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– Menos mal, porque si no iba a oírme. Es a veces medio despistada.

– No tenemos motivos de queja.

El médico se inclinó sobre los sobres; sacó primero la hoja plastificada gris y blanca de la radiografía y estudió la imagen del tórax de Margarida.

– Hmm, hmm -murmuró, sin revelar agrado ni desagrado.

La pareja lo observaba con atención, intentando captar en su mirada expresiones que indicasen si las noticias eran buenas o malas, pero aquel «hmm, hmm» se reveló de una ambigüedad impenetrable, opaca. Inquietos y ansiosos, los padres de Margarida se agitaron nerviosamente en las sillas.

– Y bien… ¿Doctor? -arriesgó Tomás.

– Déjeme ver esto primero.

El médico se levantó y puso la radiografía sobre una caja de cristal colgada de la pared; pulsó un interruptor y la caja se encendió, llenándose de vida e iluminando la radiografía como si fuese una diapositiva. El cardiólogo se inclinó sobre la hoja plastificada, se puso las gafas y la estudió mejor. Después, cuando se dio por satisfecho, apagó la luz de la caja, retiró la radiografía y volvió al escritorio. Cogió el segundo sobre y extrajo el ecocardiograma, resultado del examen por ultrasonidos hecho para analizar el comportamiento del corazón de la niña.

– ¿Está todo bien, doctor? -preguntó Constanza al médico, casi sofocada por la ansiedad.

Oliveira prolongó unos segundos más su observación de la prueba que tenía en sus manos.

– Quiero hacerle un electrocardiograma -dijo por fin, guardando sus gafas en el bolsillo de la bata. Abandonó el escritorio y fue hasta la puerta a llamar a la enfermera del consultorio-. ¡Cristina!

Una joven delgada, de pelo negro y corto, también con bata blanca, apareció de inmediato.

– ¿Sí, doctor?

– Hágale un electrocardiograma a Margarida, ¿de acuerdo?

La enfermera llevó a Margarida hasta la camilla. La niña se quitó la blusa y se acostó, muy estirada. Cristina esparció gel por el tronco desnudo de la paciente; después le colocó ventosas en el pecho y abrazaderas en los brazos y en las piernas. Las ventosas y las abrazaderas estaban ligadas por cables a una máquina instalada en la cabecera de la camilla.

– Ahora quédate tranquilita, ¿vale? -pidió Cristina-. Haz como si estuvieras durmiendo.

– ¿Y soñando?

– Sí.

– ¿Sueños coló de osa?

– Eso -se impacientó un poco-. Anda, descansa. Margarida cerró los ojos y la enfermera encendió la máquina; el aparato se agitó con un leve temblor y emitió un zumbido eléctrico. Sentado en el escritorio y distante de la camilla donde se realizaba el examen, Oliveira decidió aprovechar el hecho de que Margarida se encontraba alejada para interrogar a sus padres.

– ¿Se ha quejado de falta de aire, cansancio, pies hinchados?

– No, doctor.

Constanza era la que respondía a las preguntas del médico.

– ¿Ni palpitaciones o desmayos?

– No.

– ¿Y fiebre?

– Ah, eso sí, un poquito. El cardiólogo alzó una ceja.

– ¿Cuánto?

– Unos treinta y ocho grados, no más.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– ¿Cómo?

– ¿Cuánto tiempo duró esa fiebre?

– Ah, una semanita.

– Sólo una semana.

– Sí, sólo una.

– ¿Y cuándo fue?

– Hace cosa de un mes.

– Fue justo después de Navidad -especificó Tomás, que hasta entonces había permanecido callado.

– ¿Y notaron alguna diferencia en el comportamiento?

– No -indicó Constanza-. Tal vez ha andado más decaída, sólo eso.

– ¿Decaída?

– Sí, juega menos, se muestra más tranquila… El médico pareció indeciso. -Entiendo -murmuró-. De acuerdo. El electrocardiograma ya estaba hecho; mientras Margarida se vestía, Cristina entregó al cardiólogo el largo papel despedido por la máquina. Oliveira volvió a colocarse las gafas, analizó el registro de las oscilaciones cardiacas y, por fin, considerando que disponía de todos los datos que necesitaba, encaró a los padres.

– Bien, los exámenes son muy parecidos a los anteriores -dijo-. No ha habido deterioro en la situación del septo, pero la verdad es que permanece el bloqueo.

Constanza no se mostró del todo satisfecha con esta respuesta.

– ¿Qué quiere decir eso, doctor? ¿Va a haber que operarla o no?

El médico se quitó las gafas, comprobó que las lentes estaban limpias y las guardó en el bolsillo de la bata por última vez. Se inclinó hacia delante, apoyándose en los codos, y miró a la madre ansiosa.

– Creo que sí -suspiró-. Pero no hay prisa.

La clase había terminado hacía diez minutos y Tomás, después de la conversación habitual con los alumnos que se acercaban en busca de explicaciones, subió a su despacho de la sexta planta. Había observado discretamente a Lena durante toda la hora y media que había durado la exposición de la asignatura; la sueca se quedó sentada en el mismo lugar que había elegido la semana anterior, siempre atenta, los límpidos ojos azules mirándolo con intensidad, la boca entreabierta, como si bebiese sus palabras; llevaba un jersey rojo púrpura, ajustado, que acentuaba las voluminosas curvas de su pecho y contrastaba con la amplia falda beis. Una tentación, pensó el profesor, que la encontró aún más atractiva que en la imagen retenida en su memoria. Cuando acabó la clase, Tomás se descubrió perturbado porque ella no lo había buscado de inmediato, pero se reprendió deprisa a sí mismo. Lena era una estudiante y él el profesor, ella joven y soltera, él con treinta y cinco años y casado; tenía que tener juicio y mantenerse en su sitio. Meneó la cabeza con un movimiento rápido, como si intentase ahuyentarla de su mente, y sacó del cajón el libro con los contenidos del programa.

Tres golpes en la puerta lo hicieron mirar hacia la entrada. La puerta se abrió y asomó, sonriente, la hermosa cabeza rubia.

– ¿Se puede, profesor?

– ¡Ah! Entre, entre -dijo él, tal vez demasiado ansioso-. ¿Usted por aquí?

La sueca cruzó el despacho con un paso insinuante, meneando el cuerpo como una gata en celo; se notaba que era una mujer segura de sí misma, consciente del efecto que provocaba en los hombres. Cogió una silla y se acercó al escritorio de Tomás.

– Me ha parecido muy interesante la clase de hoy -susurró Lena.

– ¿Ah, sí? Menos mal.

– Lo que no entendí bien fue cómo se hizo la transición entre la escritura ideográfica y la alfabética…

Era un comentario relacionado con el tema de la clase de esa mañana, la aparición del alfabeto.

– Bien, yo diría que fue un paso natural, necesario para simplificar las cosas -explicó Tomás, satisfecho por poder exhibir sus conocimientos y ansioso por impresionarla-. Fíjese, tanto la escritura cuneiforme como los jeroglíficos y los caracteres chinos requieren la memorización de un gran número de signos. Estamos hablando de memorizar centenares de imágenes. Como es evidente, eso llegó a ser un gran obstáculo para el aprendizaje. El alfabeto vino a resolver ese problema, dado que, en vez de estar obligados a memorizar mil caracteres, como en el caso de los chinos, o seiscientos jeroglíficos, como ocurría con los egipcios, resultó suficiente memorizar un máximo de treinta símbolos. -Alzó las cejas-. ¿Lo ve? Por eso digo que el alfabeto trajo la democratización de la escritura.

– Y todo comenzó con los fenicios…

– Mire, la verdad, la verdad, se sospecha que el primer alfabeto apareció en Siria.

– Pero usted, en el aula, sólo mencionó a los fenicios.

– Sí, el alfabeto fenicio es, entre los que podemos considerar alfabetos con toda seguridad, el más antiguo. Se supone que es una evolución de ciertos signos cuneiformes o, si no, de la escritura demótica del antiguo Egipto. El hecho es que este alfabeto, compuesto exclusivamente de consonantes, se difundió por el Mediterráneo oriental gracias a las navegaciones de los fenicios, que eran grandes comerciantes y anduvieron por todas partes. De este modo, el alfabeto fenicio llegó a Grecia y, en consecuencia, hasta nosotros. Ahora bien, ¿fue, realmente, el primer alfabeto? -El profesor adoptó una actitud interrogativa-. Se descubrió en Siria, en un lugar llamado Ugarit, una escritura cuneiforme del siglo XIV a.C., por tanto, anterior a la fenicia, que usaba sólo veintidós signos. Y ésta es la cuestión. Una escritura con tan pocos signos difícilmente puede ser ideográfica. Creo que ésa fue la primera escritura alfabética, pero el problema es que el pueblo que la inventó no era viajero y, en consecuencia, su invención no se difundió, al contrario de lo ocurrido con el alfabeto fenicio, que viajó con sus inventores.