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Sacó la fotocopia del acertijo, doblada dentro de la libreta de notas, y la estudió con cuidado. Contó las letras de las dos palabras de la segunda línea y descubrió que dos letras, la «o» y la «n», aparecían tres veces, mientras que la «a», la «s» y la «i» se repetían dos veces; la «d», la «t», la «u» y la «m» aparecían sólo una vez. Como criptoanalista, Tomás sabía que las letras más comunes de las lenguas indoeuropeas son la «e» y la «a», por lo que decidió colocarlas, respectivamente en el lugar de la «n» y de la «o», las más frecuentes del acertijo. Otras letras muy frecuentes del alfabeto eran la «s», la «i» y la «r», lo que lo llevó a hacer la prueba de sustituirlas, precisamente, por la «a», por la «s» y por la «i» en el acertijo. Escribió la frase en el mantel de papel del restaurante y procedió a la sustitución de las letras. Cuando terminó, se quedó contemplando la prueba.

NINUNDIA OMASTOOS

ERE?E?RS A?SI?AAI

¿Qué sería esa primera palabra: «ere¿e¿rs», a la que le faltaban sólo dos letras? Imaginó letras más raras en el espacio vacío de esta primera palabra y fue haciendo simulaciones: primero, con la «c»: erccecrs; después, con la «m», erememrs; por fin, con la «d», erededrs. Negó con la cabeza. No tenía ningún sentido. Buscó la última palabra, «a¿si¿aai», pero ésta también se mantuvo impenetrable. ¿Acsicaai?, ¿Amsimaai?, ¿Adsidaai? Insatisfecho, admitió que el problema radicaba en la posibilidad de haber apostado por la secuencia errada. Así pues, para poner las cosas en limpio, cambió las «a» y las «e» entre sí y observó el resultado.

ARA?A?RS E?SI?EEI

Peor aún. «¿Ara¿a¿rs» sería Aramamrs? ¿Araíaíxs? No tenía sentido. Desesperado, buscó la segunda palabra: «e¿si¿ee»; pero ésta tampoco reveló su secreto. ¿Emsimee? ¿Efsifee? No. Pensando que el error podría estar en las otras letras, lo que era muy natural, decidió cambiar el orden entre las «s», las «r» y las «i». Cuando concluyó, miró la nueva distribución, pero, una vez más, no logró sacar de allí ningún significado inteligible. Sacudió la cabeza y desistió, definitivamente convencido de que no se trataba de una cifra. Era sin duda un código. Pero ¿cuál? En el Gabinete Portugués no había encontrado nada que le pareciese relevante y sus esperanzas estaban ahora por entero depositadas en la Biblioteca Nacional donde, al parecer, Toscano había pasado la mayor parte del tiempo, y donde habría podido obtener el hallazgo crucial que mencionó Moliarti.

Suspiró pesadamente.

Miró por la ventana del restaurante y, más allá de los árboles que coloreaban la plaza, observó la fachada del edificio. Tomás sabía que aquélla era una biblioteca especial. Contaba con más de diez millones de volúmenes, lo que hacía de ella la octava biblioteca del mundo y la mayor de lengua portuguesa, pero no era eso lo que la volvía especial. Su importancia para esta investigación, en realidad, no derivaba de la cantidad de obras que albergaba, sino de su calidad, que se debía a los distantes y difíciles orígenes de aquella institución. En realidad, la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro era la heredera de la antigua Livraria Real Portuguesa, devastada por un incendio que provocó el gran terremoto de 1755, en Lisboa. En su momento, la «librería» se reconstruyó por orden de don José y comenzó a designarse como Real Bibliotheca. Cuando las fuerzas napoleónicas invadieron Portugal, a comienzos del siglo xix, la Corona portuguesa huyó a Brasil, trasladando la capital del Imperio a Río de Janeiro, y ordenó enviar allí el acervo de la biblioteca; sesenta mil libros, manuscritos, estampas y mapas, incluidos más de dos centenares de preciosos incunables, cruzaron el Atlántico en cajas y fueron depositados en las márgenes de la bahía de Guanabara para ser guardados en los sótanos del hospital del convento de la Orden Tercera del Carmen. Quedaron depositados allí verdaderos tesoros de la bibliografía mundial, entre ellos dos ejemplares de la Biblia de Mogúncia, de 1462, la primera Biblia impresa después de la de Gutenberg; la primera edición de Os Lusiadas, de Camões, fechada en 1572; y el Registrum huius operis libri cronicarum cu(m) figuris et ymagibus ab inicio mu(n)di, también conocida como Crónica de Núremberg, la célebre obra de Hartmann Schedel que realiza una crónica general del mundo conocido en 1493, fecha de su publicación, y que incluía tres estampas de Albrecht Dürer. Cuando Brasil declaró la independencia, Portugal reclamó la devolución de este tesoro cultural, pero los brasileños no cedieron y ambas partes acordaron que Lisboa recibiría una indemnización de ochocientos «contos de réis», ochocientos mil pesos, por su pérdida.

Fue así, con grandes esperanzas y cuando faltaban cinco minutos para las tres de la tarde, del modo en que Tomás abandonó el restaurante y cruzó la plaza y la Avenida Rio Branco en dirección a la Biblioteca Nacional. Subió las anchas escaleras de piedra y a la entrada lo detuvo un guardia que le indicó un mostrador a la izquierda; era la portería. Cuatro muchachas con cara de aburridas aguardaban a los visitantes detrás del mostrador.

– Buenas tardes -saludó Tomás y consultó la libreta de notas en busca del nombre que le había dado el asesor del cónsul-. Quería hablar con Paulo Ferreira da Lagoa.

– ¿Tiene cita? -preguntó una de las muchachas, de tez morena y ojos verdes cristalinos.

– Sí, me está esperando .

– ¿Su nombre?

El recién llegado se identificó y la recepcionista cogió el teléfono. Después de un compás de espera, la muchacha le entregó una tarjeta a Tomás y le indicó que tendría que subir a la cuarta planta; le señaló el lugar de los ascensores y el visitante siguió el camino indicado. Lo identificó nuevamente un guardia, esta vez una oronda mujer que vigilaba el acceso a los ascensores y que inspeccionó la tarjeta y alzó la ceja cuando vio la libreta de notas que él llevaba en la mano.

– Sólo puede usar lápiz en la sala de lectura -informó la mujer.

– Pero aquí sólo tengo un bolígrafo…

– No importa. Pida un lápiz prestado en la sala o, si no lo hubiere, vaya a comprarlo a la cafetería, allí se lo venderán.

Aguardó unos instantes en la entrada del ascensor; se abrieron las puertas y lo encontró repleto de gente que venía del piso inferior. Subió hasta la última planta, la cuarta. Salió al vestíbulo, que estaba dominado por unas escaleras de mármol, con una baranda que se prolongaba por el pasillo, y se acercó a la verja de bronce que la protegía; pasó la mano por la verja, comprobando que estaba tratada con pátina negra y friso; acarició el pasamanos de latón dorado pulido y admiró el interior del edificio. Miró a su alrededor y comprobó que la primera puerta a la derecha señalaba: «Dirección». Fue hacia allí. Abrió la puerta y la impresión inicial que lo invadió fue la ráfaga de aire fresco y seco de los aparatos de aire acondicionado; la segunda sensación fue de sorpresa. Esperaba ver un despacho, pero se encontró con un vasto salón; el despacho era, en definitiva, un ancho salón que circundaba un salón central por donde se distribuían escritorios, armarios y gente trabajando. Una amplia claraboya, ricamente decorada con vidrieras de colores, cubría todo el techo y se dejaba invadir por la luz del día.

– ¿Dígame? -preguntó un muchacho sentado en el despacho junto a la puerta-. ¿Puedo ayudarlo?

– Venía a hablar con el director.