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Tomás sintió la vibración del móvil en los pantalones. Sacó el teléfono del bolsillo y se lo acercó al oído.

– ¿Dígame?

– ¿Profesor Noronha?

– Sí, soy yo.

– Le habla Nelson Moliarti. ¿Cómo está? ¿Qué tal el viaje?

– Hola; muy bien, gracias.

– ¿El chófer lo trató bien?

– Estupendamente bien.

– ¿Y le gusta el hotel?

– Una maravilla.

– Sí, el Waldorf-Astoria es una de nuestras atracciones. ¿Sabía que todos los presidentes americanos se hospedan allí cuando vienen a Nueva York?

– ¿Ah, sí? -se admiró Tomás, sinceramente impresionado-. ¿Todos?

– Claro. Desde 1931. El Waldorf-Astoria tiene mucho prestigio. Estadistas, grandes estrellas del cine, artistas de renombre, hasta los reyes se alojan allí. El duque y la duquesa de Windsor, por ejemplo, no se conformaron con dormir allí unas noches. Vivieron en el hotel -enfatizó la palabra «vivieron»-. Vivieron, fíjese…

– Pues nunca se me habría ocurrido. Si es así, sólo puedo agradecerles la atención de haberme hospedado en el Astoria.

– Qué dice, no tiene nada que agradecer. Lo único que nos importa es que se sienta cómodo. ¿Ya ha cenado?

– No, aún no.

– Si quiere, entonces, puede ir a uno de los restaurantes del hotel, le aconsejo el Bull and Bear Steakhouse, si le gusta la carne, o al Inagiku, en caso de que prefiera comida japonesa. También puede llamar al room-service, muy apreciado, del Waldorf-Astoria; salió destacado en la revista Gourmet, fíjese.

– Vale, gracias, pero no hará falta. Picaré alguna cosa por aquí, en Times Square.

– ¿Usted está en Times Square?

– Sí.

– ¿En este momento?

– Sí, claro.

– Pero hace mucho frío. ¿El chófer se encuentra con usted?

– No, le dije que podía irse.

– ¿Y cómo ha ido hasta Times Square?

– A pie.

– Holly cow! Estamos a cinco grados bajo cero. Y hace poco dijeron en la televisión que, con el wind-chill, llegará a los quince bajo cero. Al menos espero que esté bien abrigado…

– Pues…, más o menos.

Moliarti lanzó un chasquido de reprobación con la lengua.

– Tiene que cuidarse. Si lo necesita, basta con que me llame y le digo al chófer que vaya a buscarlo. ¿Tiene mi teléfono?

– Imagino que habrá quedado grabado en la memoria de mi móvil.

– Good! Si me necesita, llámeme, ¿vale?

– Oh, no hará falta. Cogeré un taxi.

– Como quiera. De cualquier modo, sólo lo he llamado para darle la bienvenida a Nueva York y para decirle que tendremos una reunión a las nueve de la mañana en nuestra oficina. El chófer lo estará esperando a las ocho y media en el vestíbulo de Park Avenue para traerlo. La oficina no está lejos del hotel, pero me imagino que ya sabe que el tráfico por la mañana es un verdadero hell.

– Quédese tranquilo. Nos vemos mañana.

– Pues muy bien. Hasta mañana.

Cuando guardó el móvil en el bolsillo, se dio cuenta de que había perdido la sensibilidad en los dedos; tenía la mano helada, ya no obedecía a las órdenes del cerebro; parecía dormida, distante, era como si la mano ya no fuese suya. La metió en el bolsillo del pantalón, en una desesperada busca de calor, pero no mejoró mucho. Se dio cuenta de que no debía seguir en la calle. Vio la puerta de un restaurante a la izquierda y la empujó deprisa, francamente angustiado; entró y recibió el calor del local con alivio, como quien descubre la redención después de la amenaza del infierno; se frotó las manos con frenesí, intentado darse energía y activar la circulación, hasta que sintió que la sensibilidad volvía a la yema de los dedos.

– Can I help you? -preguntó el waiter, un chico joven y sonriente.

Tomás dijo que venía solo y fue a sentarse junto a la ventana; el movimiento de Times Square, congestionado y nervioso, constituía un espectáculo bien visible desde su mesa. El waiter le entregó la carta y el cliente descubrió que había entrado en un restaurante mexicano. Después de examinar el menú, pidió unas enchiladas de queso y carne de vaca y un margarita on the rocks. Cuando el joven se alejó, sumergió los crujientes nachos en una salsa de tomate y cebolla, mordió el aperitivo picante y se recostó en la silla, apreciando la vista. Reconoció que no llevaba una ropa que le permitiese seguir deambulando de aquella forma por la ciudad, por lo que no le quedaban alternativas; después de la cena, cogería un taxi y volvería a refugiarse en el hotel.

La diferencia de cinco horas con Lisboa tuvo su impacto esa noche. Eran las seis de la mañana cuando Tomás se despertó, la oscuridad reinaba al otro lado de la ventana; intentó volver a dormirse, volviéndose y revolviéndose entre las sábanas, pero, al cabo de media hora, entendió que no podría dormir y se sentó en el borde de la cama. Consultó el reloj e hizo el cálculo: eran las once y media de la mañana en Lisboa, no era de sorprender que ya se le hubiese pasado el sueño.

Miró a su alrededor y, por primera vez, pudo apreciar la habitación; el motivo cromático era el bordeaux, bordado en oro y estampado por todas partes, en las cortinas, en la colcha doblada al pie de la cama, en el sofá, en los cojines decorativos. El suelo estaba cubierto de una mullida alfombra de color rojo oscuro; al lado de la cama, una botella de Sauternes tinto esperaba que alguien la abriese; unas plantas vigorosas alegraban los rincones.

Cogió el teléfono y marcó el número del móvil de Constanza.

– Hola, pecosita -dijo usando el petit nom que le había atribuido en su época de noviazgo-. ¿Cómo estás?

– ¿Qué tal Nueva York?

– Hace un frío de morirse.

– Pero ¿es bonita?

– Es una ciudad extraña, pero sí, tiene encanto.

– ¿Qué me vas a traer?

– Chis, chis -susurró él con tono de reprobación-. Siempre has sido una interesada…

– ¡Qué valor! O sea, que el señorito está paseando por Estados Unidos y yo soy una interesada.

– Vale, vale. Te voy a llevar el Empire State, con King Kong y todo.

– No necesito tanto -dijo ella riéndose-. Prefiero el MoMA.

– ¿Qué?

– El MoMA. El Museum of Modern Art.

– Ah.

– Tráeme La noche estrellada, de Van Gogh.

– ¿Cuál? ¿Ese donde se ven las estrellas muy redondas? ¿Está aquí?

– Sí, está en el MoMA. Pero también quiero Los lirios, de Monet; Las señoritas de Avignon, de Picasso; y el Diván japonés, de Toulouse-Lautrec.

– ¿Y King Kong?

– Oye, ¿para qué quiero yo a King Kong si ya te tengo a ti?

– ¡Cabrita! -dijo sonriendo-. ¿Y te basta con unas copias de esos cuadros que quieres?

– No, quiero que vayas a robar los originales. -Hizo una breve pausa-. Claro que quiero unas reproducciones, tontín, ¿qué otra cosa había de ser?

– Vale, iré. ¿Cómo está la niña?

– Bien. Ella está bien -respondió-. Tragona, como siempre.

– Puf, ya me imagino.

– Pero ayer me dijo algo desagradable.

– ¿Qué fue?

– Me dijo durante la cena: «Mamá, los chicos dicen que yo soy subnormal». Y yo le respondí: «No, has oído mal, dicen que tú eres Margarida». Y ella: «No, mamá. Se hablan entre ellos al oído, me señalan y dicen: ésa es subnormal».

Tomás suspiró.

– Ya sabes cómo son los chicos…

– Lo sé, son crueles los unos con los otros. Y el problema es que ella entiende todo y le duele. Cuando se fue a la cama, antes de contarle un cuento, volvió a preguntarme qué era una subnormal.