustase tanto Casablanca. ¿Se iría Ilsa Lund con Victor Laszlo? ¿O se quedaría con Rick Blaine? ¿Seguiría ella a su esposo? ¿O seguiría a su corazón?
¿Y había cosas más importantes que ella? ¿Más importantes que Rick? ¿Más importantes que ellos dos? ¿Había otros factores a considerar, otros términos en la ecuación?
Pero —seamos sinceros— ¿había algo más importante en mi caso? Claro, podría ser que en el corazón del asunto estuviese Dios —pero si yo iba, nada cambiaría, de eso estoy seguro… mientras que la resistencia continuada de Victor frente a los nazis ayudó a salvar el mundo.
Aun así, tomé mi decisión.
Por difícil que fuese, tomé mi decisión.
Pero nunca sabría si fue la correcta.
Me incliné y besé a Susan, la besé como si fuese la última vez.
33
—Hola, colega —dije al entrar en la habitación de Ricky.
Ricky estaba sentado frente a su mesa, que tenía una lámina con un mapamundi sobre la superficie. Estaba dibujando algo con lápices de colores, con la lengua sobresaliendo de la comisura de la boca con el aspecto primordial de concentración infantil.
—Papá —dijo, reconociendo mi presencia.
Miré a mi alrededor. La habitación estaba desordenada, pero no era un desastre. Había ropa sucia en el suelo; normalmente le reñía por eso, pero no hoy. Tenía varios pequeños esqueletos de dinosaurios en plástico que yo le había traído, y una figura parlante de Qui-Gon Jinn que había recibido por Navidad. Y libros, muchos libros para niños: nuestro Ricky crecería para ser lector.
—Hijo —dije, y esperé pacientemente a que me concediese toda su atención.
Estaba completando uno de los elementos de su dibujo; parecía un aeroplano. Le dejé hacerlo; sabía cómo quemaban las cosas incompletas. Al final me miró, aparentemente sorprendido de que siguiese al í. Arqueó las cejas inquisitivo.
»Hijo —repetí—, sabes que papá está muy enfermo.
Ricky dejó el lápiz de color, comprendiendo que la conversación iba a ser seria. Asintió.
—Y —dije—, bien, creo que sabes que no voy a ponerme bien.
Apretó los labios y asintió con valor. Se me rompía el corazón.
—Me voy a marchar —dije—. Me voy a marchar con Hollus.
—¿Él puede arreglarte? —dijo Ricky—. Él dijo que no podía, pero…
Claro, Rick no sabía que Hollus era hembra y la verdad es que no quería irme por la tangente.
—No. No, él no puede hacer nada por mí. Pero, bien, va a irse de viaje, y quiero ir con él —ya me había ido de viaje en muchas ocasiones… a congresos, excavaciones. Ricky estaba acostumbrado a mis viajes.
—¿Cuándo volverás? —preguntó. Y luego, su rostro se convirtió en inocencia querúbica—. ¿Me traerás algo?
Cerré los ojos durante un momento. El estómago me daba vueltas.
—Yo, ah, yo no voy a volver —dije en voz baja.
Ricky guardó silencio durante un momento, digiriendo la noticia.
—¿Quieres decir… quieres decir que te vas lejos a morir?
—Lo lamento —dije—. Lamento dejarte.
—No quiero que mueras.
—Yo tampoco quiero morir, pero… pero en ocasiones no tenemos elección.
—Puedo… quiero ir contigo.
Sonreí con tristeza.
—No puedes, Ricky. Tienes que quedarte aquí e ir a la escuela. Tienes que quedarte aquí y ayudar a mamá.
—Pero…
Esperé a que terminase, a que completase su objeción. Pero no lo hizo. Simplemente dijo:
—No te vayas, papá.
Pero iba a abandonarle. Ya fuese este mes, en la nave espacial de Hollus, o en unos meses más, tendido en una cama de hospital, con tubos en los brazos, la nariz y el dorso de la mano, con los monitores de ECG susurrando de fondo, con las enfermeras y doctores moviéndose de un lado a otro. De una forma u otra, iba a abandonarle. No podía evitar dejarle, pero sí podía elegir cuándo y cómo.
—Nada —dije— me es más difícil que irme. —No tenía sentido decirle que quería que me recordase así, cuando realmente quería que me recordase como era un año antes, con veinticinco kilos más, con una cabeza razonablemente cubierta de pelo. Pero, aun así, ahora estaba mejor de lo que estaría dentro de poco.
—Entonces no te vayas, papá.
—Lo lamento, colega. Lo lamento, de verdad.
Ricky era tan bueno como cualquier chico de su edad para rogar y engatusar, para quedarse tarde o conseguir el juguete que quería, para conseguir comer más caramelos. Pero, aparentemente, comprendía que ninguna de esas tretas iban a valerle esta vez, y le amé aún más por su sabiduría de seis años.