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Moliarti carraspeó.

– Ese es también nuestro problema. -Alzó el dedo índice-. Pero no es el único, tal vez ni siquiera el mayor.

– ¿Ah, no? -se admiró el portugués.

– No -replicó Moliarti-. El mayor problema es que el plazo para presentar la investigación expira dentro de tres meses y no tenemos qué mostrar.

– ¿Cómo?

– Lo que oye. Dentro de tres meses se celebran los quinientos años del descubrimiento de Brasil y el trabajo de la American History Foundation no será visible. Como le he explicado, el profesor Toscano era aficionado al secretismo y no nos entregó ningún material, por lo que estamos con las manos vacías. No tenemos nada. -Juntó el índice con el pulgar, simulando un cero-: Cero.

– Será la primera vez en su existencia que la fundación no haga ninguna contribución en una gran efeméride de la historia de nuestro continente -añadió Savigliano.

– Una vergüenza -comentó Moliarti, meneando la cabeza.

Los dos miraron al portugués, expectantes.

– Por eso hemos contactado con usted -explicó Savigliano-. Necesitamos que recupere el trabajo de Toscano.

– ¿Yo?

– Sí, usted -confirmó, señalándolo con el dedo-. Tiene mucho que hacer y tiene que hacerlo con rapidez. Necesitamos que el manuscrito esté listo, a lo sumo, dentro de dos meses. Nuestra editorial es capaz de sacar el libro en sólo un mes, pero no hace milagros. Es fundamental que tengamos las cosas terminadas a mediados de marzo.

Tomás lo miraba con estupefacción.

– Disculpe, disculpe, pero aquí debe de haber un error. -Se inclinó hacia delante y apoyó la palma de la mano en su pecho-. Yo no soy experto en el ámbito de los descubrimientos. Mi especialidad es otra. Soy un paleógrafo y un criptoanalista, mi trabajo consiste en descifrar mensajes ocultos, interpretar textos y determinar la fiabilidad de los documentos. En eso soy bueno, el mejor en mi campo. Si necesitan un especialista en el periodo de los descubrimientos, vale, puedo indicarles nombres. En mi departamento, en la Universidad Nova de Lisboa, hay profesores más que preparados para ayudarlos en la investigación. Incluso, si les interesa, ya estoy pensando en una o dos personas adecuadas para ese trabajo. Pero yo, amigos míos, no. -Miró a los dos americanos-. ¿He sido claro?

Los dos interlocutores se miraron.

– Tom, usted ha sido muy claro -dijo Savigliano-. Pero es a usted a quien queremos contratar.

Tomás se quedó inmóvil observándolo durante dos intensos segundos.

– Creo que no me he explicado bien -dijo por fin.

– Se ha explicado muy bien, Tom; Crystal clear. Se me ocurre que nosotros no nos hemos explicado muy bien.

– ¿Cómo?

– Oiga, no necesitamos un experto en el ámbito de los descubrimientos -aclaró Savigliano-. Para eso tenemos a Nel -dijo señalando a Moliarti con el pulgar-. Lo que necesitamos es alguien que nos ayude a reorganizar todo lo que el profesor Toscano investigó sobre el descubrimiento de Brasil.

– Pero es eso lo que les estoy diciendo -insistió Tomás-. Ya me he dado cuenta de que no quieren un historiador para seguir investigando, sino alguien que coja lo que ya está investigado y reorganice el material para su publicación. Muy bien. Pero ¿quién mejor que un verdadero especialista en el tema de los descubrimientos para hacer ese trabajo, eh? Yo no soy la persona adecuada, ¿entienden? Yo soy un experto en paleografía y criptoanálisis, no puedo ayudarlos. ¿Han comprendido?

– No, es usted el que aún no nos ha comprendido -replicó Savigliano, que miró a Moliarti-. Explíquele todo, Nel; de lo contrario, nunca más saldremos de aquí.

– Vamos a ver, el problema es -comenzó Moliarti-, como le he dicho hace poco, que el profesor Toscano era una persona que prefería mantener las cosas en secreto. No nos entregaba informes periódicos, no nos decía nada, nos mantenía siempre en la oscuridad. Cuando yo le preguntaba cosas, optaba por las evasivas, escapaba siempre a las preguntas. Llegamos incluso a enfadarnos por esa razón -respiró hondo-. Pero la manía de los secretos llegó a extremos verdaderamente absurdos. Se empecinaba en que nadie debía saber lo que había descubierto y, como vivía con la paranoia de que todos querían robar sus secretos, decidió ocultar toda la información que había reunido.

– ¿Cómo?

– Es lo que le estoy diciendo -exclamó Moliarti-. Lo ocultó todo. Todo. Dejó enigmas cifrados con una clave para los descubrimientos que fue haciendo, pero la verdad es que no tenemos disponible esa información. -Se inclinó en dirección a Tomás-. Tom, usted es portugués, tiene conocimientos básicos sobre los descubrimientos y es un experto en criptoanálisis. Usted es la solución.

Tomás volvió a recostarse en el sofá, sorprendido.

– Bien…, pues…, eso es realmente…

– Y además podrá contar con mi ayuda -dijo Moliarti-. Yo mismo iré a Lisboa a investigar imágenes y estaré siempre a su disposición para lo que haga falta -insistió-. En honor a la verdad, me interesa tener informes regulares sobre el avance de su trabajo.

– Calma -interrumpió Tomás-. No sé si tengo tiempo para eso. Doy clases en la facultad y, además, tengo problemas que conciernen a mi…

– Estamos dispuestos a pagar lo que sea necesario -se adelantó Savigliano, sacando el as de la manga-. Dos mil dólares por semana, más los gastos extra que usted necesite. Si llega a buen puerto en el plazo que hemos establecido, tendrá incluso un premio de medio millón de dólares. -Casi deletreó la suma-. ¿Ha oído? Medio millón de dólares. -Extendió la mano-: Take it or leave it.

Tomás no tuvo necesidad de hacer muchas cuentas. Dos mil dólares eran casi equivalentes a dos mil euros. Cuatrocientos mil escudos por semana. Un millón seiscientos mil escudos por mes. Medio millón de dólares era igual a medio millón de euros, céntimo más, céntimo menos. Cien millones de escudos. Allí se presentaba la solución para todos sus problemas. Las múltiples consultas de Margarida, el profesor de educación especial, una casa mejor, un futuro más seguro, incluso aquellas pequeñas cosas que deseaban tener, cosas simples como ir a cenar a un restaurante, dar un paseo hasta Óbidos sin preocuparse por el gasto de gasolina o incluso ir a pasar un fin de semana a París para llevar a Constanza al Louvre y a la pequeña a Eurodisney. En realidad, se preguntó, ¿por qué la duda? La propuesta era irrenunciable.

Se inclinó hacia delante y miró a su interlocutor en los ojos.

– ¿Dónde firmo? -preguntó.

Se dieron un apretón de manos con entusiasmo, el negocio había quedado sellado.

– Tom, welcome aboard! -bramó Savigliano con una gran sonrisa-. Vamos a hacer grandes cosas juntos. ¡Grandes cosas!

– Espero que sí -asintió el portugués, con la mano a punto de ser triturada por el eufórico estadounidense-. ¿Cuándo comienzo?

– Inmediatamente.

– ¿Y por dónde?

– El profesor murió hace dos semanas en un hotel de Río de Janeiro -dijo Moliarti-. Tuvo un síncope cardiaco mientras bebía un zumo, fíjese. Sabemos que estuvo consultando documentos en la Biblioteca Nacional y en la biblioteca portuguesa de Río. Ahí podrán estar las pistas que tendrá que deslindar.

El rostro de John Savigliano adoptó una irónica expresión pesarosa.

– Tom, es mi penoso deber anunciarle que mañana cogerá un avión rumbo a Río de Janeiro.

Capítulo 3

Las rejas de los portones metálicos ofrecían una visión entrecortada del palacio de Sao Clemente, una elegante mansión blanca de tres pisos cuyas líneas arquitectónicas estaban claramente inspiradas en los palacetes europeos del siglo xviii; el edificio se erguía, esbelto y orgulloso, entre un jardín cuidado y dominado por altos plátanos, palmeras y cocoteros, además de mangos y flamboyants; alrededor de la mansión, la vegetación lujuriosa cerraba filas en las matas densas de Botafogo; y atrás, como un gigante silencioso, se alzaba la cuesta desnuda y oscura del Morro Santa Marta.