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Hacía calor y Tomás se limpió la frente al salir del taxi. Se dirigió al portón y, cuando llegó ante las rejas, alzó los ojos hacia la garita del guardia, a la izquierda.

– Por favor -llamó.

El hombre uniformado se estremeció en la silla en la que dormitaba; se levantó, soñoliento, y se acercó.

– ¿Dígame?

– Tengo una cita con el cónsul.

– ¿La ha pedido?

– Sí.

– ¿Cuál es su nombre?

– Tomás Noronha, de la Universidad Nova de Lisboa.

– Espere un momento, por favor.

El guardia volvió a la garita, llamó por el intercomunicador, esperó unos instantes, obtuvo respuesta y fue a abrir el portón.

– Tenga la amabilidad -dijo señalando la entrada principal del palacio- de dirigirse hasta aquella puerta.

Tomás recorrió el empedrado a la portuguesa que conducía al edificio consular, tomando un cuidado especial en no pisar el jardín, y se dirigió al lugar indicado, subiendo por una rampa levemente inclinada. Dejó atrás las escaleras, cruzó la puerta de entrada, labrada en madera oscura, y se encontró con un pequeño recibidor decorado con azulejos del siglo xviii, con motivos de flores y hasta figuras humanas con trajes de la misma época; dos puertas labradas con hojas de oro se encontraban abiertas de par en par y el visitante entró en un vasto vestíbulo donde se destacaba una primorosa mesa D. José en el centro, con una pieza de porcelana encima y una vistosa araña colgada del techo.

Un hombre joven, con el pelo negro peinado hacia atrás y un traje azul oscuro, se acercó al visitante; sus pasos resonaron en el pavimento de mármol.

– ¿Profesor Noronha?

– ¿Sí?

– Lourenço de Mello -dijo el hombre, tendiéndole la mano-. Soy el agregado cultural del consulado.

– ¿Cómo está?

– El señor cónsul vendrá enseguida. -Señaló un salón en el lado izquierdo-. Por favor, vamos a esperar en el salón de fiestas.

El salón era alto y espacioso, aunque no muy ancho. Tenía molduras de hojas de oro en el techo beis y en las paredes pintada^ de color salmón, con varias ventanas altas, a la izquierda, que daban al jardín del frente y estaban adornadas con cortinas rojas recamadas en oro; el piso en composé de maderas brasileñas brillaba con el barniz, reflejando difusamente los sofás y sillones distribuidos por el salón. Tomás dedujo que el mobiliario imitaba el estilo Luis XVI; un enorme cuadro de don Juan II, el rey que había llegado a Río escapando de las invasiones napoleónicas, adornaba la pared junto al rincón donde ambos se sentaron; al fondo del salón reposaba un gran piano de cola, negro y reluciente: un Erard, le pareció.

– ¿Quiere tomar algo? -preguntó el agregado cultural.

– No, gracias -respondió Tomás mientras se acomodaba en la silla.

– ¿Cuándo llegó?

– Ayer por la tarde.

– ¿Vino en la TAP?

– Delta Airlines.

Lourenço de Mello se quedó sorprendido.

– ¿Delta? ¿Delta vuela desde Lisboa hasta aquí?

– No -dijo sonriendo Tomás-. Volé de Nueva York a Atlanta y de Atlanta hasta aquí.

– ¿Usted fue a Estados Unidos para venir a Brasil?

– Pues…, en realidad, sí. -Se movió en la silla-. Ocurre que tuve una reunión en Nueva York con unas personas de la American History Foundation, no sé si la conoce…

– Vagamente.

– … y decidieron que debía venir directamente hasta aquí.

El agregado cultural se mordió el labio inferior.

– Ya, ya entiendo -suspiró-. Ha sido muy desagradable.

– ¿Qué?

– La muerte del profesor Toscano. No se imagina el…

Un hombre de mediana edad, enérgico y elegante, con canas en las sienes, irrumpió en el salón.

– Muy buenos días.

Lourenço de Mello se levantó y Tomás lo imitó.

– Señor embajador, éste es el profesor Noronha -dijo el agregado haciendo las presentaciones-. Señor profesor, el embajador Alvaro Sampayo.

– ¿Cómo está?

– Por favor, póngase cómodo -dijo el cónsul y se sentaron todos-. Estimado Lourenço, ¿ya le has ofrecido un café a nuestro invitado?

– Sí, señor embajador. Pero al profesor no le apetece.

– ¿No le apetece? -El diplomático se asombró y miró a Tomás con gesto reprobatorio-. Es café de Brasil, amigo. Mejor: sólo el de Angola.

– Tendré mucho gusto en probar su café, señor cónsul, pero no con el estómago vacío, me sentaría mal.

El cónsul se golpeó la rodilla con la palma de la mano y se levantó de repente, con vigor.

– ¡Tiene toda la razón! -exclamó, antes de dirigirse al agregado-. Lourenço, vaya a decirle al personal que sirva el almuerzo, ya es hora.

– Sí, señor embajador -respondió el agregado, saliendo para transmitir la orden.

– Venga -le dijo el cónsul a Tomás, empujándolo por el codo-. Vamos a pasar al comedor.

Entraron en el enorme comedor, dominado por una larga mesa de madera de jacarandá, con patas labradas y veinte sillas a ambos lados, todas forradas con tela bourdeaux. Dos arañas de cristal colgaban sobre cada extremo de la mesa, hermosas e imponentes; el techo estaba ricamente trabajado, con claraboyas circulares y un enorme escudo portugués en el centro; el suelo era de mármol alpino, parcialmente cubierto con alfombras de Beiriz; un enorme tapiz, con una escena de jardín inglés del siglo xviii, se alzaba en la pared del fondo. Un pasillo, protegido por cuatro altas columnas de mármol y que daba a un patio interior donde manaba una fuente decorada con azulejos, atravesaba el lado derecho de la sala; la izquierda mostraba ventanas que se abrían de par en par a un lujurioso jardín tropical.

Tres platos de porcelana, con sus respectivos cubiertos de plata y vasos de cristal, se encontraban dispuestos encima de la mesa, en la otra punta, frente al gigantesco tapiz.

– Por favor -indicó el cónsul en la cabecera de la mesa, señalando el lugar a su derecha.

Tomás se sentó y el agregado cultural, que había vuelto, se reunió con ellos a la mesa.

– Ya viene el almuerzo -anunció Lourenço.

– Excelente -exclamó el cónsul mientras se colocaba la servilleta en el regazo y fijaba su mirada en el invitado-. ¿Ha viajado bien?

– Huy…, más o menos. Tuvimos algunas turbulencias.

El diplomático sonrió.

– Pues sí, las turbulencias son tremendas. -Alzó las cejas con malicia-. No me diga, amigo, que le da miedo volar…

– Bueno… No… -titubeó Tomás-. Miedo no es la palabra. Tengo sólo un poco de desconfianza.

Todos se rieron.

– Creo que es una cuestión de hábito, ¿sabe? -explicó el diplomático-. Cuanto más viajamos, menos miedo tenemos a volar. Suele viajar poco, ¿no?

– Sí, viajo poco. De vez en cuando me invitan a dar una conferencia en España, en Italia o en Grecia, o voy a algún sitio a hacer un peritaje o una investigación, pero, en general, me quedo en Lisboa, tengo una vida demasiado complicada para andar por ahí vagabundeando.

Apareció un hombre de uniforme blanco y botones dorados con una bandeja que sirvió sopa. Tomás miró las verduras y reconoció la sopa juliana.

– ¿Esta es su primera vez en Río? -quiso saber el cónsul.

– Sí, nunca había venido aquí.

Comenzaron a comer.

– ¿Qué tal?

– Aún es pronto para emitir un juicio. -Sorbió una cucharada-. Llegué ayer, a última hora de la tarde. Pero por ahora me está gustando mucho, me da la sensación de que es una especie de Portugal tropical.

– Sí, ésa es una buena definición. Un Portugal tropical.

Tomás suspendió la cuchara de sopa por un instante.

– Señor embajador, discúlpeme la pregunta. Si usted es embajador, ¿por qué razón ocupa el cargo de cónsul? ¿No debería ocupar el de embajador?