– Eso es lo que me confunde. ¿En qué situaciones los símbolos se colocan uno al lado del otro y en qué situaciones un símbolo queda dentro del otro?
– Bien, eso depende de lo que…
– Profesor -interrumpió Lena-. No piensa darme una clase por teléfono, ¿no?
Tomás vaciló.
– Pues…, sí…, no…
– ¿Podríamos encontrarnos para que me dé esa explicación? No sé, mañana, si quiere, o incluso hoy, si estuviese disponible.
– ¿Hoy? No puede ser…
– Entonces mañana.
– Espere. Ni hoy ni mañana. Es que me encuentro en Brasil.
– ¿En Brasil? ¿Está en Brasil, profesor?
– Sí. En Río de Janeiro.
– ¡Uau, qué suerte! ¿Y ya ha ido a la playa?
– Casualmente, sí. He ido hoy.
– ¡Ay, qué envidia! ¿Hace calor?
– Treinta grados.
– Y su pobre alumna sueca aquí, muerta de frío -dijo simulando un lamento mimoso-. ¿No le doy pena?
– Sí que me da pena -dijo Tomás mientras se reía.
– Entonces tiene que ayudarme -exclamó la muchacha, rebosante de jovialidad.
– Claro. ¿Qué necesita?
– Necesito unas clases.
– Muy bien. No estoy seguro de cuándo vuelvo a Lisboa, todo depende del avance de mis investigaciones en Río de Janeiro, pero sin duda estaré ahí el lunes, porque tengo que dar clase. Telefonéeme a partir del lunes, ¿vale?
– Sí, señor. Muchas gracias, profesor.
– De nada.
– ¿Sabe? Estoy segura de que será un placer aprender con usted -concluyó la sueca, con la voz cargada de malicia.
Enfatizó la palabra «placer».
La calle se agitaba en medio del acelerado bullicio matinal y Tomás observó por la ventanilla del taxi las fachadas de los edificios y los locales de comercio popular, con las puertas abiertas, recibiendo a los clientes. Los edificios eran pintorescos, con aspecto antiguo y algo degradado; exhibían balconcillos labrados y ventanas altas, con las paredes pintadas de varios colores; aquí fachadas amarillas, allí rosas, más allá verdes, más adelante azules o beis. Tomás reconocía en aquella calle los rasgos inconfundibles ele la influencia de la arquitectura tradicional portuguesa. Las aceras estaban empedradas con baldosines a la portuguesa y decoradas con figuras geométricas en negro. Por todas partes se veían tiendas con los nombres más diversos: el Pince-Nez de Ouro, el Palacio da Ferramenta, la Casa Oliveira.
– ¿Qué calle es ésta?
– ¿Cómo dice, señor? -preguntó el taxista, mirando por el retrovisor.
– ¿Cómo se llama esta calle?
– Es la Rúa da Carioca, señor. Una de las más antiguas de Río, es del siglo xix. -Señaló a la izquierda-. ¿Ve aquel local?
Tomás contempló el lugar que le indicaba; en el interior del establecimiento observó mesas con platos y cubiertos, además de vasos y botellas.
– ¿Aquel restaurante?
– Sí. Es el Bar do Luís.
El taxi se detuvo, frenado por el intenso tráfico de la mañana, frente al restaurante, y los dos se quedaron mirando el local.
– Es la casa de comidas más antigua de Río, señor. Abrió en 1887 y tiene una historia curiosa. Antiguamente, el local se llamaba Bar Adolf y en él se encontraba la mejor comida alemana de la ciudad, tenían unas salchichas muy buenas. Todos los intelectuales de la época venían a comer aquí y a tomarse un choppinho. -El tráfico volvió a fluir y el taxi arrancó de nuevo-. Después vino la Segunda Guerra Mundial y ¿sabe qué hicieron?
– ¿Lo echaron abajo?
El taxista se rio.
– Le cambiaron el nombre.
Cruzaban ahora la Avenida República do Paraguai; el taxista volvió a girar hacia la izquierda, en dirección a un edificio de estructura metálica.
– Ése es el cine Íris -anunció, casi transformado en un guía turístico-. Fue el más elegante de Río.
Desde la Rúa da Carioca, desembocó a una amplia plaza. Todo el espacio central estaba ocupado por un jardín, protegido por rejas metálicas; había árboles en todo el perímetro y en medio se alzaba una gran estatua de bronce con un caballero que sostenía en la mano derecha algo semejante a un documento; en el pedestal se reconocían otras figuras, incluidos indios armados con lanzas y sentados sobre cocodrilos.
– ¿Qué es esto?
– Es la Praça Tiradentes, señor.
– ¿Aquél es Tiradentes? -preguntó Tomás, señalando la figura ecuestre del monumento que dominaba la plaza.
El taxista sonrió.
– No, señor. Ese es el emperador don Pedro I.
– ¡Ah! ¿Por qué la llaman entonces Praça Tiradentes?
– Es una larga historia. Esa plaza comenzó llamándose Campo dos Ciganos. Después construyeron ahí una picota para castigar a los esclavos y el sitio comenzó a ser conocido como Terreiro da Polé. Más tarde, cuando la revuelta de Tiradentes, que condujo a la independencia, construyeron allí un cadalso y lo mataron.
– ¿Mataron a quién?
– A Tiradentes, señor.
– Ah -exclamó Tomás, que, torciendo los labios, se quedó observando la figura ecuestre-. ¿Y qué lleva don Pedro I en la mano?
– La declaración de la independencia de Brasil -farfulló el taxista-. Su hijo, el emperador don Pedro II, ordenó hacer esa estatua. Cuentan que, el día de la inauguración, el emperador miró la estatua y montó en cólera -sonrió-: el hombre a caballo no se parecía a su padre.
El taxi rodeó la plaza y se internó por una callejuela estrecha; después giró a la derecha y se detuvo un poco más adelante, junto a una librería de viejo. El taxista siguió su marcha por una travesía, a la izquierda.
– Esta es la Rúa Luís de Camões, señor. El gabinete queda justamente allí.
Tomás pagó y bajó del coche. Recorrió la calle estrecha y empedrada, de sentido único, y llegó hasta una plazuela discreta, el Largo de Sao Francisco; la plaza estaba enaltecida por un hermoso monumento de estilo neomanuelino, se asemejaba vagamente a una Torre de Belém aún más primorosa; cuatro estatuas de tamaño natural, incrustadas en la fachada, parecían dedicarse a la vigilancia del edificio. El visitante retrocedió unos pasos, al entrar en la plaza, y admiró la esplendorosa arquitectura blanca. El único color visible era el rojo de dos cruces portuguesas de la Orden Militar de Cristo, semejantes a las de las naves y carabelas del siglo xvi; en la cima, con mayúsculas, se leía: «Real Gabinete Portuguez de Leitura».
Sin dejar de admirar la vistosa fachada, Tomás atravesó la gran puerta en arco y entró en la segunda mayor biblioteca de Río de Janeiro, un hermoso edificio del siglo xix regalado por Portugal a Brasil y donde se concentraba el más valioso acervo de obra de autores portugueses fuera del país. El visitante atravesó con tres largos pasos el pequeño vestíbulo y casi se quedó sin aliento cuando se abrió el espacio del salón central frente a él. Sus ojos se llenaron con la imagen de la magnífica gran sala de lectura, donde el estilo neomanuelino alcanzaba el apogeo de su gloria. Las paredes estaban repletas de libros, obras ordenadas en grandiosas estanterías de madera labrada que subían hasta el techo como hiedras armoniosas; magníficas columnas sostenían el primero y el segundo plano de las estanterías, doblándose en elegantes arcos y culminando en hermosísimas balaustradas; en el suelo relucía un pavimento de granito gris claro pulido, cortado por vigorosas geometrías negras, de líneas paralelas y perpendiculares; una espléndida claraboya con vitrales azules y rojos se abría a todo lo ancho del techo, dejando que la luz natural se esparciese armoniosamente por la sala; cada uno de los cuatro ángulos del techo llevaba pintada la figura de un héroe portugués. Tomás reconoció entre ellas los rostros de Camões y Pedro Alvares Cabral. Del centro de la claraboya pendía una enorme y pesada araña de hierro, redonda como una esfera armilar, decorada con las armas de Portugal.