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– ¿Sí?

– Cuando un día esté casada y tenga un hijo, haré una sopa de pescado con la leche de mis tetas.

Tomás casi se atragantó con la sopa.

– ¿Cómo?

– Quiero hacer una sopa de pescado con la leche de mis tetas -repitió, como si dijese la cosa más natural del mundo; llevó su mano al seno izquierdo y lo exprimió de tal modo que el pezón asomó por el borde del escote-. ¿Le gustaría probarla?

Tomás sintió una erección tremenda que se abría paso en sus pantalones. Incapaz de pronunciar una palabra y con la garganta repentinamente seca, asintió con la cabeza. Lena sacó todo el seno izquierdo fuera del escote de seda azul; era lechoso como la sopa, con un ancho pezón rosa claro y la punta turgente y dura como un chupete. La sueca se levantó y se acercó al profesor; de pie a su lado, le apoyó el seno en la boca. Tomás no se resistió. La abrazó por la cintura y comenzó a chuparle el pezón saliente; el seno era cálido y suave, tan grande que le inundó la cara. Llenó las palmas de sus manos con los dos senos y los apretó como si fuesen cojines, en una pulsión de lujuria, quería sentirlos tiernos y sabrosos. Mientras él chupaba, Lena le desabrochó el cinturón y el botón de los pantalones; corrió la cremallera de la bragueta hacia abajo y le quitó los pantalones con un movimiento rápido. Privándolo de sus senos, deprisa lo recompensó de otro modo; se arrodilló a los pies de la silla, se inclinó sobre su regazo y llenó su boca. Tomás gimió y perdió el poco control que le quedaba sobre sí mismo.

Capítulo 6

La puerta sur del monasterio de los Jerónimos, en realidad formada por dos pesadas puertas de madera, se mantenía cerrada a los visitantes. Toda la entrada del pórtico, con su espectacular encaje de mármol blanco de Lioz, en un estilo gótico enriquecido por elementos platerescos y renacentistas, constituía una de las partes más hermosas de la aparatosa fachada del largo monasterio del siglo XVI; escenas religiosas y seculares, esculpidas en la piedra con primoroso detalle, decoraban los dos arcos sobre las puertas, dominadas por una estatua del infante don Enrique en el mainel central y guarnecidas además por múltiples columnas delgadas que, repletas de estatuas y relieves trenzados, se alzaban en dirección al cielo gris de la mañana.

Tomás rodeó toda la fachada sur del monasterio, de piedra blanca sólo salpicada, aquí y allá, por manchas marrones o grises de suciedad, y donde se destacaba una cúpula mitrada, de inspiración bizantina, sobre la torre de la campana. Giró en la esquina y se deslizó por la puerta axial, al poniente; ésta era la entrada principal, pero su situación, encajada en una galilea estrecha y a la sombra de una bóveda baja que oscurecía su rico encaje de estilo renacentista, disminuía su importancia. Cruzó el pasaje y entró en la grandiosa iglesia de Santa María, sus ojos de inmediato fueron atraídos hacia el firmamento del santuario, la monumental bóveda soportada por esbeltos pilares octogonales, de piedra ricamente labrada, que se abrían arriba como palmeras gigantes, mientras las hojas sostenían la cúpula y se enlazaban en una geométrica red de nervaduras.

Nelson Moliarti, entretenido en admirar las vidrieras de la iglesia, se encontró con el recién llegado y fue a reunirse con él; los pasos retumbaban en el santuario casi desierto.

– Hola, Tom -saludó-. ¿Cómo va todo?

Tomás le dio la mano.

– Hola, Nelson.

– Este es un monumento impresionante, ¿no? -preguntó haciendo un gesto amplio con la mano, como si quisiese mostrar todo lo que había alrededor-. Siempre que vengo a Lisboa me doy una vuelta por aquí. No puede haber obra tan magnífica para conmemorar los descubrimientos y el comienzo de la globalización. -Lo condujo hasta uno de los pilares octogonales y señaló uno de los relieves en la piedra-. ¿Ve eso? Es una cuerda de marinero. ¡Sus antepasados esculpieron en una iglesia una cuerda de marinero! -Señaló para otro lado-. Y allí hay peces, alcachofas, plantas tropicales, hasta hojas de té.

Tomás sonrió ante el entusiasmo del americano.

– Nelson, conozco bien el monasterio de los Jerónimos. Los temas marítimos esculpidos en la piedra son lo que hacen de este estilo, llamado estilo manuelino, algo único en la arquitectura mundial.

– Exactamente -asintió Moliarti-. Algo único.

– ¿Y sabe cómo se financió la construcción del monasterio? Con un impuesto sobre las especias, las piedras preciosas y el oro que las carabelas trajeron de todo el mundo.

– ¿Ah, sí?

– Lo llamaban el dinero de la pimienta.

– Fíjese -comentó el americano mirando a su alrededor-. ¿Y quién mandó hacerlo? ¿Fue Enrique el Navegante?

– No, el monasterio de los Jerónimos es posterior. Corresponde a la apoteosis de los descubrimientos.

– Pero ¿la apoteosis no fue con Enrique?

– Claro que no, Nelson. Enrique fue el hombre que planeó todo en el siglo xv; pero los descubrimientos sólo llegaron a su apogeo con el cambio de siglo, durante los reinados de don Juan II y don Manuel. Fue este último quien mandó construir el monasterio de los Jerónimos a finales del siglo xv. -Hizo un gesto amplio-. La iglesia en la que nos encontramos era, antiguamente, una ermita controlada por los templarios de la Orden Militar de Cristo, y fue aquí donde Vasco da Gama vino a rezar antes de partir para la India, en 1497. Don Manuel alimentaba entonces el sueño de ser el rey de toda la península Ibérica, instalando la capital en Lisboa, e hizo todo lo posible para convertirse en heredero de la Corona de Castilla y Aragón. Para alcanzar ese objetivo, tenía un plan que confiaba en la seducción de los Reyes Católicos. Se casó con dos hijas de los soberanos de Castilla y Aragón, además de expulsar, para complacerlos, a los judíos de Portugal. Por otro lado, ordenó construir este monasterio, que entregó, no a la Orden de Cristo, como sería natural, sino a la Orden de los Jerónimos, monjes que eran confesores de Isabel la Católica. La ambición de don Manuel casi resultaría premiada cuando, en 1498, fue consagrado heredero de los Reyes Católicos, pero el proyecto, como es evidente, acabó en la nada.

Deambularon por el recinto y fueron a admirar la tumba de Vasco da Gama, a la izquierda. Una estatua de mármol rosado en tamaño real, yacente con las manos elevadas en una plegaria, entre motivos de cuerdas, esferas armilares, carabelas, una cruz de la Orden de Cristo y símbolos marítimos, señalaba el sarcófago del gran navegante. En el lado derecho se encontraba el mausoleo de Luís de Camões; el gran poeta épico de los descubrimientos estaba igualmente representado por una estatua yacente sobre el sarcófago, con las manos unidas en actitud de oración, una corona de laureles sobre el cabello, la cabeza apoyada en una almohada de piedra.

– ¿Están realmente ahí? -preguntó Moliarti, con la mirada fija en el ataúd esculpido de Vasco da Gama.

– ¿Quiénes?

– Vasco da Gama y Camões.

Tomás se rio.

– Es lo que les decimos a los turistas.

– Pero ¿están o no están?

– Déjeme que se lo explique a mi manera -dijo Tomás, apoyando la mano en la tumba del gran navegante-. Los restos mortales que se encuentran en este sarcófago son casi con toda seguridad los de Vasco da Gama. -Señaló hacia el otro lado-. Pero los restos mortales que están depositados en aquel sarcófago casi con toda seguridad no son de Camões. Los guías, no obstante, les dicen a los turistas que Camões está realmente ahí. Parece que a ellos les gusta y hay muchos que aprovechan para comprar luego Los lusíadas.

Moliarti meneó la cabeza.

– Eso es deshonesto.

– Oh, Nelson, no seamos ingenuos. ¿Cómo alguien puede estar seguro de que los restos de una persona que murió hace quinientos años pertenecen realmente a determinada persona? Que yo sepa, hace quinientos años no existían pruebas de ADN, por lo que no podemos tener garantía alguna.