Buscó más referencias en la libreta de notas, pero la tiniebla había cubierto el papel con un manto impenetrable. Sin poder leer la dirección que había apuntado, dio un paso más para volver a la entrada, donde la luz era suficientemente fuerte para permitir consultar el apunte; se acordó, sin embargo, de que le habían dicho que la casa del profesor Toscano estaba en una planta baja. Buscó por el pasillo y encontró dos puertas. Tanteó la pared, en busca del timbre, pero no encontró nada. Apoyó el oído en la madera fría de la primera puerta y prestó atención; no oyó nada. En la segunda puerta, sin embargo, presintió algún movimiento. Golpeó la puerta. Oyó algo arrastrándose, era alguien que se acercaba. La puerta se entreabrió, revelando una cadena metálica tensa, sujeta a una cerradura; una mujer entrada en años, con bata azul sobre un pijama beis y pelo canoso desgreñado, miró por la rendija con una expresión interrogativa.
– ¿Dígame?
Tenía una voz frágil, trémula, recelosa.
– Buenos días. ¿La señora Toscano?
– Sí. ¿Qué desea?
– Vengo…, eh… vengo de la universidad, de la Universidad Nova…
Hizo una pausa, esperando que éstas fuesen credenciales suficientes. Pero los ojos negros de la mujer se mantuvieron inalterables, por lo visto Tomás no había pronunciado ningún «Ábrete, Sésamo».
– ¿Sí?
– Debido a las investigaciones de su marido.
– Mi marido ha muerto.
– Lo sé, señora. Mi más sentido pésame -vaciló, cohibido-. Pues…, yo venía justamente a concluir la investigación de su marido.
La mujer entrecerró los ojos, desconfiada.
– ¿Quién es usted?
– Soy el profesor Tomás Noronha, del Departamento de Historia dé la Universidad Nova de Lisboa. Me pidieron que concluyese la investigación del profesor Toscano. Fui a la Universidad Clásica y me dieron su dirección.
– Pero ¿para qué quiere concluir su investigación?
– Porque es muy importante. Es la última obra de la vida de su marido. -Sintió que había encontrado un argumento poderoso y se volvió más confiado, más firme-. Fíjese: la vida de una persona es su trabajo. Su marido murió, pero nos corresponde a nosotros revivir su última investigación. Sería una pena que no llegase a salir a la luz, ¿no?
La mujer frunció el entrecejo, como si estuviese pensando.
– ¿Cómo piensa revivir su obra?
– Publicándola, claro. Sería ése el más justo homenaje. Pero sólo es posible, evidentemente, si logro reconstruir la investigación de su marido.
La anciana se mantuvo pensativa.
– Usted no es de la fundación, ¿no?
Tomás tragó saliva y sintió que un sudor frío le invadía el borde de la frente.
– ¿Qué fundación? -titubeó.
– La de los estadounidenses.
– Yo soy de la Universidad Nova de Lisboa, señora -dijo sorteando el obstáculo de la pregunta-. Soy portugués, como puede ver.
La mujer pareció satisfecha con la respuesta. Quitó la cadena de la cerradura y abrió la puerta, invitándolo a entrar.
– ¿Le apetece un té? -preguntó llevándolo hacia la sala.
– No, gracias, he tomado hace poco el desayuno.
La sala tenía un aspecto decadente, obsoleto. Un papel pintado con motivos floridos y frisos xilográficos decoraba aquella parte de la casa; se veían cuadros de poca calidad estética que, colgados de las paredes, mostraban a hombres de aspecto austero, escenas campestres y barcos antiguos; sofás hundidos y sucios rodeaban un pequeño televisor; del otro lado de la sala, un aparador de pino con taraceas de bronce exhibía fotos en blanco y negro de un matrimonio y de varios niños sonrientes. En la casa olía a moho. Partículas brillantes, iluminadas por el claror del día, se cernían en el espacio junto a las ventanas; parecían luciérnagas minúsculas, puntitos de luz bailando con lentitud, etéreos y fluorescentes: era el polvo que planeaba en el aire estancado de la sala.
Tomás se acomodó en el sofá y su anfitriona le hizo compañía.
– No se fije en el desorden, por favor.
– Qué dice, señora. -Miró alrededor: todo tenía, de hecho, un aspecto descuidado; la limpieza era superficial, se veían manchas en las telas de las cortinas y de los sofás y un fino manto de polvo sobre los muebles-. Todo está muy bien, muy bien. No se preocupe.
– Ah, desde que murió Martinho me he sentido sin fuerzas para poner orden. Estoy muy sola.
Tomás se acordó del nombre del profesor. Martinho Vasconcelos Toscano.
– La vida es así, señora, qué se le va a hacer.
– Pues sí -coincidió la anciana con actitud resignada; tenía un aspecto de mujer educada, aunque muy abatida-. Pero mire que cuesta. ¡Ah, si cuesta!
– La vida son dos días. Cuando queremos acordar… ¡puf!
– Exacto. Son dos días. -Esbozó un gesto amplio, abarcando toda la sala-. Este edificio fue construido por el abuelo de mi marido a principios de siglo, ¿puede creerlo?
– ¿Ah, sí?
– Era de los edificios más bonitos de Lisboa. En aquel tiempo no había estos edificios que hay ahora, esas cosas horrorosas que han construido por aquí. No, en aquel tiempo todo estaba mejor hecho, con buen gusto. La Rotunda tenía unas viviendas hermosas, era algo muy agradable.
– Me imagino.
– Pero el tiempo no perdona. Mire esto. Está todo viejo, estropeado, cayéndose a pedazos. Unos años más y demolerán el edificio, ya le queda poco.
– Sí, tarde o temprano, es inevitable.
La mujer suspiró. Se acomodó la bata y se echó hacia atrás un mechón de pelo.
– Entonces dígame. ¿Qué necesita?
– Bien, necesito consultar los documentos y todos los apuntes que tomó su marido en los últimos seis o siete años.
– ¿La investigación que estaba haciendo para los estadounidenses?
– Pues…, eso… no lo sé bien. Lo que quiero es ver el material que fue compilando.
– Fue la investigación de los estadounidenses. -Tosió-. ¿Sabe? Martinho fue contratado por una fundación de Estados Unidos. Le pagaban una fortuna. Se metió en las bibliotecas y en la Torre do Tombo, a leer manuscritos. Leyó hasta el cansancio, hurgó entre tantos papeles viejos que llegaba a casa con las manos negras de polvo, tanto que daba impresión. A veces esas manchas sólo se iban con lejía. Después, hubo un día en que hizo un descubrimiento que lo dejó muy excitado, parecía un niño cuando llegó a casa. Yo estaba leyendo y él sólo me decía: «Madalena, he descubierto algo extraordinario, extraordinario».
– ¿Y qué era? -quiso saber Tomás, ansioso, inclinándose en el sofá, acercándose a su anfitriona.
– Nunca me lo contó. Martinho era una persona especial, le encantaban los códigos y los acertijos, se pasaba días llenando los crucigramas de los periódicos. Nunca me contaba nada. Sólo me dijo: «Madalena, esto ahora es secreto, pero cuando leas lo que tengo aquí te vas a quedar con la boca abierta, ya verás». Y yo lo dejaba, mientras estuviese entretenido en sus cosas era feliz, ¿no? Hizo varios viajes, fue a Italia y a España, anduvo de un lado a otro, a las vueltas con su investigación. -La mujer tosió nuevamente-. En cierto momento, los estadounidenses comenzaron a atormentarlo, querían saber lo que estaba haciendo, qué había descubierto, en fin, esas cosas. Pero Martinho no soltaba prenda, les decía lo mismo que me decía a mí: «Quédense tranquilos, cuando lo tenga todo listo ya sabrán qué es lo que hay». Pero ellos no se resignaban y la historia comenzó a enturbiarse. Un día, los estadounidenses llegaron y se armó un griterío tremendo, querían a toda costa que Martinho les mostrase lo que había descubierto. -La mujer se llevó las dos manos a su cara-. Mire, el enfado fue tan grande que pensamos que iban a dejar de pagar. Pero no fue así.