Pero nuestro feto, nuestro híbrido triple imposible, siguió adelante.
En las tres especies, la ontogenia —el desarrollo del feto— parece recapitular la filogenia —la historia evolutiva del organismo—. Los embriones humanos desarrollan y rechazan las agal as, colas, y otros ecos aparentes de su pasado evolutivo.
Este feto también pasaba por fases, cambiando su morfología. Era increíble —como observar la explosión cámbrica desarrollándose ante tus ojos, un centenar de formas corporales probadas y rechazadas—. Simetría radial, simetría cuadrilateral, simetría bilateral. Espiráculos y agallas, pulmones y otras cosas que ninguno de nosotros reconoció. Colas y apéndices innominados, ojos compuestos y pedúnculos, cuerpos segmentados y continuos.
Nadie jamás había comprendido por qué la ontogenia aparentemente recapitulaba la filogenia, pero no era una verdadera repetición de la historia evolutiva del organismo —eso quedaba claro porque las formas no se ajustaban a las descubiertas en el registro fósil—. Pero ahora el propósito parecía claro: el ADN debía contener rutinas de optimización, probando variaciones posibles antes de seleccionar qué conjunto de adaptaciones expresar. Observábamos no sólo las soluciones terrestres, de Beta Hydri y Delta Pavonis, sino también mezclas de las tres.
Finalmente, después de cuatro meses, el feto pareció ajustarse en una estructura corporal, una arquitectura fundamental diferente de la humana, forhilnor o wreed. El cuerpo del feto consistía en un tubo en forma de herradura, rodeado por un aro de material del que dependían seis miembros. Había un esqueleto interno, que se formaba visiblemente a través del material translúcido del cuerpo, pero no estaba hecho de huesos lisos sino más bien de haces de material trenzado.
Le dimos un nombre al embrión. Lo llamamos Wibadal, el término forhilnor para la paz.
Una niña que no viviría para ver crecer.
Pero, como mi propio Ricky, estoy seguro de que la adoptarían, la cuidarían, si no la tripulación de la Merelcas, entonces la vasta y palmeada obscuridad que ocupaba el cielo.
Dios era el programador.
La leyes de la física y las constantes fundamentales eran el código fuente.
El universo era el programa, que llevaba ejecutándose desde hacía 13.900 millones de años, para llegar a este momento.
Que la capacidad de trascender, de rechazar la biología, llegase demasiado pronto en la vida de una especie, era un error, un fallo de diseño, una complicación indeseada. Pero finalmente, el programador había corregido el fallo.
¿Y Wibadal?
Wibadal era el resultado. El propósito del proceso.
Le deseé suerte.
Era la antigua progresión, el motor que siempre había alimentado la evolución. Una vida termina; otra comienza.
Volví a la criopreservación, pasando los siguientes once meses con mi cuerpo y su degeneración detenidos. Pero cuando finalmente se completó la gestación de Wibadal, Hollus volvió a despertarme en la que sería, los dos lo sabíamos, la última vez.
Los wreeds habían anunciado que hoy sería el día; la hija estaba completa y la sacarían del útero artificial.
—Deseamos que exprese lo mejor que hay en todos nosotros —dijo T'kna, el wreed al que había conocido por primera vez por telepresencia todos esos meses antes, todos esos siglos antes.
Hollus hizo subir y bajar el torso. «A» dijo una de sus bocas, y «mén» concluyó la otra.
Yo estaba aturdido por la animación suspendida, pero contemplé con fascinación cómo Wibadal era sacada del útero. Llegó al universo llorando, igual que había hecho yo, al igual que todos los miles de mil ones que me habían precedido.
Hollus y yo pasamos horas simplemente mirándola, una forma extraña, ya con la mitad de mi tamaño.
—Me pregunto cuánto tiempo vivirá —le dije a mi amiga forhilnor; quizá fuese una idea extraña, pero tenía el tiempo de vida muy presente en mi mente.
—«Quién» «sabe» —contestó—. La falta de telómeros no parece serle un impedimento. Sus células podrían reproducirse por siempre, y…
Se detuvo.
—Y así lo harán —dijo después de unos momentos de reflexión—. Así lo harán. Esa entidad —hizo un gesto en dirección a la obscuridad espacial centrada en las pantallas de visión— sobrevivió al último big crunch. Wibadal, sospecho, sobrevivirá al siguiente, convirtiéndose en la diosa del universo que lo preceda.
Era una idea pasmosa, aunque quizá Hollus tuviese razón. Pero yo no viviría lo suficiente para estar seguro.
Wibadal se encontraba tras una luna de vidrio en una sala de maternidad construida especialmente con una única cuna circular. Golpeé suavemente el cristal, como los padres de mi mundo habían hecho un mil ón de veces antes. Golpeé y agité la mano.
Y Wibadal se movió, y agitó un apéndice regordete en mi dirección. Quizás el Dios actual nunca hubiese dado muestras de saber de mi presencia —incluso cuando yo había venido justo hasta él, se había mostrado indiferente—, pero esta diosa en potencia me percibió, al menos una vez, al menos durante un momento.
Y durante ese momento, no sentí dolor.
Pero pronto, la agonía regresó; se había estado haciendo peor, y yo me había estado debilitando.
El tiempo se acababa.
Escribí una última y larga carta a Ricky por si, por un milagro, siguiese vivo. Hollus la transmitió a la Tierra; les llegaría casi medio milenio después. Le conté a mi hijo lo que había visto y lo mucho que le amaba.
Y luego le pedí a Hollus un último favor, una gracia final. Le pedí el tipo de cosa que sólo un buen amigo puede pedirle a otro. Le pedí que me ayudase a terminar, a seguir. Sólo había traído unas pocas cosas de la Tierra, además de mi medicación contra el cáncer y mis pastillas.
Pero había traído un texto de bioquímica con suficiente información para que la doctora de la Merelcas pudiese sintetizar algo que terminase con mi vida de forma indolora y rápida.
La propia Hollus administró la inyección, y se sentó junto a mi cama, sosteniendo ¡mi mano enflaquecida con una de las suyas, su piel burbujeante fue lo último que sentí.
Le pedí a Hollus que apuntase mis últimas palabras y las retransmitiese también a la Tierra, para que Ricky, o quien siguiese allí, supiese qué había dicho. Como ya había fantaseado antes, quizás él, o uno de mis enésimos bisnietos escribiese un libro sobre el primer contacto entre un extraterrestre y alguien que, suponía, era demasiado humano.
Me sorprendió descubrir cuáles fueron mis últimas palabras.
—Sabes —le dije a Hollus sus ojos agitándose de un lado a otro—. Recuerdo cuándo me sentí fascinado por primera vez por los fósiles.
Hollus escuchaba.
—Había estado en una playa —dije—, jugando con algunas rocas, y me asombró encontrar una concha de piedra incrustada en una de el as. Había encontrado algo que jamás habría buscado —el dolor iba reduciéndose; todo se me empezaba a escapar. Apreté la mano de la forhilnor—. Supongo que soy un hombre afortunado —dije, sintiendo cómo me llegaba la paz—. Me ha sucedido por segunda vez.