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– Ah, sí. Es nuestro lema -sonrió Moliarti-. El éxito genera éxito: no hay obstáculo que nos frene por más grande que sea. -Miró a Tomás con respeto-. ¿Usted sabe latín?

– Naturalmente -exclamó de pronto-. Latín, griego y copto, aunque no los practique lo suficiente -suspiró-. Quiero ahora abordar el hebreo y el arameo, porque me abrirían nuevos horizontes.

El estadounidense silbó, impresionado, pero no hizo más comentarios. Tras pasar la puerta, llegaron a la recepción y Moliarti lo guio por el pasillo; arribaron a un despacho moderno ocupado por una sexagenaria de modales antipáticos.

– Nuestro invitado -dijo señalando a Tomás.

La señora se levantó y lo saludó con un ademán de la cabeza.

– Hi.

– La señora Theresa Racca, secretaria del presidente de la fundación.

– Helio -saludó el portugués dándole la mano.

– ¿Está John? -preguntó Moliarti.

– Yes.

Moliarti golpeó la puerta y, casi al instante, la abrió. Detrás de un pesado escritorio de caoba labrada estaba sentado un hombre casi calvo, con sus pocos pelos grises echados hacia atrás y una papada bajo el mentón. El hombre se levantó y abrió los brazos.

– Nel, come in.

Moliarti entró y señaló al invitado.

– El profesor Noronha, de Lisboa -dijo en inglés presentándolos-. Profesor, John Savigliano, presidente del executive board de la American History Foundation.

Savigliano se apartó del escritorio y extendió las dos manos en dirección al portugués, con una amplia sonrisa acogedora grabada en su rostro.

– Welcome! Welcome! Bienvenido a Nueva York, profesor.

– Gracias.

Se dieron las manos con entusiasmo.

– ¿Ha tenido un buen viaje?

– Sí, estupendo.

– ¡Espléndido! ¡Espléndido! -Hizo un gesto con la mano izquierda, señalando unos confortables sofás de piel situados en un rincón del despacho-. Por favor, siéntese.

Tomás se acomodó en un sofá y observó rápidamente la sala. Estaba amueblada de manera convencional, con madera de roble embutida en las paredes y en el techo y los espacios ocupados por muebles europeos del siglo xviii, probablemente franceses o italianos. Una enorme ventana revelaba la selva de edificios que se extendían por Manhattan; el visitante comprobó que la vista daba al sur, ya que, entre los múltiples rascacielos levantados en la ciudad, se reconocían a la izquierda los radiantes arcos de acero del espectacular Chrysler Bulding, y a la derecha la estructura escalonada y la larga aguja del Empire State Building; más al fondo, como si fuesen gigantescas miniaturas, las amplias fachadas acristaladas de las torres gemelas del World Trade Center. La tarima del despacho del presidente de la fundación era de nogal barnizado; había enormes plantas en los rincones y un hermoso cuadro abstracto, con formas de un rojo vivo sobre un fondo de curvas de color verde aceituna, completaba la decoración del despacho.

– Es un Franz Marc -explicó Savigliano, al reparar en el interés de su invitado por aquella pintura-. ¿Lo conoce?

– No -dijo Tomás, meneando la cabeza.

– Era un amigo de Kandinsky; ambos formaron el grupo Der Blaue Reiter en 1911 -explicó-. Compré este cuadro, hace cuatro años, en una subasta en Múnich -soltó un leve silbido-. Una fortuna, créame. Una fortuna.

– John es un amante de los buenos cuadros -explicó Moliarti-. Tiene en su casa un Pollock y un Mondrian, imagínese.

Savigliano sonrió y bajó la mirada.

– Bueno, es un pequeño vicio que tengo. -Miró a Tomás-. ¿Quiere beber algo?

– No, gracias.

– Como quiera. ¿Café? Tenemos un capuchino que es una delicia…

– Pues… vale, un capuchino puede ser.

El presidente de la fundación volvió la cabeza hacia la puerta.

– ¡Theresa! -llamó.

– ¿Sí, señor presidente?

– Traiga tres capuchinos y unas cookies.

– Right away, señor presidente.

Savigliano se frotó las manos y sonrió.

– Profesor Tomás Noronha -dijo-, ¿puedo llamarlo Tom?

– ¿Tom? -sonrió Tomás-. ¿Como Tom Hanks? Vale.

– Espero que no le moleste. ¿Sabe una cosa?: nosotros, los estadounidenses, somos muy informales. -Se señaló a sí mismo-. Por favor, llámeme John.

– Y yo soy Nel -dijo Moliarti.

– Entonces estamos de acuerdo -sentenció Savigliano, que miró los rascacielos que se extendían al otro lado de la ventana-. ¿Es la primera vez que viene a Nueva York?

– Sí, nunca antes había salido de Europa.

– ¿Y le gusta?

– Bien, aún no he visto mucho, pero, por el momento, me resulta agradable. -Tomás vaciló-. ¿Sabe? Me sorprendo al mirar las calles y se me ocurre pensar que Nueva York parece la escenografía de una película de Woody Allen.

Los dos estadounidenses se echaron a reír.

– ¡Qué bueno! -exclamó Savigliano-. ¿Una película de Woody Allen?

– Sólo un europeo podría decir algo semejante -comentó Moliarti, meneando la cabeza con expresión divertida.

Tomás se quedó quieto, sonriente, pero sin entender dónde estaba la gracia.

– ¿No les parece?

– Bien, es una cuestión de perspectiva -replicó Savigliano-. Es posible que piense así quien sólo conoce Nueva York a través del cine. Pero recuerde que no es Nueva York la que se parece a una película, sino las películas las que se parecen a Nueva York. Capisce? -añadió, guiñando un ojo.

La señora Racca entró en el despacho con una bandeja, colocó las tazas en la mesita baja frente a los sofás; las llenó con café humeante, dejó unos sobrecitos de azúcar y unas galletas de chocolate y se fue. Los tres bebieron a sorbos sus capuchinos. Savigliano se recostó en el sofá y carraspeó.

– Vamos a hablar entonces. Tom, del motivo que lo ha traído aquí. -Miró a Moliarti de reojo-. Supongo que Nel le habrá explicado qué es nuestra institución…

– Sí, me ha dado una pincelada.

– Muy bien. La American History Foundation es una organización sin fines de lucro que se financia con fondos privados. La fundación nació aquí, en Nueva York, en 1958, con el propósito de incentivar estudios sobre la historia del continente americano. Hemos creado un scholarship para estudiantes estadounidenses y de todo el mundo, destinado a premiar investigaciones innovadoras, estudios que revelen nuevas facetas de nuestro pasado.

– Es el Columbus Scholarship -precisó Moliarti.

– Exacto. Además, hemos financiado investigaciones realizadas por arqueólogos e historiadores profesionales. Muchos de esos trabajos están publicados y podrá encontrarlos en cualquier buena librería de la ciudad.

– ¿Qué tipo de trabajos? -quiso saber Tomás.

– Todo lo que concierne a la historia del continente americano -aclaró el presidente de la fundación-. Desde estudios sobre los dinosaurios que vivieron en este continente hasta investigaciones relativas a los native-americans, a las ocupaciones coloniales europeas y a los movimientos migratorios.

– Native-americans?

– Sí -sonrió Savigliano-. Es una expresión políticamente correcta que usamos en Estados Unidos. Se refiere a los pueblos que se encontraban aquí cuando llegaron los europeos. -Ah.

Savigliano suspiró.

– Bien, vamos a hablar entonces, específicamente, de nuestro problema. -Hizo una pausa, pensando por dónde comenzar-. Como usted sabe, en 1992 se celebró el quinto centenario del descubrimiento de América. Las ceremonias fueron magníficas y, me enorgullezco de decirlo, la American History Foundation desempeñó un papel relevante en el éxito de esas celebraciones. Cuando terminaron los actos conmemorativos y todo volvió a la normalidad, nos reunimos para decidir cuál sería nuestro siguiente proyecto. Mirando el calendario, hubo una fecha que nos saltó a los ojos. -Miró a Tomás con intensidad-:;Sabe cuál es?