Célia regresó a la sala de los libros raros y lo acompañó durante el trayecto por el ascensor. Bajaron hasta el piso de la entrada principal y siguieron hasta el vestíbulo, rodeando la escalinata de mármol. Al acercarse al mostrador de la portería, para que el visitante devolviese la tarjeta de lector, la secretaria del director de la biblioteca se detuvo de repente, abrió mucho los ojos y se llevó las manos a la cabeza.
– Ay, profesor, que me acabo de acordar de una cosa -gimió.
Tomás la miró, sorprendido.
– ¿Qué?
– Mire, el profesor Toscano solía usar nuestros cofres de lectores y, ahora que ha fallecido, tenemos su cajón cerrado sin que lo podamos utilizarlo. -Adoptó una actitud de súplica-. ¿Le importaría entregar en el consulado las cosas que él dejó aquí?
El portugués se encogió de hombros y abrió las manos, en un gesto de indiferencia.
– Claro que no. Pero no voy a perder mucho tiempo, ¿no?
– Sólo será un momento -lo tranquilizó Célia.
La muchacha aceleró el paso en dirección a un guardia de seguridad que se encontraba a la izquierda del vestíbulo, justo por detrás de la portería, y Tomás la siguió. Pasaron por un detector de metales, semejante a los de los aeropuertos, y llegaron ante dos muebles negros, sólidos y compactos. Célia comprobó los números de cada cajón hasta detenerse frente al nicho sesenta y siete; sacó una llave maestra del bolsito y la introdujo en la puerta del nicho. La puerta se abrió, mostrando un pequeño cofre con varios documentos; sacó los papeles y se los entregó a Tomás, que seguía la operación con creciente curiosidad.
– ¿Qué es esto? -preguntó el portugués, mirando las hojas que tenía en la mano.
– Son las cosas que dejó el profesor Toscano. No le importa llevarlas, ¿no?
Tomás hojeó los papeles: había fotocopias de documentos microfilmados y algunos apuntes. Intentó leer los apuntes y descubrió algo extraño; había una hoja con dos frases de tres palabras escritas con mayúscula y secuencias cruzadas del alfabeto.
ANA
ASSA
ARARASONOS
MATAM OTTO
Tomás cerró los ojos e intentó desvelar el significado de esas insólitas frases. Se quedó un momento reflexionando. Consideró varias posibilidades y su rostro se iluminó con una sonrisa. Extendió la hoja a Célia, orgulloso y triunfante.
– ¿Qué opina de esto?
La brasileña observó las palabras, frunció el ceño y alzó los ojos.
– Bien…, no lo sé, son cosas extrañas, ¿no? -Inclinó la cabeza sobre la hoja, leyendo lo que estaba escrito en los primeros dos bloques-. «Ana assa arara y sonos matam Otto.»Tomás alzó las cejas.
– ¿No nota nada especial?
La muchacha volvió a observar la hoja; después de un intento de vana búsqueda, hizo una mueca con la boca.
– Bien, son unas frases sin mucho sentido, ¿no?
– Pero ¿no nota nada más?
Ella volvió a fijar la atención en la hoja.
– No -dijo por fin-. ¿Por qué?
El portugués señaló las dos frases.
– ¿Se ha dado cuenta de que estas palabras son simétricas?
– ¿Simétricas cómo?
– Leyéndolas de izquierda a derecha o de derecha a izquierda dicen siempre lo mismo. -Fijó la vista en las letras-. Ahora observe. La primera palabra es «Ana», que se lee de la misma manera en un sentido y en el otro. Con «assa» ocurre lo mismo. Y con «arara». Y así sucesivamente.
– ¡Huy, qué maravilla! -exclamó Celia admirada-. ¡Fíjese! ¡Qué cosa!
– Curioso, ¿no?
– ¿Y por qué él hizo eso?
– Bien, al profesor le gustaban los acertijos y, por lo visto, se ponía a hacer juegos de… -Tomás se calló, abrió mucho los ojos, que acabaron empañados, y sus labios esbozaron una «o»-. ¿No sería que este hombre… este hombre…, estaba…? -titubeó como hablando consigo mismo, mientras su boca se abría y se cerraba como la de un pez; llevó atropelladamente sus manos a los bolsillos y, al no encontrar lo que quería, consultó con frenesí los papeles que estaban doblados dentro de la libreta de notas, hasta que encontró la hoja que buscaba-. ¡Ah! Aquí está.
Célia observó la hoja, pero no entendió nada.
MOLOC
NINUNDIA OMASTOOS
Tomás recorrió con la vista las mismas palabras, soplándolas con un murmullo imperceptible. Trazó después, en medio de su frenesí, unos garrapatos ininteligibles. De repente, se iluminó su rostro y alzó los brazos con entusiasmo.
– ¡Ya lo tengo! -gritó y su voz resonó en el vestíbulo atrayendo unas cuantas miradas.
Célia lo observó con asombro.
– ¿Qué ha pasado, profesor?
– He descifrado el acertijo -exclamó con los ojos desorbitados, excitado y alegre-. Es de una sencillez apabullante. -Se golpeó las sienes con el índice-. He andado de aquí para allá rompiéndome la cabeza como un tonto cuando, en definitiva, bastaba con leer todo de derecha a izquierda desde la primera línea. -Miró de nuevo el papel-. ¿Quiere verlo?
Cogió el bolígrafo y escribió la solución por debajo de la cifra. En la línea de arriba escribió:
COLOM
Y en la de abajo, comparándola con la estructura alfabética anotada por Toscano, hizo una extraña cuenta:
NINUNDIA
OMASTOOS
NOMINASUNTODIOSA
Analizó mejor esta frase, dedujo los espacios en los lugares apropiados y la reescribió:
NOMINA SUNT ODIOSA
– ¿Qué es eso? -preguntó Célia.
– Sí -murmuró Tomás que, haciendo un esfuerzo de memoria y frunciendo el ceño, localizó la cita-. Ovidio.
– ¿Qué?
– Ovidio -repitió-. Es el mensaje que el profesor Toscano nos dejó.
– ¿Ovidio? Pero ¿qué significa?
– Significa, estimada amiga, que voy a volver arriba y a consultar todo de nuevo -dijo, mientras desandaba con prisa el camino hacia los ascensores y sacudía en alto la hoja-. Aquí está la pista del gran descubrimiento.
Capítulo 4
Las nubes altas amenazaban con ocultar el sol, surgiendo lentas, como un manto lejano, creciendo desde la línea del horizonte hacia poniente; eran estratocúmulos altos, de aspecto grumoso y vagamente grisáceos, planos y oscuros en la base, en jirones y brillantes en la cresta. El sol de invierno iluminaba la sábana resplandeciente del Tajo y el caserío bajo de Lisboa con su claridad límpida, fría, transparente, realzando en tonos vivos las fachadas de colores y los tejados color ladrillo que subían y bajaban, como olas, a merced del relieve curvilíneo, incluso femenino, de la colina de Lapa.
Tomás estuvo y anduvo por las callejas semidesiertas del barrio, volviendo a la izquierda y girando a la derecha, indeciso en cuanto al rumbo que seguiría en aquel estrecho laberinto urbano, hasta que, casi por accidente, desembocó en la discreta Rúa do Pau da Bandeira. Bajó por la calle inclinada y, en medio, se encontró con el hermoso edificio color salmón; entró con el pequeño Peugeot por el gran portón que se abrió a la izquierda y se detuvo delante de dos relucientes Mercedes negros, en el patio que había frente a la puerta de entrada del elegante palacete. Un portero impecablemente uniformado, con chistera de un gris claro, abrigo y chaleco de un gris oscuro y corbata plateada, se acercó al coche y el recién llegado bajó la ventanilla.
– ¿Es éste el hotel da Lapa?
– Sí.
– ¿Puedo aparcar en este patio? Es que en la calle…
– No se preocupe. Déjeme la llave que yo se lo aparco.
Tomás entró en el acogedor vestíbulo del hotel con la cartera en la mano. El suelo de mármol de color crema marfil parecía un espejo, la superficie lisa y reluciente sólo cortada por un dibujo geométrico incrustado en el centro; sobre el dibujo se apoyaba una graciosa mesa circular que sostenía un hermoso jarrón repleto de malvarrosas erguidas, radiantes y llenas de esplendor, abiertas en abanico como un pavo real; conocía bien estas flores, se encontraban a veces en la sepultura de los hombres de Neanderthal o en las tumbas de los faraones. Pensó que Constanza sabría interpretar su significado. Los muebles que decoraban el vestíbulo eran de estilo Luis XV, o al menos una buena imitación, con sofás de color beis y sillas forradas con piel blanca.