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– Bien, espero que aprenda algo.

– Pero, basándome en lo que le he oído decir ahora, no tiene usted la menor idea de lo que es necesario para enseñar a un niño como éste. Nunca hizo una especialización en este ámbito ni ha dado clases a niños con trisomía 21. No sé si lo sabe, pero un profesor de educación especial no es exactamente un profesor en la acepción normal de la palabra. Es más bien una combinación de entrenador y fisioterapeuta, alguien que estimula al niño, que lo entrena, que lo lleva hasta el límite. Con la mejor voluntad del mundo, le digo con toda franqueza que no veo en usted las características de una profesora preparada para esa tarea.

– Reconozco que tal vez no tenga la preparación ni los conocimientos necesarios para…

– Veamos -interrumpió la directora, a quien no le estaba gustando el rumbo que tomaba la conversación-. Las cosas son lo que son. No vamos a contar con el profesor Correia. La profesora Adelaide está disponible. Todos estamos de acuerdo en que la profesora Adelaide no es una especialista en educación especial. Pero, queramos o no, es la única persona con la que contamos. Por tanto, vamos a aprovechar esta oportunidad y a resolver el problema. No es la mejor solución, pero es la solución posible.

Tomás y Constanza cruzaron sus miradas, agobiados.

– Señora directora -farfulló él-. Lo que nos está ofreciendo no es una solución para el problema de Margarida. Es una solución para su problema -subrayó la palabra «su»-. Usted quiere despachar esta cuestión, no quiere resolverla de verdad. Pero veamos. Lo que nuestra hija necesita es justamente un profesor de educación especial. Repito: un profesor de educación especial -dijo casi deletreando la palabra-. No necesita de clases, necesita aprender. Con la profesora Adelaide va a tener clases, pero no va a aprender. La profesora Adelaide no es la solución.

– Es la solución que tenemos.

– Es la solución para su problema, pero no es la solución para el problema de Margarida.

– No hay otra solución -concluyó la directora con un gesto perentorio, tajante-. Tendrá que ser la profesora Adelaide quien dé las clases de educación especial.

– No puede ser.

– Tendrá que ser.

– Disculpe, pero no estamos de acuerdo.

– ¿Cómo que no están de acuerdo?

– No estamos de acuerdo. Queremos un profesor especializado en educación especial, como está previsto por la ley.

– Olvide la ley. No hay dinero para contratar a ese profesor.

– Consígalo.

– Escuche bien lo que le digo: no hay dinero. Tendrá que ser la profesora Adelaide.

– No estamos de acuerdo, ya se lo he dicho.

La directora frunció los ojos, mirando al matrimonio. Hizo una pausa y suspiró pesadamente, como si acabase de tomar una decisión difícil.

– Entonces van a tener que entregarme un escrito en el que digan que no aceptan las clases de educación especial.

– No podemos hacer eso.

– ¿Cómo?

– Que no podemos hacerlo.

– ¿Por qué no pueden?

– Porque no es verdad. Queremos las clases de educación especial, es evidente que las queremos. Pero las queremos impartidas por un profesor debidamente preparado. Lo que no aceptamos, y estamos dispuestos a manifestarlo por escrito, es una profesora que, aun con la mejor voluntad, no está preparada para dar apoyo a niños con necesidades especiales.

La reunión acabó sin llegar a ningún acuerdo. La directora se despidió de modo seco, frustrada por la falta de soluciones, y el matrimonio abandonó el colegio con la impresión de que por ese camino no llegarían a ninguna parte. Para Tomás y Constanza estaba claro que ya no podían contar con el colegio público; necesitaban contratar directamente a un profesor de educación especial, pero el problema, como en tantas cosas en la vida, es que no les alcanzaba el dinero para eso.

Miró el edificio apuntado en su libreta de notas. Era un edificio antiguo, claramente necesitado de una restauración urgente, en lo alto de la Rúa Latino Coelho. Se acercó a la entrada y comprobó que la puerta se encontraba entreabierta. Tomás la empujó y fue a dar a un vestíbulo decorado con azulejos gastados, algunos ya con rajas, otros con la pintura desvaída por el tiempo; la luz de la calle era la única iluminación, se derramaba por la puerta e invadía el pequeño vestíbulo con fulgor, dibujando en el suelo una geometría de claridad más allá de la cual dominaba la penumbra. Tomás dio tres pasos, se sumergió en la sombra y subió las escaleras de madera; cada escalón crujía con el peso de su cuerpo, como si protestase contra la intrusión que llegaba para interrumpir su indolente reposo. El edificio exhalaba el olor característico de los materiales viejos, aquel hedor a moho; la humedad retenida en la tarima y en las paredes que se había convertido en la marca propia de los edificios antiguos de Lisboa. Llegó al segundo piso y comprobó el número de la puerta; buscaba el segundo derecha y era aquélla, evidentemente. Pulsó el botón negro embutido en la pared y un ding-dong tranquilo sonó dentro del apartamento. Oyó pasos, el ruido metálico de la cerradura que se destrababa y la puerta se abrió.

– Hej! -saludó Lena, dándole la bienvenida-. Valkommen.

Tomás se quedó un largo rato absorto en la penumbra, inmóvil en la puerta mirando a su anfitriona. La sueca apareció con una blusa de seda azul claro, muy ceñida, como si estuviese en verano. El escote era muy amplio, revelando sus senos casi hasta el límite, vastos y voluptuosos, sin sostén, separados por un profundo surco; sólo sus pezones permanecían ocultos, pero aun así era posible adivinarlos por el relieve que adquirían en la seda, protuberantes como un botón escondido. Una mini-falda blanca, con un lazo lateral amarillo que servía de cinturón, destacaba sus piernas largas y bien hechas, calzadas con unos elegantes zapatos negros de tacón alto que acentuaban las sensuales curvas de su cuerpo.

– Hola -dijo por fin-. Está usted hoy… muy guapa.

– ¿Le parece? -La muchacha sonrió-. Gracias, es muy amable. -Le hizo una seña para que entrase-. ¿Sabe? En comparación con el invierno de Suecia, el invierno en Portugal me parece verano. Así que, como tengo mucho calor, decidí ponerme ropa más ligera. Espero que no le importe.

Tomás traspasó la puerta y entró en el apartamento.

– De ningún modo -dijo, intentando disimular el rubor que coloreaba sus pómulos-. Ha hecho bien. Ha hecho muy bien.

Hacía calor en el apartamento, en un llamativo contraste con la temperatura de fuera. El suelo era de grandes tablas barnizadas de madera antigua, y cuadros antiguos, de aspecto austero y de baja calidad, colgados de las paredes. No olía a moho; por el contrario, flotaba en el aire un agradable aroma a comida al fuego.

– ¿Puedo guardarle la chaqueta? -preguntó ella, estirando el brazo en su dirección.

El profesor se quitó la chaqueta y se la entregó. Lena la colgó de una percha junto a la puerta de la entrada y condujo a su invitado por el largo pasillo del apartamento. Se veían dos puertas cerradas a la izquierda y una cocina al fondo. Al lado de la cocina, se abría otra puerta; era la entrada de la sala, donde estaba la mesa puesta para dos personas.

– ¿Dónde consiguió este apartamento? -preguntó él, asomando por la puerta.

Muebles antiguos, de roble y nogal, decoraban la sala de manera sencilla. Había dos sofás marrones, de aspecto gastado y austero; un televisor apoyado en una mesita; y un mueble de pared, en el que se exponían viejas piezas de porcelana. La luz del día, fría y difusa, irrumpía por dos ventanas altas que daban a un patio interior rodeado de traseras de apartamentos.