Lo primero que había que resolver era, naturalmente, el significado del nombre «moloc», si se consideraba sobre todo que esta palabra surgía aislada de las restantes; ¿por qué razón habría recurrido Toscano al cruel dios de Canaán, la divinidad de los sacrificios, para iniciar el enigma? ¿Estaría sugiriendo que la resolución de la clave incluiría un sacrificio? Por otro lado, también se debía considerar la posibilidad de que Toscano hubiese mezclado sistemas de cifra y código en el mismo mensaje; es decir, «moloc» parecía ser realmente un código, o un símbolo de algo, pero Tomás admitió que las otras palabras podían remitir a cualquier tipo de cifra. Si no estuviesen cifradas, el conjunto tendría que responder a un código, lo que, además, era más lógico y verosímil, considerando que parecían palabras. Sin embargo, en ese caso, quedaba sin resolver el problema de «ninundia». Consideró los dos caminos y decidió apartar la hipótesis de que se trataba de una cifra; partiría del principio de que se encontraba frente a un código. Si era un mensaje codificado, ¿qué demonios significaría «ninundia»? ¿Se trataría realmente de una tierra desconocida? Pero ¿cuál era la relación de Ninundia con el dios Moloc? Si lograse entender mejor el vínculo entre ambas partes, meditó, probablemente sería capaz de descifrar la otra palabra codificada, «omastoos», de la misma manera que Champollion, más de doscientos años antes y a partir de dos simples eses y un «ra», había logrado deslindar el misterio de los jeroglíficos.
Se cansó de intentar resolver el problema a la orilla del agua y volvió hasta la tumbona; llegó mojado hasta la cintura y se estiró esperando que lo secase el sol.
– ¡Aaaaaaaah! -gritó alguien a su lado, muy alto.
Dio un salto en la tumbona, con el corazón acelerado, y vio a un hombre con un cuchillo apuntando a la sexagenaria. Un atraco, pensó aterrorizado. Miró mejor y se dio cuenta de que el cuchillo tenía una cosa amarilla clavada en la punta. Y el hombre se presentaba de un modo poco común; era bajo, moreno, usaba guantes negros y una enorme cesta de mimbre equilibrada en la cabeza, una postura extraña que nadie espera ver en un asaltante.
– ¿Piña? -preguntó el hombre del cuchillo.
Era un vendedor de piñas.
– Ay, qué susto -se quejó la sexagenaria.
El hombro esbozó una sonrisa contagiosa.
– De susto, nada. Es que soy un hombre y mi voz es así.
La sexagenaria sonrió y rechazó el trozo de piña que el vendedor le extendía en la punta del cuchillo; el hombre, aun así, le dio las gracias, sonriente, y siguió su camino, siempre con la cesta de piñas equilibrada en la cabeza, como si fuese un ancho sombrero mexicano, y un trozo de la fruta en la punta del cuchillo. Dio unos pasos más y, junto a una muchacha distraída, le gritó al oído.
– ¡Aaaaaaaah! ¿Piña?
La chica dio un salto, lo miró llevándose las manos al pecho, defensiva, y exclamó:
– ¡Qué susto!
No le costó mucho a Tomás descubrir las delicias de Ipanema. Probó los zumos de mango y los de caña en los bares de las esquinas del barrio, acompañándolos con tiernos panes de queso, comprados cuando aún estaban calientes, recién horneados. Al anochecer, y siguiendo el consejo de un botones del hotel, recorrió la Rúa Visconde de Pirajá hasta llegar a la Farme de Amoedo; giró a la izquierda y desembocó en el Sindicato del Chopp, un restaurante abierto a la calle, sin ventanas de cristal, y muy frecuentado. Pidió carne con arroz blanco y frijoles negros, condimentados con caldo verde y farofa, y acompañó la comida con una caipiriña bien fresca. Al lado, una multitud de hombres se concentraba en el bar Bofetada. Tomás los observó con atención y se dio cuenta de que eran homosexuales.
Mientras masticaba la carne tierna, volvió al problema del acertijo de Toscano. Concentró su atención en la palabra «ninundia». Si era el nombre de una tierra desconocida, reflexionó, forzosamente la otra palabra de la misma línea, «omastoos», estaría relacionada con esa tierra; pero relacionada de qué manera, Dios santo. Se acordó de que uno de los más antiguos textos literarios se titulaba Las aventuras de Ninurta, una obra sumeria conservada en lengua acadia. ¿Sería Ninundia una referencia a la tierra de Ninurta? Pero, si mal no recordaba, Ninurta era de Nippur, en el actual Irak, por lo que no podía haber ninguna relación con Brasil. No, concluyó. A pesar de la semejanza entre las dos palabras, Ninundia no podía remitir a Ninurta. Sintiéndose acorralado, Tomás intentó luego descomponer las dos palabras de la segunda línea, pero sus sucesivas experiencias, ensayadas en el mantel de papel del Sindicato del Chopp, fracasaron.
Frustrado, comenzó a interrogarse en cuanto al vínculo entre el mensaje encontrado y la cuestión de fondo, es decir, ¿cuál es la relación entre Moloc y el descubrimiento de Brasil? ¿Sería Brasil Ninundia? Aún más importante era averiguar si el mensaje estaba relacionado de algún modo con el gran descubrimiento que, según Moliarti, reveló haber hecho Toscano: un descubrimiento capaz de revolucionar todo lo que se sabía sobre el periodo de los descubrimientos. Y, ya puestos, ¿qué tiene que ver Moloc con la expansión marítima? ¿Acaso Toscano descubrió que los hombres de la Antigüedad ya habían llegado a Brasil? Sería interesante saberlo, sin duda, pero Tomás no veía hasta qué punto tal información podría revolucionar los conocimientos sobre lo que ocurrió cuando Portugal se hizo a la mar para descubrir el mundo. No, decidió; tiene que ser algo diferente, algo que tenga consistencia. Saber que los hombres de Canaán estuvieron en Brasil, aunque importante, no cambiaría lo que ya se sabía sobre los descubrimientos. ¿O lo cambiaría? Tomás se atormentaba con el enigma, buscaba soluciones, hacía pruebas, intentaba ponerse en el lugar de Toscano e imaginar su razonamiento, pero no lograba avanzar en la resolución del enigma dejado por el historiador fallecido, era como si chocase con una barrera sólida, impenetrable, opaca.
Sonó el móvil.
– ¿Dígame?
– Hej! Kan jag fá tala med Tomás?
– ¿Cómo?
Una risita femenina fue la respuesta.
– Jag heter Lena.
– ¿Cómo? ¿Quién habla?
– Soy yo, profesor. Lena.
– ¿Lena?
– Sí. Estaba poniendo a prueba su sueco. -Se oyó una risita más-. Me parece que usted necesita unas clases.
– Ah, Lena -reconoció Tomás-. ¿Cómo consiguió mi número?
– Me lo dio la secretaria del departamento -vaciló-. ¿Por qué? ¿No quería que lo llamase?
– No, no. -Se dio prisa en responder, temiendo haber dado una impresión equivocada-. No hay ningún problema. Me ha sorprendido, nada más que eso. Es que no me esperaba en absoluto una llamada suya.
– ¿De verdad que no hay problema?
– No, quédese tranquila. Dígame, ¿qué ocurre?
– Ante todo, buenas noches, profesor.
– Hola, Lena. ¿Le va bien? Cuénteme.
– Muy bien, gracias. -Cambió ligeramente el tono-. Lo he llamado, profesor, porque necesito su ayuda.
– Diga.
– Como sabe, comencé las clases hace unos días, porque mi expediente del Erasmus se retrasó y mi inscripción en Lisboa llegó tarde. -Sí.
– De modo que, profesor, necesitaba recuperar las clases de la asignatura que me he perdido debido al retraso.
– Pues tal vez lo mejor sea pedir los apuntes a sus compañeros.
– Ya lo he pensado. El problema es que algunos de estos temas no se aprenden sólo leyendo apuntes, ¿no? Por ejemplo, la escritura cuneiforme, de la que usted habló en las primeras clases. He estado viendo que los sumerios tenían el hábito de combinar dos símbolos de palabras para formar un símbolo compuesto, cuyo significado derivaba de sus elementos. El problema es que esas señales no siempre se componen en la misma secuencia.
– Sí, es el caso de, yo qué sé…, pues…, por ejemplo, «geme» y «ku». «Geme» significa «esclava» y se escribe colocando el símbolo de «sal», o mujer, al lado de «kur», país extranjero. Pero en el caso de «ku», que significa «comer», el símbolo de «ninda», o «pan», se coloca, no al lado de «ka», la boca, sino dentro de «ka».