– Ah -exclamó el americano-. Dos años antes de Cabral.
– Sí.
Moliarti mordió un trozo más de medianoche y lo acompañó con un trago de champán.
– ¿Y cuál es el cuarto gran navegante?
– Colón.
El americano dejó de masticar y miró a su interlocutor con sorpresa.
– ¿Colón? ¿Qué Colón?
– Colón.
– ¿Cristóbal Colón?
– El mismo.
– Pero ¿cómo Cristóbal Colón?
– Cuando Colón regresó de su primer viaje de descubrimiento de América, se detuvo en Lisboa y tuvo un encuentro con el rey don Juan II. En ese encuentro, el monarca portugués le reveló que había otras tierras al sur de la zona en la que Colón había estado. Si vamos al mapa, comprobamos que al sur de las Antillas está América del Sur. Este encuentro entre Colón y don Juan II se produjo en 1493, lo que significa que los portugueses ya sabían de la existencia de tierras por aquellas regiones.
– Pero ¿dónde se menciona ese encuentro?
– En la obra de un historiador español que, dicen algunos, habría conocido personalmente a Colón. -Tomás volvió a centrar su atención en la libreta de notas-. Se trata de Bartolomé de las Casas, quien, a propósito del tercer viaje de Colón al Nuevo Mundo, escribió: «Vuelve el Almirante a decir que quiere ir hacia el sur porque quiere comprobar la suposición del rey don Juan de Portugal, por cierto, de que dentro de sus límites tenía que encontrar cosas y tierras famosas».
Moliarti acabó el snack y se recostó en el sofá saboreando el champán y disfrutando de la vista; más allá de las anchas ventanas del bar se agitaban las frondosas higueras del jardín, grandes y protectoras, y que dibujaban acogedoras sombras en el césped cuidado.
– ¿Sabe, Tom? Hay algo que no entiendo -intervino por fin-. ¿Por qué motivo los portugueses, si conocían ya la existencia de América del Sur, esperaron tanto tiempo para formalizar el descubrimiento? ¿Qué los llevó a anunciarlo en 1500? ¿Por qué no antes?
– Disimulación -replicó Tomás-. No se olvide de que los portugueses creían en las virtudes de la política de sigilo, en las ventajas de mantener en secreto toda la información estratégica. Conocían mucho más del mundo de lo que dejaron entrever a sus contemporáneos y a las generaciones futuras. La Corona se mostraba consciente de que, en cuanto revelase la existencia de estas tierras, tal anuncio atraería atenciones indeseables, despertaría codicias inoportunas e intereses amenazadores. Los portugueses sabían que nadie codicia lo que se desconoce. Si el resto de Europa no llegaba a conocer la existencia de esas tierras, seguro que no competiría con los portugueses por su exploración. Los descubridores quedaron así con las manos libres para realizar tranquilamente sus exploraciones sin tener que preocuparse por la competencia.
– Está claro, Tom -dijo Moliarti-. Pero si los portugueses ganaban ventaja manteniendo el sigilo, ¿qué los llevó a cambiar de actitud y a formalizar el descubrimiento de Brasil en 1500?
– Pienso que habrán sido los castellanos. La política de sigilo tenía sentido en cuanto estrategia para no atraer miradas indeseables con respecto a los descubrimientos de los portugueses. Pero a partir del momento en que Hojeda, en 1499, y Pinzón, en enero de 1500, comenzaron a meter el hocico en la costa de América del Sur, se hizo claro para la Corona portuguesa que mantener el sigilo ya no era una opción sensata, porque los castellanos podían reivindicar para sí aquellas tierras que los portugueses ya habían encontrado. Se impuso, así, la formalización del descubrimiento de Brasil.
– Entiendo.
– Lo que nos remite al último gran indicio.
– ¿Cuál?
– El Tratado de Tordesillas.
– Ah, sí -exclamó Moliarti, reconociendo el célebre documento que dividió el mundo en dos partes, una para Portugal y otra para España-. Usted está hablando de la partida de nacimiento de la globalización.
– Exactamente -sonrió Tomás; los estadounidenses tenían siempre una manera grandilocuente de describir las cosas, de establecer atrayentes comparaciones con referencias modernas-. El Tratado de Tordesillas fue un acuerdo sancionado por el Vaticano y que entregó la mitad del mundo a los portugueses y la otra mitad a los españoles.
– Suprema arrogancia.
– Sin duda. Pero la verdad es que en aquel tiempo éstas eran las naciones más poderosas del mundo, por lo que les pareció natural dividir entre sí los expolios del planeta. -Tomás acabó su té-. Cuando se negoció el tratado, cada uno de los países tenía determinadas ventajas en el ajedrez político. La ventaja de los portugueses residía en que su tecnología de navegación y de armamento y de exploración marítima había progresado más. Los españoles, por su parte, se encontraban atrasados en esos tres ámbitos, pero tenían un triunfo poderoso en la manga: el papa de aquel entonces era español. Es un poco como si, en un partido de fútbol, nosotros tuviésemos a los mejores jugadores, al mejor entrenador, el mejor equipo, pero el árbitro del partido fuese un juez sobornado por el adversario y dispuesto a anular goles de nuestro equipo y a inventar penaltis contra nosotros. Eso fue, en cierto modo, lo que ocurrió. Los navegantes portugueses se movían a sus anchas por la costa africana y por el Atlántico, mientras que los castellanos sólo controlaban las Canarias. Esa situación se cristalizó en 1479 con el Tratado de Alcáçovas, por el cual Castilla reconoció la autoridad portuguesa en la costa africana y en las islas atlánticas a cambio de la aceptación portuguesa del dominio castellano sobre las Canarias. El tratado, confirmado al año siguiente en Toledo, no se pronunciaba, sin embargo, acerca del Atlántico occidental, cuestión que entró en el orden del día después del primer viaje de Cristóbal Colón. Como ninguna cláusula del documento regulaba directamente esta nueva situación, se llegó en el acto a la conclusión de que era necesario un nuevo tratado.
– El Tratado de Tordesillas.
– Exactamente. La primera propuesta de Lisboa fue dividir la Tierra mediante un paralelo que pasaba por las Canarias, por la cual los castellanos se quedarían con la exploración de todo lo que se situaba al norte del paralelo y los portugueses con el resto. Pero el papa Alejandro VI, que era español, divulgó dos bulas en 1493 marcando una línea divisoria según un meridiano situado cien leguas al oeste de las Azores y de Cabo Verde. No resulta difícil entender que el Papa actuaba a favor de Castilla. Los portugueses no opusieron resistencia y, aceptando la existencia de esa línea, exigieron que fuese desplazada trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde, lo que los castellanos y el Papa, al no ver motivos en contra, aceptaron. Esta negociación, no obstante, tiene algo de controvertido.
Tomás dibujó un planisferio en la libreta de notas, con trazos toscos, se reconocían en la hoja los contornos de África, Europa y todo el continente americano. El investigador dibujó una línea vertical en el Atlántico, a mitad de camino entre África y América del Sur, y escribió por debajo «100».
– Esto es lo que proponían el Papa y los castellanos, una línea cien leguas al este de Cabo Verde. -Enseguida trazó otra línea vertical más a la izquierda, que abarcó una parte de América del Sur, y escribió debajo el número «370»-. Esta es la línea que los portugueses exigieron, situada trescientas setenta leguas al oeste de Cabo Verde. -Miró a Moliarti-. Dígame, Nel, ¿cuál es la principal diferencia entre estas dos líneas?
El estadounidense se inclinó sobre la libreta de notas y observó los trazos.
– Bien, una sólo cruza el mar; la otra coge una parte de tierra.
– ¿Y qué tierra es ésa?