– Lo alquilé.
– Sí, pero ¿cómo supo de su existencia?
– Fue en el GIRE.
– ¿GIRE? ¿Qué es eso?
– Es el Gabinete de Informaciones y Relaciones Exteriores de la facultad. Son ellos los que nos dan apoyo logístico. Cuando llegué, fui allí a ver qué había para alquilar y descubrí este apartamento. Es pintoresco, ¿no?
– Sí, sí que lo es -comentó Tomás-. ¿Y quién es el dueño?
– Es una señora de edad que vive en el primer piso. Este apartamento era de un hermano suyo, que murió el año pasado. Decidió alquilarlo a extranjeros, dice que son los únicos clientes que acaban marchándose al cabo de un tiempo.
– Es lista la vieja.
Lena entró en la cocina, miró el interior de la cazuela al fuego, revolvió la comida con la cuchara de madera, olisqueó el vapor que se elevaba de la olla y sonrió al profesor.
– Va a quedar bueno -dijo, salió de la cocina y llevó a Tomás hacia la sala-. Póngase a gusto -añadió indicando el sofá-. Dentro de poco el almuerzo estará listo.
Tomás se acomodó en el sofá y la muchacha se sentó a su lado, con las piernas confortablemente cruzadas bajo su cuerpo. Intentando mantenerse ocupado, porque no quería dejar que se instalase un silencio embarazoso, el profesor abrió la cartera que llevaba en la mano y sacó de allí unos documentos.
– He traído aquí unas notas sobre la escritura cuneiforme sumeria y acadia -reveló-. Le resultará especialmente interesante el uso de los determinativos.
– ¿Determinativos?
– Sí -dijo-. También se los conoce como indicadores semánticos. -Señaló unos trazos cuneiformes dibujados en los apuntes-. ¿Lo ve? Este es el ejemplo de un vocablo que puede utilizarse como indicador semántico. En este caso es la palabra «gis», que significa «madera» y se usa con los nombres de árboles y de objetos hechos de madera. La función de los indicadores semánticos es reducir la ambigüedad de los símbolos. En este ejemplo, el determinante «gis», cuando se utiliza antes de…
– Oh, profesor -intervino Lena, en actitud de súplica-. ¿No podemos dejar eso para después del almuerzo?
– Pues sí…, claro. -Se sorprendió Tomás-. Pensé que querría aprovechar para ir avanzando en la materia.
– Nunca con el estómago vacío -dijo con una sonrisa la sueca-. Alimenta bien a tu siervo y tu vaca te dará más leche.
– ¿Cómo?
– Es un refrán sueco. Quiere decir, en este caso, que mi cabeza rendirá más si mi estómago está lleno.
– Ah -entendió el profesor-. Ya me he dado cuenta de que le gustan mucho los refranes.
– Me encantan. Los refranes encierran lecciones de gran sabiduría, ¿no le parece?
– Sí, tal vez.
– Ah, estoy convencida -exclamó con un tono perentorio-. En Suecia solemos decir que los refranes revelan lo que el pueblo piensa. -Alzó las cejas-. ¿Los portugueses tienen muchos refranes?
– Algunos.
– ¿Me enseña alguno?
Tomás soltó una carcajada.
– Pero, al final, ¿qué quiere que le enseñe? -preguntó-. ¿La escritura cuneiforme o los refranes portugueses?
– ¿Por qué no las dos cosas?
– Pero mire que eso llevará mucho tiempo…
– Oh, no importa. Tenemos toda la tarde, ¿no?
– Ya veo que tiene respuestas para todo.
– La espada de las mujeres está en su boca -sentenció Lena-. Es otro refrán sueco. -Le lanzó una mirada maliciosa-. Y mire que, en mi caso, este refrán tiene un doble sentido.
Tomás, cohibido y sin saber qué decir, alzó las dos manos.
– Me rindo.
– Me parece bien -dijo ella recostándose en el sofá-. Dígame, profesor, ¿usted es de Lisboa?
– No, nací en Castelo Branco.
– ¿Y cuando se vino a Lisboa?
Cuando era joven. Vine a estudiar historia a la facultad.
– ¿Qué facultad?
– La nuestra.
– Ah -dijo ella y fijó en él sus ojos azules, observándolo con atención-. ¿Nunca se casó?
Tomás se quedó unos instantes sin saber cómo responder. Vaciló durante unos instantes demasiado largos, dividido entre la mentira, que sería muy fácil de descubrir, y la verdad, que irremediablemente alejaría a la muchacha; pero acabó bajando los ojos y se oyó decir a sí mismo:
– Sí, estoy casado.
Temió la reacción de la sueca. Pero Lena, para su gran sorpresa, no pareció molesta.
– No me extraña -exclamó la sueca-. Guapo como es…
Tomás enrojeció.
– Bien… pues…
– ¿La quiere?
– ¿A quién?
– A su mujer, claro. ¿La quiere?
Aquí estaba la oportunidad para matizar el asunto.
– Cuando nos casamos, sí, sin duda. Pero ¿sabe? Nos hemos ido alejando con el tiempo. Hoy somos amigos, es cierto, aunque, en realidad, no se puede decir que haya amor.
La observó atento, intentando medir su reacción; le pareció que ella se había quedado satisfecha con la respuesta y se sintió aliviado.
– En Suecia decimos que una vida sin amor es como un año sin verano -comentó la muchacha-. ¿No está de acuerdo?
– Sí, claro.
Lena desorbitó inesperadamente los ojos y se llevó la mano a la boca. Se levantó de un salto, con expresión de alarma, una expresión de urgencia en el rostro.
– ¡Ah! -gritó-. ¡Me olvidaba! ¡La comida!
Se fue volando a la cocina. Tomás oyó a la distancia el sonido de los alimentos al fuego y de la cuchara revolviéndolos en el cazo, además de unas exclamaciones ahogadas de su anfitriona.
– ¿Está todo bien? -preguntó estirando el cuello en dirección a la puerta.
– Sí. -Fue la respuesta de la sueca, gritando desde la cocina-. Está listo. Ya puede sentarse a la mesa.
Tomás no obedeció. En cambio, fue hasta la puerta de la cocina. Vio a Lena sujetando un cazo caliente con un paño, echando sopa en una sopera ancha, de porcelana antigua, igual a la de los platos colocados en la mesa.
– ¿Quiere ayuda?
– No, no hace falta. Vaya a la mesa.
El profesor la miró, vacilante, sin saber si debería realmente ir a sentarse o si era mejor insistir. Pero la expresión resuelta de la sueca lo convenció de que debía obedecerla. Volvió a la sala y ocupó su lugar a la mesa. Instantes después, Lena entró en la sala con la sopera humeante en los brazos. La apoyó pesadamente en la mesa y suspiró de cansancio.
– ¡Puf! ¡Ya está! -exclamó ella, aliviada-. Vamos a comer.
Quitó la tapa de la sopera y le sirvió a Tomás con un cucharón de sopa. Después le tocó a ella. El profesor observó el plato con expresión desconfiada; era una sopa blanca, con trozos sólidos en el medio, y un aroma agradable, suculento.
– ¿Qué es esto?
– Sopa de pescado.
– ¿Sopa de pescado?
– Pruébela. Es buena.
– Parece diferente de las nuestras. ¿Es un plato sueco?
– Casualmente, no. Es noruego.
Tomás probó un poco. La sopa tenía una consistencia cremosa, con un intenso regusto a mar.
– Hmm, está buena -aprobó él, saboreando el néctar marino del caldo; hizo un ligero movimiento con la cabeza en dirección a su anfitriona-. Enhorabuena, es una gran cocinera.
– Gracias.
– ¿Qué pescados lleva?
– Oh, varios. Pero no sé su nombre en portugués.
– ¿Y el plato principal también va a ser de pescado?
– Este es el plato principal.
– ¿Cómo? Esta es la sopa…
– La sopa de pescado noruega es muy sustanciosa. Ya verá que, cuando acabe de comerla, se sentirá saciado.
Tomás mordió un trozo de pescado, le pareció merluza, sazonada con el líquido blanco del caldo.
– ¿Por qué razón es blanca la sopa? -dijo sorprendido-. ¿No se hace con agua?
– Lleva agua, pero también leche.
– ¿Leche?
– Sí -asintió ella; dejó de comer y lo miró con una expresión insinuante-. ¿Sabe cuál es mi mayor fantasía de cocinera?