– No .
– El día 22 de abril de 2000. Dentro de tres meses.
Tomás calculó.
– El descubrimiento de Brasil.
– ¡Bingo! -exclamó Savigliano-. Los quinientos años del descubrimiento de Brasil. -Bebió un sorbo más de café-. Ahora bien, lo que hicimos fue convocar una reunión con nuestros asesores para pedirles ideas. El desafío era saber qué podríamos hacer para darle a la fecha el relieve que se merece. Uno de los asesores presentes fue Nel, que ya había dado clases de historia en una universidad brasileña y conocía muy bien el país. Nel nos hizo una propuesta que consideramos interesante. -Miró a Moliarti-: Nel, creo que es mejor que tú mismo expliques tu idea.
– Claro, John -asintió Moliarti-. En lo fundamental, la idea que presenté parte de una polémica que ha recorrido la historiografía a través del tiempo: ¿Pedro Alvares Cabral descubrió Brasil accidentalmente o a propósito? Como sabe, los historiadores sospechan que los portugueses ya sabían que Brasil existía y que Cabral sólo llegó a formalizar un hecho que ya se había producido. Pues bien, yo propuse al executive board que financiase un estudio que diese la respuesta definitiva a esa cuestión.
– El board estuvo de acuerdo y la máquina se puso en marcha -añadió Savigliano-. Decidimos contratar a los mejores expertos en ese ámbito, pero queríamos personas que, aunque rigurosas, fuesen audaces, tuviesen el valor de enfrentarse a las ideas ya consabidas, fuesen capaces de ir más allá de la mera consulta de fuentes y que tuviesen la agilidad mental para entender lo que no se decía explícitamente en los documentos, pero se daba por sobreentendido.
– Como sin duda sabe -explicó Moliarti-, se descubrieron y mantuvieron en secreto muchas cosas: había informaciones que se consideraban secreto de Estado.
– Portugal era el campeón del secreto -asintió Tomás-. Precisamente existía la llamada «política de sigilo».
– Exacto -confirmó Moliarti-. Claro que, con descubrimientos hechos a escondidas y mantenidos en secreto, no tiene sentido que los historiadores carezcan de capacidad v disposición para ir más allá de los documentos oficiales. Pues si los documentos oficiales se destinaban a esconder la verdad, no a revelarla, no se los puede encarar con confianza. Por ello queríamos investigadores audaces.
Tomás hizo un gesto cargado de escepticismo.
– Dicho así suena muy bien, pero no es posible quedarse esperando a que un historiador serio decida ignorar las fuentes documentales, sin más ni más, y emprenda la aventura de la fabulación. Tiene que apoyar su trabajo en los documentos que existen, no en la especulación desenfrenada. No es posible confiar en un historiador que da rienda suelta a su imaginación; en caso contrario, ya no estamos hablando de historia sino de ficción histórica, ¿no?
– Sin duda.
– Es evidente que los documentos deben estar sujetos a la crítica -insistió Tomás-. Hay que entender la finalidad de los manuscritos, comprender su intención y evaluar su respectiva fiabilidad. Esa es, al fin y al cabo, la crítica de las fuentes. Pero no me cabe duda de que la investigación histórica debe basarse en fuentes documentales.
– Eso es lo que nosotros también creemos. -Moliarti se apresuró en aclararlo-. Por ello queríamos historiadores sólidos. Pensamos que tendrían que ser personas capaces de establecer conceptos más allá del corsé de los documentos, que fueron concebidos, bajo la política de sigilo vigente en Portugal en el siglo xv, para ocultar. Eso implica que nuestros investigadores tendrían que ser sólidos, por un lado, pero al mismo tiempo audaces. -Cogió una galleta de chocolate y la mordió-. El board me ha encomendado que encuentre historiadores con ese perfil; he estado investigando unos meses, viendo currículos, haciendo preguntas, leyendo trabajos, consultando a amigos. Hasta que descubrí a un hombre que se correspondía con el briefing que me habían entregado.
Moliarti hizo una pausa tan larga que Tomás se vio en la obligación de preguntar.
– ¿Quién?
– El profesor Martinho Vasconcelos Toscano, de la Facultad de Letras de la Universidad Clásica de Lisboa.
Los ojos de Tomás se desorbitaron.
– ¿El profesor Toscano? Pero él…
– Sí, amigo -cortó Moliarti con expresión grave-. Murió hace dos semanas.
– Fue eso lo que me dijeron. Hasta salió la noticia en los periódicos.
Moliarti suspiró pesadamente.
– El profesor Toscano atrajo mi atención por sus innovadores estudios sobre Duarte Pacheco Pereira, en particular sobre su obra más conocida, el enigmático Esmeraldo de Situ Orbis. Leí sus trabajos y me dejó muy impresionado su inteligencia sagaz, su capacidad para ir mucho más allá de las apariencias, demostrada al desafiar las verdades establecidas. Por otra parte, su obra era muy respetada en el Departamento de Historia de la PUC.
– ¿PUC?
– La Universidad Católica de Río de Janeiro, donde di clases -aclaró Moliarti-. De modo que fui a Lisboa a hablar con él y lo convencí para que dirigiera ese proyecto -dijo con una sonrisa en los labios-. Creo que también contribuyeron un poco a convencerlo los buenos honorarios que le pagamos.
– La American History Foundation se enorgullece de ser la institución que mejor paga a sus colaboradores -presumió Savigliano-. Exigimos lo mejor y pagamos mejor.
– Nos parecía que el profesor Toscano, pues, tenía el perfil adecuado -prosiguió Moliarti-. No escribía muy bien, es verdad, un problema frecuente entre los historiadores portugueses, según parece, pero no era un obstáculo insuperable. Para ocuparse del estilo tenemos aquí buenos especialistas, unos Hemingway que serían capaces de hacer que el profesor Toscano se pareciese a John Grisham.
Los dos estadounidenses se rieron.
– ¿Y por qué no a James Joyce? -preguntó Tomás-. Dicen que es el mejor escritor de lengua inglesa…
– ¿Joyce? -exclamó Savigliano-. Jesús Christ, ¡ése debe de escribir aún peor que Toscano!
Nuevas carcajadas.
– Vale, basta de bromas -dijo por fin Moliarti-. ¿Por dónde iba?
– El profesor Toscano tenía el perfil adecuado, pero escribía mal -acotó Tomás.
– Ah, sí -respiró hondo-. Bien, no diría que el profesor Toscano tenía el perfil adecuado. Sucede que se correspondía con el perfil que me habían trazado.
– ¿No es lo mismo?
Moliarti hizo una mueca.
– No es exactamente lo mismo. De hecho, el profesor Toscano planteaba algunos problemas, según tuve oportunidad de descubrir. -Bebió un sorbo de café-. En primer lugar, no era una persona que se ciñese a los límites de su ámbito de investigación. Se trataba de un hombre indisciplinado, seguía pistas que, aunque interesantes, acababan siendo irrelevantes para el estudio que tenía entre manos, lo que le llevaba a desperdiciar mucho tiempo en cosas accesorias. Además, no le gustaba rendir cuentas sobre el trabajo que hacía. Yo quería seguir la marcha de la investigación y le pedí informes regulares, pero no me decía nada, sólo farfullaba algunas frases sin sentido. Llegó a anunciarme que había hecho un descubrimiento importantísimo, algo que cambiaría todo lo que sabemos sobre los descubrimientos, una verdadera revolución. Cuando le pregunté qué era, se cerró en banda y dijo que tendría que esperar para verlo.
Se hizo un silencio.
– ¿Y esperaron?
– Esperar, esperamos. No teníamos alternativa, ¿no?
– ¿Y después?
– Y después murió -afirmó Savigliano sombríamente.
– Ya -murmuró Tomás pensativo-. Sin explicar qué descubrimiento era ése.
– Exacto.
– Estoy entendiendo -dijo recostándose en el sofá-. Y ése es, para ustedes, el problema pendiente.