Выбрать главу

– ¿La Biblioteca Nacional y el Real Gabinete Portugués de Lectura?

– Sí.

– Eso está hecho.

El calor apretaba, el sol azotaba la ciudad con implacable violencia y la tarde se extendía frente a él, promisoria y libre; estaban reunidos los tres ingredientes principales que condujeron a Tomás a la playa. La fundación lo alojó en el mismo hotel en el que se había instalado el profesor Toscano, y la llamada del mar, una vez de vuelta en la habitación, se hizo irresistible. Tomás se puso unas bermudas, cogió el ascensor hasta el sótano, pidió una toalla y salió del hotel; recorrió la Rúa Maria Quitéria hasta llegar a la magnífica Avenida Vieira Souto; aguardó el verde para los peatones, cruzó la calle, entró en la rambla y bajó hasta la playa.

La arena, fina y dorada, le quemaba los pies; fue dando saltitos hasta la tienda del hotel y pidió una tumbona y una sombrilla. Dos empleados, ambos negros oscuros y fornidos, con gorra y camisa azul, extendieron una tumbona blanca lo más cerca posible del agua y plantaron en la arena una sombrilla azul y blanca con el logotipo del hotel. Cuando terminaron, Tomás les dio un real de propina. Miles y miles de personas se apiñaban en la playa de Ipanema, no se encontraba en parte alguna más de un metro cuadrado de arena libre. «¡Italia para todos! ¡Veréis qué bueno está!», gritó una voz pasajera. Tomás se sentó en el borde de la tumbona, cogió la crema protectora, la desparramó por su cuerpo y se recostó.

Se puso a mirar a su alrededor. Un grupo de chicos italianos se encontraba extendido justo a su derecha; enfrente estaba sentada una sexagenaria, con sombrero y gafas oscuras, y a la izquierda vio a tres mulatas brasileñas que exhibían enormes senos turgentes; Tomás los observó con atención, le parecieron perfectos, pero se dio cuenta de que eran demasiado perfectos, allí había artes de cirujano. «¡Limón y mate! ¡Matia! ¡Limonada Matia!», entonó otra voz que pasó a su lado. Sintió que la piel le ardía por el choque de los violentos rayos solares y se encogió más buscando el reparo de la sombrilla.

Alguien decía a sus espaldas: «Mira, hija, relájate, ¿me has oído? Relájate, querida…». Volvió la cabeza y vio a un hombre calvo, de más de cincuenta años, tumbado al sol, con el móvil al oído. «Mira, querida, tus hijos se van de vacaciones… pues eso», decía el hombre. Era imposible no escucharlo. «Eso…, pues eso…, se van de vacaciones… y entonces, querida, vas a poder hacer el amor con tu marido, ¿te das cuenta, hija?»Perplejo, Tomás volvió la cara hacia delante e hizo un esfuerzo para ignorar la conversación íntima que aquel padre brasileño mantenía con su hija en medio de la playa apiñada. Intentó concentrarse en lo que ocurría a su alrededor, lo que no era difícil. Una legión de vendedores había tomado la playa por asalto; no transcurrían cinco segundos sin que uno de ellos pasase por delante con los pregones más variados. «¡Pruebe el mate! ¡Pruebe el mate limón!» Un olor agradable acarició sus fosas nasales, mientras el hombre, atrás, daba consejos a su hija sobre el modo mejor de satisfacer sexualmente a su marido. «¡Queso a la brasa! Delicioso. ¡Es el queso del cuajo!» Aquel buen olor era el aroma del queso mientras lo calentaban para un cliente, a la izquierda. «¡Naranja con zanahoriaaaa! ¡Naranja con zanahoriaaaa!» El individuo de detrás aconsejaba a su hija que se dedicase al sexo oral con su marido: «A los hombres les gusta mucho, querida», y fue en ese delicado momento cuando su móvil, como una campana salvadora, comenzó a sonar. «¡Agua mineral y Coca Light! ¡Mate!» Estiró el brazo y atendió. «¡Italia para toooodos! ¡Helados! ¡Italia bien heladaaa!»

– ¿Dígame?

– ¿Profesor Noronha?

– ¿Sí?

– Le habla Lourenço de Mello, desde el consulado.

– Ah, hola. Qué rapidez en llamar…

– Sí. Bien, ya tengo aquí las cosas organizadas para mañana. ¿Puede tomar nota?

– Un momento. -Tomás se inclinó sobre su bolsa y sacó un bolígrafo y una libreta de notas; volvió a acercar el móvil a su oído-. Sí, dígame.

– A las diez de la mañana estarán esperándolo en el Real Gabinete Portugués de Lectura.

– Sí…

– Y a las tres de la tarde, el propio director de la Biblioteca Nacional lo recibirá para ayudarlo en lo que haga falta. Ya está informado de los detalles de su misión y se ha mostrado dispuesto a echarle una mano. Se llama Paulo Ferreira da Lagoa.

– Ajá, ajá…

– ¿Ha tomado nota? Paulo Ferreira da Lagoa.

– … daaa La-go-a. Ya está. A las tres de la tarde.

– Exacto.

– ¿Y cuál es la dirección de estas bibliotecas?

– El Real Gabinete está en la Rúa Luís de Camões, es fácil recordarlo. Cerca de la plaza Tiradentes, en el centro de la ciudad. La Biblioteca Nacional también está por allí cerca, en la plaza donde comienza la Avenida Rio Branco. Cualquier taxi puede llevarlo hasta ahí, no hay problema.

– Muy bien.

– Si necesita alguna cosa más, no dude en ponerse de nuevo en contacto conmigo.

– Estupendo. Muchas gracias.

El hombre que estaba detrás también apagó el móvil y los sonidos de la playa volvieron a llenar sus oídos. «¡Açaííí! [1] ¡Açaí, açaííí! ¡Açaí concentrado con cereales!» Medio mundo se encontraba sentado en sillas y tumbonas, algunos en la arena, la mayoría bajo la protección de sombrillas, unos casi encima de los otros. Ipanema era una Caparica aún más densamente poblada. «¡Empanadillas! ¡Aquí empanadillas!» Grupos dispuestos en círculo jugaban junto al agua a la pelota, que botaba de aquí para allá, mientras los jugadores saltaban entre locos malabarismos. «¡Para los cariocas, para los turistas! ¡Ha llegado el sucolé de Claudinho, el mejor zumo de Río!» Unas parejas jugaban a las palas golpeando la pequeña pelota con asombrosa violencia, mientras varios grupos de personas se enfrentaban a las olas. «¡Pataaatas fritaaas!» A la derecha, al fondo de la playa, encima de Leblon, se alzaban los picos gemelos del Morro dos Dois Irmãos, en cuya ladera, sobre el mar, se extendía la blanca maraña de la favela de Vidigal. «¡Agua! ¡Mate!» Las pequeñas islas Cagarras llenaban de verde el horizonte azul frente a la playa. «¡Bocadillos naturales del bajito mochales!» A la izquierda, más allá de la Pedra do Arpoador, dos cargueros convergían lentamente en la estrecha garganta de la bahía de Guanabara. «¡Empanadiiiillas! ¡Langosta-camarón-palmito-tasajo-plátano-pollo-gallina-pollito-queso-bacalao!» Los vendedores eran un espectáculo aparte, moviéndose con pesadas cargas, sudorosos, oscuros, con gorra y camisas de colores. «¡Bronceadores baratitos! ¡Bronceadores!» Los que ofrecían de comer y beber no paraban de gritar, mientras que los otros se mostraban más discretos, la mayoría deambulaba en silencio, unos pocos murmuraban sus productos. «¿Tatuaje?» Videntes y echadores de cartas zigzagueaban por la arena y había quienes ofrecían protectores solares, pendientes, pulseras, sándalo, dibujos con modelos de tatuajes, gorras, sombreros, camisas, bolsas y bolsos, biquinis, artesanía, gafas, flotadores y cubos de playa, pelotas. «¡Polos de Italiaaa! ¡Polos ricos! ¡De Italiaaa!»Tomás quería reflexionar sobre el enigma del mensaje dejado por Toscano, pero el calor intenso y la animación en la playa le impedían concentrarse en el problema. Se levantó, zigzagueó entre los veraneantes y bajó hasta el mar. El agua besó sus pies y la sintió fresca, tal vez demasiado fría para la reputación de las playas de los trópicos; olas de dos metros se abatían con fragor sobre los bañistas un poco más adelante y algunos aprovechaban para hacer del cuerpo una plancha de surf, usando en su provecho la fuerza del agua y deslizándose en la corriente. El sol calentaba con fuerza, e incidía sobre todo en los hombros, pero la frescura del agua ahuyentó el calor y Tomás volvió al problema que lo obsesionaba.

вернуться

[1] Euterpe oleracea, llamada en castellano «palmera de la col», común en Venezuela, Brasil, Ecuador, las Guyanas. Se obtiene de su fruto un delicioso zumo vigorizante. (N. del T.)