Hastiado de aquel empalagoso espectáculo mundano, devolvió la revista al lugar de donde la había cogido y se arrellanó en el sofá. Margarida seguía junto a las ventanas, con la nariz pegada al cristal dibujando manchas de vapor, observando con aire soñador las tiendas desiertas de la feria y los loopings solitarios de la montaña rusa, imaginando churros grasosos, algodones de azúcar y emociones fuertes en el tren de la bruja. Constanza descansaba al lado de su marido, inquieta, ansiosa, contemplando a su hija con preocupación callada.
– ¿Mandará operarla esta vez? -susurró Tomás, lo suficientemente bajo para que no lo escuchase Margarida.
Constanza suspiró.
– No lo sé. Ya no digo nada. -Se frotó los ojos-. Por un lado, quiero que la operen, tal vez sea para bien. Pero, por otro, tengo un miedo terrible, esto de que anden hurgando en su corazón no me deja descansar un instante.
Margarida sufría de problemas cardiacos, resultado de su discapacidad. Cuando nació y le diagnosticaron síndrome de Down, diagnóstico confirmado por el Instituto Ricardo Jorge, el pediatra citó a la pareja para una consulta. El objetivo no era examinar a su hija, sino explicarles una o dos cosas a sus aterrorizados padres. Según lo que les reveló el médico, algo que ellos mismos corroboraron después, tras consultar varias publicaciones científicas, el problema de su hija radicaba en un error en los cromosomas que se encuentran en cada célula y que determinan todo en el individuo, incluidos el color de los ojos y la forma del corazón. Cada célula posee cuarenta y seis cromosomas, colocados a pares; uno de esos pares se designa con el número veintiuno, y fue allí donde se produjo el error; en vez de tener dos cromosomas veintiuno en cada célula, como la mayoría de las personas, Margarida poseía tres; de ahí el nombre de trisomía 21. Es decir, el síndrome de Down estaba provocado por la trisomía del cromosoma veintiuno.
El pediatra lo calificó como «un accidente genético» del que nadie era verdaderamente culpable, pero, muy en su fuero interno, ninguno de los padres creyó en esa explicación, la consideraron un mero pretexto para apaciguar conciencias. Ambos se convencieron, tal vez supersticiosamente, sin ninguna base para poderlo afirmar de manera racional, de que no había inocentes en aquel proceso, de que, sin duda, algo habrían hecho para merecer semejante castigo, de que alguna responsabilidad seguramente compartirían para que hubiese llamado a su puerta tamaña desgracia. Desde entonces, vivieron con un mal disimulado sentimiento de culpa ante la niña, se sentían de algún modo responsables de su estado, ella era a fin de cuentas su hija, su creación, y asumieron por ello la imposible misión de hacer todo para deshacerlo todo, para conquistar el derecho a reponer la justicia que la naturaleza les había negado, para redimirse del pecado por el cual habían sido castigados.
Ese sentimiento de culpa latente se agravaba con los tradicionales problemas que suelen tener los niños con el síndrome. Tal como cualquier persona con trisomía 21, Margarida era muy proclive a constipados e infecciones respiratorias, a otitis, a los efectos del reflujo gastro-esofágico, a problemas ortopédicos ligados a la subluxación atlanto-axial y, lo peor de todo, a dificultades cardiacas. Ya en el primer análisis después del nacimiento, la doctora que se ocupó del parto quedó extrañada por los latidos del corazón y envió a la niña al cardiólogo de turno. Después de varios exámenes complementarios, le detectaron una pequeña abertura del septo, que separa la sangre arterial de la sangre venosa, anomalía congènita que debería corregirse. Una revista científica que consultaron inmediatamente, ese mismo día, aún bajo el efecto desalentador de la aterradora noticia, usaba el lenguaje impenetrable de la medicina, con referencias al defecto del septo aurículo-ventricular incompleto asociado a una comunicación interauricular del tipo sinus ven sus, y todo para describir lo que, al fin y al cabo, el médico les había explicado de manera mucho más comprensible.
En las consultas siguientes, y aún en estado de choque por el torrente de terribles novedades, informaron a Constanza y Tomás de que Margarida tendría que ser operada del corazón dentro de los tres primeros meses de vida, con el fin de cerrar el septo, y que cualquier intervención posterior a ese plazo podría suponer un serio riesgo. Fue un periodo difícil de sus vidas; las cosas se convertían, día tras día, en una pesadilla de proporciones desmesuradas, cada noticia resultaba ser peor que la anterior. Margarida ingresó en el hospital de Santa Marta tres semanas después de la decisión de operar, pero, en el último momento, el cardiólogo, consultando al cirujano, tuvo dudas; ambos se pusieron a estudiar nuevamente la imagen de la resonancia magnética en el corazón y concluyeron que la abertura del septo era muy pequeña y que había una probabilidad razonable de que, con el desarrollo de la niña, la anomalía desapareciese por sí sola. Fue la primera buena noticia que recibieron desde el nacimiento de la niña. El cardiólogo firmó un certificado de responsabilidad y Margarida volvió a casa con sus padres aliviados. El problema es que, nueve años después, y al contrario de todas las expectativas, el septo no cerró, lo que trajo de vuelta el fantasma de una operación de corazón.
– Margarida Noronha -anunció una muchacha regordeta, con bata blanca, asomando por la puerta de la sala de espera.
– Somos nosotros -respondió Constanza, levantándose del asiento.
– Pueden entrar.
Los tres siguieron a la muchacha por el pasillo; ella se detuvo junto a una puerta, al fondo, y los dejó pasar. Entraron en el despacho y sintieron de inmediato que el olor a desinfectante se hacía más intenso. A la derecha había una camilla con una sábana blanca ligeramente arrugada, como si alguien hubiese acabado de salir de allí; al lado, una pequeña cortina de tela amarilla se corría para que los pacientes, ocultándose tras ella, pudiesen desnudarse. Al fondo, frente a una pequeña ventana que daba al edificio vecino, se encontraba el médico, tomando sus notas inclinado sobre el escritorio. Al presentir la invasión del despacho, el médico levantó la cabeza y sonrió.
– Hola -saludó.
– Buenas tardes, doctor Oliveira.
Se dieron la mano y el médico, un cardiólogo de mediana edad, acarició la cabeza de Margarida.
– Y, ¿Margarida? ¿Cómo estás?
– Etupenda, dotor.
– ¿Te has portado bien?
Margarida miró a sus padres, que la rodeaban, en busca de aprobación.
– Así, así.
– ¿Y eso?
– Mamá dice que no debo está siempe odenando todo.
– ¿Qué?
– Odenando todo.
– Ordenando todo -tradujo Constanza-. Tiene la manía de estar todo el tiempo limpiando y ordenando las cosas.
– Ah -exclamó el médico, sin apartar los ojos de la niña-. Entonces eres una compulsiva de la limpieza.
– No me guta la suciedá. Suciedá, no.
– Haces muy bien. ¡Fuera la suciedad! -El médico se rio y, mirando finalmente a los padres, señaló las dos sillas que estaban frente al escritorio-. Siéntense, pónganse cómodos.
Se acomodaron en los asientos, Margarida apoyada en la rodilla izquierda de Tomás. El cardiólogo preparó la libreta de notas; mientras Constanza hurgaba en su bolso y Tomás miraba el corazón de plástico, desmontable y en miniatura, colocado sobre el escritorio.
– Aquí tengo el resultado de los análisis, doctor -dijo Constanza, extendiéndole al médico dos grandes sobres marrones.
El cardiólogo cogió los sobres y analizó el logotipo impreso a la izquierda.
– He visto que han ido a la cardiología pediátrica de Santa Marta a hacer el ecocardiograma y la radiografía.
– Sí, doctor.
– ¿Estaba allí la doctora Conceição?
– Sí, doctor. Fue ella quien nos atendió.
– ¿Y los trató bien?
– Muy bien.