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Atónito frente a la majestuosidad de aquella biblioteca, Tomás atravesó respetuosamente el salón y se dirigió a una señora sentada en un rincón, inclinada sobre un ordenador. Cuando el recién llegado se detuvo frente a ella, la mujer alzó la cabeza de la pantalla.

– ¿Dígame?

– Buenos días. ¿Usted trabaja aquí?

– Sí, soy la bibliotecaria. ¿Puedo ayudarlo?

– Mi nombre es Tomás Noronha, soy profesor de la Universidad Nova de Lisboa.

– Ah, sí -exclamó la bibliotecaria, al reconocerlo-. El doctor Rebelo me ha hablado de usted. Viene recomendado por el cónsul, ¿no?

– Sí, al menos eso creo.

– Me pidieron que lo tratase muy bien -dijo con una sonrisa-. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Necesito saber cuáles son las obras solicitadas por el profesor Vasconcelos Toscano, que estuvo aquí hace unas tres semanas.

La bibliotecaria escribió el nombre en el ordenador.

– Vasconcelos Toscano, ¿no? Déjeme ver…, sólo un momento, señor.

La pantalla dio la respuesta en unos segundos. La bibliotecaria miró la información e hizo un esfuerzo de memoria.

– ¿No era el profesor Toscano un viejecito de barba blanca?

– Sí, claro.

– Ah, vale. Me acuerdo de él. -De nuevo esbozó una sonrisa-. Era un poco huraño y rezongón, algo reservado. -Miró a Tomás y, con miedo a estar hablando así con un amigo o familiar, se dio prisa en añadir-: Pero era una joya de persona, sin duda. No tengo motivos de queja.

– Sin duda.

– ¡Ay! Nunca más volvió. ¿Se habrá enfadado con nosotros?

– No. Murió hace dos semanas y media.

La mujer puso una mueca de horror.

– ¡Ah! -exclamó conmovida-. ¿De verdad? ¡Vaya, qué disgusto! ¡Fíjese! Todavía estaba ahí hace tan poco tiempo y ahora… -Se santiguó-. ¡Virgen Santa!

Tomás suspiró, simulando compasión; ardía, no obstante, de impaciencia por saber cuál era la respuesta que había dado el ordenador.

– ¡Es la vida!

– ¡Qué cosas! ¿Y usted es pariente de él?

– No, no. Soy un… amigo. Tengo la misión de recomponer las últimas investigaciones del profesor Toscano. Para una publicación. -Hizo una seña con la cabeza, indicando la pantalla del ordenador-. ¿Ya tiene alguna respuesta?

La bibliotecaria se estremeció y dirigió de nuevo su atención a la pantalla.

– Sí -dijo-. Bien, en realidad, ese viejecito, el profesor Toscano sólo vino aquí tres veces, y siempre para consultar la misma obra. -Fijó la vista en el título que aparecía en el ordenador-. Sólo quería la Historia da colonizando portuguesa do Brasil, editada en 1921 en Oporto. Fue lo único que consultó.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Tomás-. ¿Y tiene esa obra?

– Claro. ¿Qué volumen desea?

– ¿Qué volúmenes consultó él?

La mujer verificó en la pantalla.

– Sólo el primero.

– Entonces tráigame ése -pidió Tomás.

La bibliotecaria se levantó y fue a buscar el libro. Mientras esperaba, Tomás se sentó cómodamente en una silla de madera junto a una mesa de consulta y admiró el hermoso salón. Inspiró con placer el olor cálido y dulzón del papel viejo, un aroma al que se había habituado desde hacía mucho en las bibliotecas y del que ya no podía prescindir: era oxígeno. Aquel aire que venía del pasado, un viajero invisible y misterioso que había atravesado el tiempo con noticias de lo que ya no existía, constituía el origen de su inspiración y el destino de su vida. Todos tienen, al fin y al cabo, sus vicios, y Tomás lo sabía. Había quien no podía vivir sin la brisa salada del mar; otros eran incapaces de privarse del aire fresco y límpido de las montañas; estaban incluso aquellos que se entregaban al hechizo verde de los perfumes purificadores que flotaban en los bosques y selvas; pero era entre los viejos manuscritos, amarillentos y enmohecidos, deteriorados y perdidos en algún rincón olvidado de una biblioteca polvorienta, donde Tomás encontraba la fuente de encantamiento y energía que lo alimentaba. Esta, lo sabía, era su casa; allí donde hubiese libros antiguos se encontraban sus raíces más profundas.

– Aquí está -anunció la bibliotecaria, colocando en la mesa un grueso volumen.

Tomás estudió la obra y comprobó que la Historia da colonizando portuguesa do Brasil había sido dirigida y coordinada por Malheiro Dias e impresa en la Litografía Nacional, en Oporto, en 1921. Comenzó a leer el texto, primero con atención; al cabo de una hora, sin embargo, y dándose cuenta de que el libro se limitaba a sistematizar un conjunto de informaciones que ya poseía, se dedicó a una lectura más transversal, hojeándolo con rapidez. Cuando terminó, frustrado por no haber encontrado nada relevante ni que lo ayudase en sus investigaciones, fue hacia donde estaba la bibliotecaria y le entregó el volumen.

– Ya lo he visto -anunció-. ¿El profesor Toscano no consultó nada más?

– El ordenador sólo ha registrado esa obra.

Tomás se quedó pensativo.

– Vaya -murmuró-. ¿Sólo vio este libro? ¿Está segura?

La brasileña reflexionó.

– Bien, sólo consultó ese libro, sin duda. Pero me acuerdo de que se mostró también interesado en nuestras reliquias, e incluso se dio una vuelta por ahí.

– ¿Reliquias?

– Sí. Tenemos aquí un ejemplar de la primera edición de Os Lusíadas, de 1572, y las Ordenaçoes de D. Manuel, de 1521. También están los Capitolos de Cortes e Leys que sobre alguns delles fizeram, de 1539, y la Verdadeira informagam das térras do Preste Joam, segundo vio e escreveo ho padre Francisco Alvarez, de 1540.

– ¿Consultó todo eso?

– No -respondió ella, meneando vigorosamente la cabeza-. Sólo vio los libros.

– Ah -entendió Tomás-. Curiosidad de historiador.

– Exacto -sonrió la bibliotecaria-. Aquí tenemos trescientos cincuenta mil libros, pero lo más importante es nuestra colección de obras raras, un valioso acervo que incluye los manuscritos autógrafos de Amor de perdiçào, de Camilo Castelo Branco. Eso atrae a mucha gente, ¿no? -Alzó una ceja, como quien hace una invitación-. ¿Usted también quiere verlos?

El portugués consultó el reloj y suspiró.

– Tal vez otro día -dijo-. Ya es la una de la tarde y tengo hambre. ¿Sabe si hay restaurantes cerca de la Biblioteca Nacional?

– Claro. Justo enfrente, al otro lado de la plaza.

– Menos mal. ¿Se puede ir a pie hasta ahí?

– ¿A pie hasta la Biblioteca Nacional? ¡Huy! No, no se puede. Hay una larga caminata, por lo menos una hora. Si tiene prisa, más vale que coja un taxi.

Comió un bistec tierno en la terraza de un restaurante de Cinelàndia, el nombre con el que se conocía la Praça Floriano, al comienzo de la gran Avenida Rio Branco. Mientras comía la carne, rumiaba el misterio del acertijo que seguía sin descifrar. Su mente hervía de dudas, surgidas de la perplejidad que lo había dominado ante la relación establecida por Toscano entre Moloc, Ninundia y el descubrimiento de Brasil; por más vueltas que le daba al problema, no vislumbraba la solución. Incapaz de avanzar, decidió retomar la idea que había rechazado cuando vio el enigma por primera vez en el palacio de Sao Clemente. ¿Y si el mensaje fuese finalmente una cifra? La idea no lo convencía, es cierto; nada en aquellas extrañas estructuras verbales traslucía el aspecto caótico de las cifras; allí las vocales se unían a las consonantes, formaban sílabas, expresaban sonidos, insinuaban palabras. Parecía, de hecho, un código. Pero ¿y si fuese realmente una cifra? A falta de mejores ideas, Tomás optó por considerar esa hipótesis, a título meramente exploratorio, y decidió someterla a un análisis de frecuencias. El primer problema era determinar cuál era la lengua en que el mensaje cifrado, si es que era cifrado, había sido escrito; como Toscano era portugués, le pareció natural que el mensaje oculto estuviese escrito en portugués.