– Sí, en condiciones normales ocurriría eso. Pero Río de Janeiro es un lugar especial, ¿sabe? El consulado de Río es mejor que la embajada de Brasilia, ¿entiende? -dijo bajando el tono de su voz, como haciendo un aparte.
El invitado abrió la boca y siguió comiendo.
– Ah, entiendo -dijo, aunque mantuvo una expresión de intriga-. ¿Por qué?
– Vaya, porque Río de Janeiro es un sitio mucho más agradable que Brasilia, que queda en una altiplanicie perdida en medio del monte.
– Ah -exclamó, comprendiendo finalmente-. Pero usted ya ha estado en varias embajadas…
– Claro. En Bagdad, en Luanda, en Beirut. Siempre que surgía un lugar complicado, ahí estaba este su humilde y abnegado amigo empeñado en servir a la nación.
Terminaron la sopa y el camarero se llevó los platos. Volvió unos minutos después con una fuente humeante: era lomo de cerdo asado, que sirvió con arroz con tomate y guisantes y hasta patatas asadas. Después llenó unas copas con agua y otras con tinto alentejano.
– Señor embajador, déjeme agradecerle su amabilidad al invitarme.
– Vaya por Dios, no tiene nada que agradecer. Tengo el mayor placer en ayudarlo en su misión. -Comenzaron a comer la carne asada-. Además, después de que usted llamó desde Nueva York, recibí instrucciones del ministerio, en Lisboa, para concederle todo el apoyo que necesite. Las investigaciones relacionadas con los quinientos años del descubrimiento de Brasil se consideran de interés estratégico para el desarrollo de las relaciones entre ambos países, por lo que, créame, no le estoy haciendo ningún favor, me limito a cumplir con mis obligaciones.
– De cualquier modo, se lo agradezco -vaciló-. ¿Ha conseguido obtener las informaciones de las que le hablé por teléfono?
El embajador asintió mientras masticaba un trozo de carne:
– La muerte del profesor Toscano significó el acabose en los trabajos del consulado. No se imagina las dificultades que tuvimos para trasladar el cuerpo a Portugal. -Suspiró-. Fue un verdadero calvario, no sabe hasta qué punto. ¡Válgame Dios! Eran papeles por aquí y formularios por allá, más el interrogatorio policial, los problemas en el depósito de cadáveres y hasta una serie de autorizaciones, sellos y más burocracia. Después vinieron las dificultades planteadas por la compañía aérea. En fin, una fenomenal película de terror. -Miró al agregado-. Y Lourenço pasó las de Caín, ¿no fue así, Lourenço?
– Ah, señor embajador, ni me hable de eso.
– En cuanto a la información que me solicitó, estuvimos viendo los papeles del profesor Toscano y descubrimos que hizo casi todas las investigaciones en la Biblioteca Nacional, pero también en parte en el Real Gabinete Portugués de Lectura.
– ¿Dónde está eso?
– En el centro de la ciudad. -Bebió un trago de vino-. Caramba, este tinto está realmente delicioso -exclamó, alzando la copa a contraluz y analizando el néctar oscuro; miró a Tomás-. Pero usted no debe de tener muchas cosas por descubrir, ¿sabe? El profesor Toscano estuvo aquí sólo tres semanas antes de que le diese el patatús… Eh, perdón…, antes de fallecer.
– Claro, no debe de haber visto muchas cosas.
– Tuvo poco tiempo el infeliz.
Tomás carraspeó.
– Usted ha dicho, señor embajador, que estuvo viendo los papeles del profesor Toscano…
– Ajá…
– Supongo que los habrá enviado a Lisboa.
– Claro.
El agregado cultural tosió, interponiéndose en la conversación.
– No es exactamente así -interrumpió Lourenço de Mello.
– ¿Cómo que no es así? -dijo sorprendido el cónsul.
– Hubo un problema con la valija diplomática y los papeles del profesor Toscano aún están aquí. Saldrán mañana.
– ¿Ah, sí? -exclamó el embajador Alvaro Sampayo, antes de mirar a Tomás-. Mire, al final, los papeles aún están aquí.
– ¿Puedo verlos?
– ¿Los papeles? Claro que sí. -Miró al agregado-. Lourenço, vaya a buscarlos, por favor.
El agregado se levantó y desapareció tras la puerta.
– ¿Y? ¿Qué tal ese lomo asado? -preguntó el cónsul, señalando el plato del invitado.
– Una maravilla -elogió Tomás-. Y esta idea de poner batatas en medio de las patatas es formidable.
– ¿A que sí?
Lourenço de Mello regresó con una cartera en la mano. Se sentó, la abrió sobre la mesa y sacó fajos de papeles.
– Son sobre todo fotocopias y apuntes -explicó.
Tomás cogió los papeles y los examinó. Se trataba de fotocopias de libros antiguos, por el tipo de impresión y de texto calculó que serían del siglo xvi; había textos en italiano, otros en portugués antiguo y algunas cosas en latín, todo lleno de ornees trabajadas y hermosas miniaturas, los trazos realizados a pincel y a pluma. Los apuntes no pasaban de unas notas casi imperceptibles, escritas deprisa; reconoció algunas palabras: aquí «Cantino»; allá «Pinzón»; más allá «Cabral». Aquello era suficiente para entender que estaba ante anotaciones relacionadas con el descubrimiento de Brasil.
Entre aquellos garrapatos, Tomás descubrió una hoja suelta, dos líneas firmes, tres palabras redactadas con inusitado esmero, con todas sus letras escritas con mayúscula; parecían rasgar el papel, la caligrafía revelaba contornos oscuros, insinuantes, como si encerrase una fórmula mágica arcaica, creada por antiguos druidas y olvidada en la niebla de los siglos. Casi irreflexivamente, sin saber bien por qué, como si obedeciese a un viejo instinto de historiador, aquel sexto sentido de ratón de biblioteca habituado al moho polvoriento de los viejos manuscritos, se inclinó sobre la hoja y la olió: sintió surgir de allí un olor arcano, un aroma secreto, una fragancia transportada por un mensajero del tiempo. Como un encantamiento esotérico, que nada revela y todo lo sugiere, aquellas palabras indescifrables exhalaban el enigmático perfume del misterio.
MOLOC
NINUNDIA OMASTOOS
– Qué extraño, ¿no? -comentó Lourenço, intrigado-. Encontraron eso doblado en la cartera del profesor Toscano. No se entiende qué puede ser. ¿Qué demonios querría decir él con ese galimatías?
Tomás permaneció callado analizando la hoja que tenía en sus manos.
– Ajá -se limitó a murmurar, pensativo.
– ¡Válgame Dios! -exclamó el embajador-. Parece flamenco.
– O si no una de esas lenguas antiguas… -conjeturó Lourenço.
El invitado se mantuvo concentrado en aquellas extrañas palabras.
– Tal vez -dijo por fin, sin apartar la vista del texto-. Pero me suena más a un mensaje codificado.
– ¿Qué quiere decir? No entiendo.
– En Nueva York me advirtieron de que el profesor Toscano había cifrado o codificado toda la información relevante que fue descubriendo -explicó Tomás-. Por lo que parece, ponía tanto cuidado en la seguridad que se había vuelto un tanto paranoico. Además, tenía la manía de llenar todo de acertijos -suspiró-. Y por lo visto, no exageraron nada.
– Qué confusión infernal -exclamó el cónsul-. ¿Y usted consigue entender algo?
– Sí, aquí hay algunas pistas -murmuró Tomás-. Para comenzar, este «moloc». Es la primera palabra del mensaje y la única cuyo sentido me parece claro, aunque enigmático.
– ¿Y qué quiere decir?
– Moloc era una divinidad de la Antigüedad. -Se rascó el mentón-. La primera vez que me crucé con esta palabra fue de niño, leyendo un libro de historietas de uno de mis héroes favoritos, Bernard Prince. El álbum se llamaba Le soufflé de Moloch y, si no recuerdo mal, era una historia que transcurría en una isla amenazada por un volcán en erupción, un volcán conocido como Moloch. También leí siendo pequeño algunas historias de Alix, cuyas aventuras se desarrollaban en la Antigüedad e incluían al dios Moloch. Y me acuerdo también de haber echado un vistazo a un libro de Henry Miller titulado Moloch.