La responsable del colegio era una mujer de cuarenta y pocos años, huesuda y alta, con el pelo teñido de rubio y gafas de aros redondas; los recibió con cortesía, pero se notó enseguida que se sentía presionada por el tiempo.
– Tengo un almuerzo a la una -explicó-. Y una reunión de coordinación pedagógica a las tres de la tarde.
Tomás consultó el reloj, eran las doce y diez, tenían cincuenta minutos por delante; no veía razón para que no bastase con todo ese tiempo.
– Menos mal que tiene esa reunión de coordinación pedagógica -intervino Constanza-, porque lo que nos trae aquí tiene que ver, obviamente, con cuestiones pedagógicas.
– Lo sé muy bien -dijo la directora, para quien esta cuestión se había convertido en una pesadilla desde la anterior reunión con la pareja, a comienzos del curso lectivo-. Supongo que se trata del problema del profesor de educación especial.
– Naturalmente.
– Pues eso es un agobio.
– No dudo de que para usted sea un agobio -interrumpió Constanza, con un tono levemente irritado en la voz-. Pero puede creer que, para nosotros, y sobre todo para nuestra hija, es una tragedia. -La señaló con el índice-: ¿Tiene usted idea del daño que le está haciendo a Margarida la falta de un profesor de educación especial?
– Señora, estamos haciendo lo que podemos…
– Están haciendo poco.
– No es verdad.
– Sí -insistió-. Y usted sabe muy bien que lo es.
– ¿Por qué no contratan otra vez al profesor Correia? -preguntó Tomás, entrando en el diálogo e intentando evitar que se transformase en un pugilato verbal entre las dos mujeres-. Estaba haciendo un trabajo excelente.
El tono áspero de la reunión anterior, cuando comenzaron las clases y los avisaron de que en este curso lectivo no estaría el profesor Correia ni nadie para dar el apoyo especial a Margarida, lo había dejado alerta; y la verdad es que el conflicto aumentaba de intensidad a medida que seguía sin resolverse el problema y se hacía evidente el retraso escolar de la niña.
– Me encantaría contratar al profesor Correia -dijo la directora-. El problema es que, como ya les expliqué en la reunión anterior, el ministerio ha recortado el presupuesto y no tenemos dinero para contratar colaboradores.
– Excusas -exclamó Constanza-. ¿Tienen dinero para otras cosas y no lo tienen para un profesor de educación especial?
– No, no tenemos dinero. Nos han reducido el presupuesto.
– ¿Usted sabe que Margarita el año pasado sabía leer y que este año ya no logra entender una sola palabra escrita? -preguntó Tomás.
– Pues… eso no lo sabía.
– El año pasado tenía al profesor Correia, que se ocupaba de la educación especial, y este año no tiene nada, salvo el profesor curricular normal. -Señaló a la puerta, como si su hija los esperase del otro lado-. El resultado está a la vista. El profesor curricular normal, como es evidente, no entiende nada sobre la educación que precisan los niños con necesidades especiales -concluyó Constanza.
La directora extendió las palmas de sus manos, volviéndolas hacia la pareja, como si les pidiera que tuviesen calma.
– Ustedes no me están escuchando -afirmó-. Por mí, contrataría ahora mismo al profesor Correia. El problema es que no tengo dinero. El ministerio ha recortado el presupuesto.
Constanza se inclinó sobre el escritorio.
– Señora directora -dijo intentando mantenerse serena-. La existencia de profesores de educación especial para apoyar a niños con necesidades especiales en los colegios públicos está prevista por la ley. No es un capricho nuestro, no es una exigencia disparatada, no es un favor que nos hacen. Es algo que está previsto en la ley. Lo único que pedimos, mi marido y yo, es que este colegio cumpla la ley. Ni más ni menos. Que cumpla la ley.
La directora suspiró y sacudió la cabeza.
– Yo sé lo que dice la ley. El problema es que en este país se aprueban leyes muy bonitas, pero no se dan las condiciones para que sean aplicadas. ¿De qué me sirve tener una ley que me obliga a recurrir a un profesor de educación especial si no tengo dinero para contratarlo? Por lo que a mí respecta, los diputados podrían decretar incluso…, yo qué sé, que se viva eternamente. Pero no porque salga una ley que dice que hay que vivir eternamente las personas van a cumplir esa ley. Sería una ley irreal. Lo mismo ocurre con este caso. Se ha creado una ley muy justa, muy bonita, muy humana, pero, cuando llega la hora de poner la pasta, no hay nada para nadie. En otras palabras: la ley existe para que se diga que existe, para que alguien se jacte de haberla aprobado. Nada más.
– Entonces ¿qué es lo que usted sugiere? -preguntó Tomás-. ¿Que las cosas se queden como están? ¿Que nuestra hija Margarida sea dejada de lado en este curso y que no cuente con el apoyo de un profesor especializado? ¿Es eso?
– Sí -asintió Constanza-, ¿Qué piensa hacer?
La directora se quitó las gafas, humedeció las lentes con un cálido vaho expelido por sus pulmones y las frotó con un pañito anaranjado.
– Tengo una propuesta que hacerles.
– Diga.
– Como les he dicho, no hay dinero para contratar al profesor Correia. Considerando ese impedimento, mi idea es que la profesora Adelaide se dedique a dar el apoyo que a Margarida le haga falta.
– ¿La profesora Adelaide? -se sorprendió Constança.
– Sí.
– Pero ¿tiene ella alguna formación en educación especial?
– Señora, quien no tiene perro caza con el gato.
– Voy a hacer de otro modo la pregunta: ¿ella entiende algo de educación a niños con necesidades especiales?
La directora se levantó del escritorio.
– Creo que es mejor llamarla -repuso, dirigiéndose a la entrada y evitando responder directamente a la pregunta que se le hacía, detalle que no pasó inadvertido a los padres; abrió la puerta y se asomó-: Marília, llámeme a la profesora Adelaide, por favor.
Volvió a sentarse y acabó la limpieza de las lentes, después se las colocó en el rostro. Tomás y Constanza se miraron; se sentían resueltos a luchar hasta el final por el derecho de su hija a tener apoyo pedagógico de un profesor especializado, que comprendiera sus limitaciones y la mejor forma de superarlas. Ambos estaban convencidos de que Margarida sería capaz de progresar, tal como los demás niños, pero, como era notablemente más lenta en el aprendizaje, necesitaba ayuda.
– ¿Se puede?
La profesora Adelaide era una mujer fuerte, ancha, con aspecto maternal, parecía muy bonachona; se asemejaba a una de aquellas madres de campo, rubicundas, mofletudas, protectoras, siempre con un montón de hijos a su alrededor. Se saludaron y la recién llegada se sentó junto a la pareja.
– Adelaide -comenzó diciendo la directora-. Como sabe, estamos sin presupuesto para contratar este año al profesor Correia, que daba apoyo a Margarida. El otro día hablé con usted sobre el problema y me acuerdo de que se ofreció voluntariamente para las clases de educación especial de este año.
Adelaide asintió con la cabeza.
– Sí. Como le he dicho, también estoy preocupada por la situación que afecta a Margarida y a Hugo. -Hugo era otro niño con trisomía 21 que iba al mismo colegio-. Dado que el profesor Correia ya no puede venir, estoy totalmente disponible para ayudar a estos niños.
– Pero, profesora Adelaide -interrumpió Constanza-, ¿tiene usted alguna especialización en educación especial?
– No.
– ¿Dio alguna vez apoyo a niños con trisomía 21?
– No. Mire, estoy sólo ofreciéndome para llegar a una solución.
– ¿Cree que Margarida, con usted, va a evolucionar significativamente?
– Pienso que sí. Voy a dar lo mejor de mí.
Tomás se agitó en la silla.
– Con el debido respeto por su buena voluntad, déjeme decirle una cosa: Margarida no necesita tener unas clases en las que no va a progresar, unas clases que sólo sirvan para decir que las tiene. Las clases no son un fin en sí mismas, sino un medio para llegar a un fin. El objetivo no es que tenga clases, sino que aprenda. ¿De qué le sirve tener clases con usted si, al final, seguirá sin saber nada?