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– Es desagradable, pero ¿qué le vamos a hacer?

– Iré más temprano al colegio para hablar con la profesora.

– No sé si servirá de mucho…

– Bueno, siempre puede explicarles algunas cositas a los niños, ¿no?

– Supongo que sí.

– Y tú deberías ir conmigo.

– Ya empezamos. ¿No ves que estoy fuera del país?

– Esta vez tienes disculpa -admitió ella, antes de cambiar de tema-. Oye, ¿ya te han dicho los americanos lo que pretenden de ti?

– No, tendré una reunión con ellos dentro de poco. Veremos.

– Seguro que quieren hacer el peritaje de algún manuscrito.

– Es probable.

Tomás oyó un timbre sonando al fondo, del otro lado de la línea.

– Es el primer toque -dijo ella-. Voy a colgar: tengo una clase. Además, esta llamada va a costar una fortuna. Besitos y pórtate bien, ¿vale?

– Besitos, pecosita.

– Ten cuidado con las americanas, pillín. He oído decir que son muy lanzadas.

– Vale.

– Y tráeme flores.

Tomás colgó y, como no tenía nada que hacer, encendió el televisor; pasó de canal en canal, NBC, CBS, ABC, CNN, CNN Headline News, MSNBC, Nick'at'Nite, HBO, TNT, ESPN, una sucesión de cacofonías llenó la habitación hasta provocarle bostezos de tedio; miró hacia la entrada y reparó en un periódico sobre la alfombra, probablemente un empleado del hotel lo había deslizado por debajo de la puerta durante la noche. Se levantó y fue a recogerlo; era el New York Times, con el presidente Bill Clinton en la primera página y el alcalde Rudolph Giuliani observando desde un rincón; hojeó distraídamente el periódico, ora leyendo, ora pasando páginas, con una lenta modorra.

Cuando terminó de leer, se duchó, se afeitó y se vistió. Eligió un traje azul oscuro con rayas verticales blancas, trazadas como si fuesen tiza, y se puso una corbata roja con cornucopias doradas. Salió de la habitación y bajó al Oscar's American Brasserie, el amplio salón donde se servía el desayuno. Por regla general, a Tomás no le gustaba comer mucho por la mañana, se sentía empachado; pero, siempre que viajaba al extranjero, lo que era raro, el apetito se le volvía insaciable, devoraba todo con ansiedad. «Tal vez es la inseguridad de estar fuera de casa, de no saber cuándo podré volver a comer», pensó. Lo cierto es que atacó con placer las tortitas con syrup y el eggs benedict, un plato con dos huevos escalfados, una tostada con English muffin y beicon canadiense con salsa holandaise, una dieta de colesterol puro susceptible de provocar una crisis nerviosa a su médico de cabecera. Se sació también con salchichas y baked beans, regados con zumo de naranja natural, y hasta se relamió, goloso, con un delicioso chocolate-hazelnut waffle, antes de, ya ahíto, rendirse y darse por satisfecho.

Terminó el desayuno cerca de las ocho y media. Sin perder tiempo, se dirigió al vestíbulo del hotel, al comienzo de Park Avenue, según las instrucciones de Moliarti. Mientras esperaba, se quedó contemplando el enorme vestíbulo de mármol beis, con columnas y techo falso labrado; una vistosa araña colgaba del mismo, iluminando los motivos del mosaico incrustado en el suelo de mármol. Las paredes resplandecían gracias a varios murales al óleo, todos los cuales reproducían motivos alegóricos.

– Good morning, sir -dijo una voz, saludándolo con cortesía-. How are you today?

Tomás se volvió y reconoció al chófer de la víspera, un negro de aspecto jovial, vestido con un uniforme azul.

– Good morning.

– Shall we go?-preguntó el chófer invitándolo, con la mano enguantada, a seguirlo.

La mañana había amanecido helada, pero un sol glorioso iluminaba la ciudad. «Qué pena que no llegue hasta aquí abajo», pensó Tomás, admirando la cima de los rascacielos. Los edificios de la ciudad eran tan altos que la luz del sol no lograba besar el suelo; como consecuencia, las calles y aceras de Nueva York vivían en una sombra eterna. El visitante se acomodó en el Cadillac, aparentemente era la misma larga limusina negra con la que lo había ido a buscar al aeropuerto en la víspera. El chófer ocupó su lugar al volante. El cristal de separación interior bajó con un zumbido suave, el chófer miró hacia atrás e indicó un pequeño televisor y un estante al lado del pasajero donde relucían una botella de Glenlivet y otra de Moët Chandon dentro de un cubo helado.

– Enjoy the ride -exclamó con una sonrisa.

La limusina arrancó y Tomás se dispuso a contemplar la ciudad. Nueva York se deslizaba ahora frente a él, trepidante y agitada. Subieron por Lexington Avenue y giraron a la izquierda, pasando por el Racquet Club, cuya fachada de estilo palazzo renacentista sorprendió al visitante: era el último estilo arquitectónico que habría esperado encontrar allí. Llegaron a Madison; el Cadillac recorrió varias manzanas de la ancha avenida, siempre en medio de un tráfico denso, hasta que, al llegar al edificio de Sony, reconocible por la parte superior de estilo chippendale, el coche redujo la marcha y se detuvo en la esquina siguiente.

– The office is here -anunció el chófer, señalando la puerta de un rascacielos-. Mister Moliarti is expecting you.

Tomás bajó del coche y observó el edificio. Era una vistosa torre de granito gris verdoso reluciente, con más de cuarenta plantas y un trazado moderno, casi aerodinámico. Un viento helado recorrió la acera y un hombre bien abrigado salió apresuradamente de la entrada del edificio y se le acercó.

– ¿Profesor Noronha?

Tomás reconoció el portugués con acento brasileño americanizado de quien lo había llamado por teléfono.

– Buenos días.

– Buenos días, profesor. Soy Nelson Moliarti, de la American History Foundation. Encantado de conocerlo.

– Igualmente.

Se dieron un apretón de manos. Moliarti era un hombre bajo y delgado, con pelo canoso rizado; parecía un ave de rapiña, los ojos pequeños y la nariz fina y con forma de gancho puntiagudo.

– Bienvenido -dijo el anfitrión.

– Gracias -repuso Tomás y miró a su alrededor-. Hace una rasca impresionante, ¿no?

– ¿Cómo ha dicho?

– Hace frío.

– Sí, sí, mucho frío. Venga, vamos adentro -añadió con un gesto.

Dieron unos pasos y entraron en el cálido refugio del sofisticado edificio. Tomás admiró el vestíbulo de mármol, adornado con una sorprendente escultura, un bloque de granito que parecía suspendido dentro de un tanque de acero; por debajo corría un hilo de agua. Moliarti lo vio observando la escultura y sonrió:

– Es curioso, ¿no? Es obra de un escultor estadounidense.

– Interesante.

– Venga, nuestro office está en el piso 23.

Cogieron el ascensor y subieron con sorprendente velocidad; las puertas se abrieron en pocos segundos y ambos salieron al piso que ocupaba la fundación. La puerta principal era de cristal opaco con un marco de acero reluciente y tenía el logotipo de la institución impreso por delante. Un águila real sostenía en una pata un ramo de olivo, con la otra agarraba una banda con una inscripción en latín: «Hos successus alit: possunt, quia posse videntur». Las iniciales AHF aparecían caligrafiadas en cancillería por debajo.

Tomás leyó la frase musitando e hizo memoria.

– Virgilio -comentó por fin.

– ¿Cómo?

– Esta frase -dijo el portugués señalando la banda sujeta por el águila del logotipo- es una cita de la Eneida de Virgilio. -Releyó la frase y tradujo-: «El triunfo los alienta: pueden porque piensan que pueden».